Cuando Juan Bautista Alberdi redacto “Las Bases” su concepción sobre la definición de instituciones giraba a en torno a la construcción de un filtro al ejercicio del poder. Esta primigenia idea plasmada en sus páginas, luego se vería volcada concretamente en la Constitución de 1853. Sin embargo, este modelo constitucional –que establece un sistema de frenos y contrapesos al mejor estilo Madison, Jay y Hamilton en “El Federalista”- no es casual. Esto implica que la preocupación de Alberdi no era otra que Rosas. La visión del padre de la Ley Fundamental en la República Argentina era la creación de un institucionalismo fuerte, capaz de controlarse así mismo, dado que cada rama poseería su propia cuota de poder: el poder judicial, el poder legislativo y el poder ejecutivo constituirían un mismo aparato estatal, pero cada uno independiente en la toma de las decisiones concernientes a su ámbito de acción.
Sin embargo, Alberdi desde el primer momento tenía en claro que si la Nación querría mantener relaciones comerciales y diplomáticas con el mundo era necesario estructurar el poder, estructurar la administración, unificar territorios, crear una identidad nacional, era necesario crear Argentina. En pos de esa epopeya la solución del tucumano no solo fue la copia del sistema de frenos y contrapesos de la Constitución de los Estados Unidos, sino que también se tradujo en la presentación constitucional de una figura de notoria importancia: el presidente de la nación, tal vez para Alberdi el actor con la obligación de encausar el caos que representaba la actual Argentina en los tiempos de unitarios y federales, en los tiempos de El Tigre de los Llanos, en los tiempos de Civilización y Barbarie, los tiempos de los Álzaga y Unzué, los Sánchez Orondo, los Alvear y los Anchorena, los tiempos de las grandes estancias que esperarían ansiosas por la llegada de aquellos hombres que años más tarde descenderían de los barcos y labrarían la tierra y forjarían el acero para los rieles de nuestra historia. En fin tiempos de personajes que vivían en libertad, pero que no sabían cómo era vivir con ella. Así, el jefe de Estado por delegación del “pueblo” concentraría una cuota vasta y amplia de poder, Alberdi había creado el hiperpresidencialismo, un rey con nombre de presidente, el poder acumulado en una persona, pero claro esta solución fue ideada para calmar los ánimos argentinos en el corto plazo y luego crear el país de las instituciones democráticas y el respeto constitucional. Sin embargo, es necesario reconocer un error del Jefferson tucumano: confiar en que los hábiles políticos estarían dispuestos a cambiar un sistema que le brindaría tanto poder a una sola persona. Las consecuencias de la solución de Alberdi con el tiempo recibirían el nombre de personalismo, un esquema vicioso donde no se votan plataformas e ideas políticas, sino que personas –sin importar su nivel de instrucción formal e idoneidad para dirigir a la Nación-.
Es este el error más caro de toda nuestra historia, es el error que casi a más de ciento cincuenta años de la sanción del texto constitucional sigue marcando a fuego el presente y el futuro de las generaciones venideras. Es sin lugar a dudas el factor que permitió las dinastías de apellidos en el poder en un país que constitucionalmente brega por el espíritu democrático y participativo.
El sistema presidencial alberdiano fue aceptado para 1853 por casi todas las provincias, salvo por Buenos Aires que se incorporaría siete años más tarde, logrando ampliar la diáspora federal.
Ahora bien, ¿cómo relacionar este sistema con la situación actual en nuestro país? La verdad es que la relación es integra y estrecha. Año tras año, década tras década los partidos políticos se dedicaron a cultivar en el imaginario colectivo que sus candidatos eran perfectos para conducir la administración pública, situación a la cual podría ser aplicable la célebre frase “Unicato”. Nuestra historia es la historia del gobierno de los únicos, me corrijo el gobierno del único o de la única. Es justamente esta característica la que permite que los partidos políticos no presenten verdaderos proyectos políticos para equilibrar o dar solución a las problemáticas que aquejan al país, sino que más bien se trata de “lanzar campañas” con grandes actos multitudinarios, donde la música, la gráfica de los candidatos, las pantallas led, los escenarios, el merchandasing, el marketing y los food trucks son protagonistas. Se trata de un sistema que ha evolucionado de regalar un vasito de vino y un fresco de queso y dulce en el bar de la calle Piedras a un sistema que regala pulseritas de tela con el nombre del candidato en una gran fiesta en cualquiera de los lujosos hoteles de la Avenida 9 de Julio. Sin embargo, ambos comportamientos comparten algo: instalar que estos “regalos” provienen de aquel que en las próximas elecciones quieren detentar el poder conferido por el pueblo, provienen de una “persona maravillosa”, de “la única persona que puede mejorar el desastre”, “de una persona que verdaderamente piensa en el pueblo”.
Comportamientos como estos lo único que evidencia es que la política se traduce en una arena de lucha entre personas que discuten o debaten sobre el virtuosismo o los defectos de las plataformas políticas, sino que se trata de una guerra entre los sujetos, una guerra que no tarda en desembarcar en los programas de espectáculos, armando así una gran guerra mediáticas que muchas veces termina en la justicia bajo la carátula “Calumnias” o “Injurias”.
Los estudios de la lógica forma –entendida como disciplina- ha demostrado que cuando los individuos no tienen seguridad sobre su discurso o se interiorizan en que el discurso del otro es extremadamente mejor que el de ellos, su única salida es el ataque personal, esta práctica ha recibido el nombre de falacia ad hominen. Entonces, la historia contemporánea argentina resulta ser la historia de la falacia ad hominen, de hombres y mujeres con conductas maquiavélicas –el fin justifica los medios- y con claras ambiciones de poder.
Lo que inicialmente fue pensado para subsanar los daños del rosismo, en largo plazo se tradujo en la decadencia del sistema político argentino, en la destrucción del poder por el poder mismo, en candidatos que son la figura principal y única de sus partidos políticos, candidatos que son presidentes de sus partidos políticos, candidatos que poseen a un séquito de personas girando a su alrededor. Esto permite concluir en una sola cosa, no hay escisión entre el partido político y la figura del candidato, porque el candidato es el partido político y el partido político es el candidato.
Estas son imágenes que se proyectan a través de los siglos, es la conexión entre aquella solución del siglo XIX y la decadencia del siglo XXI. Aquí no se trata de juzgar a Alberdi porque como habitante del siglo que nos aqueja no conocemos la realidad contextual y las vivencias internas que generaron en el tucumano idear este sistema, de lo único que somos capaces es de reconocer que la solución buscaba erradicar los vestigios de El Restaurador de la Leyes, y dar paso a un Estado.
No podemos juzgar a los hombres de la historia del pasado porque no conocemos sus motivos, pero si podemos someter a análisis y a juicio los actos de los hombres y mujeres de nuestro presente, y de los hombres y mujeres que pretenden gobernarnos, pero que en realidad lo único en lo que piensan es en cómo obtener ese poder y como poder renovarlo en la próxima elección.
La decadencia del poder y de las instituciones se encuentra en el poder mismo, y en el ejercicio que de él se realiza. Lo increíble es como algo tan abstracto como el poder puede derivar en una surte de guerra del todos contra todos, en un estado de naturaleza al mejor estilo de Hobbes.