Caía la noche sobre la casa de la calle Sarmiento 844 en ese lluvioso lunes del 3 de julio de 1933. Eran las 19.21 horas cuando exhaló su último suspiro Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Yrigoyen, “el Doctor” para muchos de sus “correligionarios”, “El Peludo” para sus también muchos detractores. Había muerto el primer caudillo populista de la Argentina.
La casa de la calle Sarmiento 844, donde murió Yrigoyen estaba situada entre las calles Carabelas y Suipacha, de la ciudad de Buenos Aires, una vivienda perteneciente a su sobrino Luis Rodríguez Yrigoyen donde residía desde su liberación el 19 de febrero de 1932, tras un decreto emitido por el presidente de facto José F. Uriburu. Curiosa situación en la cual un presidente de facto amnistiaba a un presidente constitucional que debía ejercer su cargo hasta 1934[1]. Sucesos Cosas a los cuales estamos habituados los argentinos.
Al momento de su muerte era asistido por cuatro médicos, los doctores Izzo, Escudero, Meabe y Tobías, lo acompañaba su hija Helena y la señorita Isabel Menéndez, una joven española que actuaba como secretaria y dama de compañía para la hija del anciano caudillo. Sus correligionarios estaban representados por Marcelo Torcuato de Alvear, su favorito y sucesor, Honorio Pueyrredón y Elpidio González. Completaban el grupo dos amigos que formaban su círculo íntimo el comisario ® Fernando Betancour, perteneciente a la Policía de la Capital, que había formado parte de la custodia presidencial y que oficiaba de guardaespaldas y chofer del exmandatario y su confidente Vicente Scarlatto, un hombre siempre dispuesto a cumplir los pedidos y tareas que le encomendara Yrigoyen.
Aunque toda su vida fue un activo miembro de la Masonería y sentía interés por el espiritismo (tenía amistad con los médium y sanadores Pancho Sierra -1831 – 1891- y su discípula la “Madre María” -María Salomé Loredo y Otaola de Subiza -1854 -1928-), Yrigoyen se confesó con el fraile dominico Álvaro Álvarez Sánchez y recibió la bendición papel de manos de Monseñor Miguel de Andrea. Incluso su cadáver fue amortajado con el hábito de los dominicos.
El gobierno constitucional del general Agustín P. Justo, un radical antipersonalista y ex revolucionario del Parque en 1890, que había llegado al poder gracias al fraude patriótico y a la proscripción del radicalismo yrigoyenista, le negó las honras fúnebres de rigor. No hubo días de duelo nacional ni bandera a media asta. Justo envío al ministro del Interior, el también radical antipersonalista Artemio Melo a darle el pésame a la familia pero no le permitieron ingresar a la vivienda[2].
La conducción del radicalismo se reunió en un comité del centro de la ciudad y organizó los detalles de la ceremonia fúnebre. Yrigoyen fue velado en su casa durante tres días. Delegados de todo el país llegaron a la ciudad de Buenos Aires. Desde Córdoba, el estanciero Barón Biza alquiló un tren para que los correligionarios viajen a la capital. El tren salió envuelto con banderas radicales. A los costados de la locomotora se distinguía un retrato de Don Hipólito y un escudo de la UCR.
Los anti radicales se esforzaban en ignorar la exaltación de los yrigoyenistas. El diario La Prensa habló de la muerte del ex comisario de Balvanera. Ni una palabra para el presidente. El socialista Alfredo Palacios fue uno de los pocos políticos que le rindió homenaje: “Fue un gran ciudadano, cuya honradez y austeridad pueden constituir un ejemplo”. Palabras formales, pero justas.
El jueves 6 de julio el ataúd fue trasladado al cementerio de La Recoleta. A las dos de la tarde el coche fúnebre y los carros ceremoniales estacionaron frente a la casa de la calle Sarmiento. Un escuadrón del regimiento de Granaderos a Caballo se hizo presente para acompañar los restos, pero la animosidad del público contra todo lo que representara al gobierno era muy alta y finalmente debieron retirarse.
El ataúd salió a la calle. Estaban a punto de subirlo a la carroza, pero el fervor de la multitud lo impidió: “A pulso, a pulso…” fue el clamor popular. Los hombres querían honrar a Don Hipólito llevándolo con sus brazos. El traslado desde el centro hasta La Recoleta duró más de cuatro horas. Acompañaron los restos del expresidente más de doscientas mil personas. Nunca la ciudad de Buenos Aires había visto una multitud semejante. Allí estaban todos, los dirigentes y punteros radicales, los compadritos de las orillas y los mismos vecinos de Buenos Aires que tres años antes salieron a la calle para vivar a los cadetes del Colegio Militar que marchaban contra el orden constitucional a las órdenes de Uriburu.
El gobierno nacional anunció que sancionaría a los empleados públicos que no concurriesen a trabajar ese día, pero de todas maneras el ausentismo fue altísimo. Nadie quería estar ausente. El amor, la culpa y la bronca se reflejan en los rostros de esos hombres y mujeres que acompañan al caudillo en su último viaje. La crónica refleja que hubo incidentes que dejaron más de diez heridos y un centenar de personas debieron ser atendidas por desmayos e indisposiciones.
Comenzaba a oscurecer cuando el cortejo llegó a la Recoleta. El ataúd del caudillo radical fue depositado en el “Panteón de los Revolucionarios del Noventa”, una obra del arquitecto Emilio Cantillión, que albergaba además los restos del fundador del radicalismo y tío de Yrigoyen, Leandro N. Alem y que años más tarde recibiría también los restos de otro presidente radical derrocado por un golpe de Estado: Arturo U. Illia. Entre los muchos oradores, Marcelo T. de Alvear su heredero dijo: “No puedo callar la emoción, la profunda melancolía personal al ver partir al amigo que aprendí a querer y admirar durante cuarenta años”. El escritor Ricardo Rojas fue más poético: “Sus enemigos han estado años mordiéndolo con saña y aún no saben que mordieron bronce”, dijo.
A través de los años, historiadores radicales: de Manuel Gálvez a Félix Luna han construido una imagen ideal de “Don Hipólito” que poco tiene que ver con el personaje histórico. Tratemos de entender algunos de estos mitos que forman parte del imaginario popular.
¿MURIÓ POBRE HIPÓLITO YRIGOYEN?
Uno de los grandes mitos sobre Hipólito Yrigoyen es la creencia de que había muerto pobre debido a que donaba sus sueldos, primero como profesor y luego como presidente a la beneficencia pública, y a que se había visto obligador a vender sus bienes para financiar las actividades revolucionarias del radicalismo.
Según el historiador radical Félix Luna: “en la sucesión de Yrigoyen, iniciada el 17 de julio de 1933 por su hija mayor Elena Yrigoyen y que tramitara ante el juzgado civil del doctor Martín Abeleda (secretaria del doctor Antonio Alsina) se denunciaron los siguientes bienes: el campo “Colonia La Delia” situado en Villa Mercedes, provincia de San Luis, adquirido en 1903 y con una extensión de 3.400 hectáreas, el campo “La Victoria” situado en el departamento Pedernera, también en la provincia de San Luis, adquirido en 1904, con una extensión de 6.300 hectáreas; el campo “Charlone” situado en el departamento Capital de la provincia de San Luis, hipotecado, adquirido entre 1903 y 1907, de 16.000 hectáreas; y el campo tomado en arrendamiento “Los Médanos”, en la localidad de Norberto de la Riestra, provincia de Buenos Aires. Además, se denunciaron $60.000.- en bonos del Banco de la Provincia de Buenos Aires y depósitos en diversos bancos por un total de $60.000.-[3] Para tener una referencia de valor debe considerarse que en 1933 con $10.000 pesos podía adquirirse una vivienda en la ciudad de Buenos Aires.”[4]
Es decir que al momento de su muerte, Hipólito Yrigoyen no era precisamente pobre. Tenía en propiedad más de 25.000 hectáreas de campo en las provincias de San Luis, arrendaba otro establecimiento en la provincia de Buenos Aires, seguramente estos campos tenían hacienda y además contaba con $120.000 pesos en efectivo y valores.
EL IDEALISMO Y LA AUSTERIDAD REPUBLICANA DE YRIGOYEN
Don Hipólito siempre es considerado como un político principista, es decir, un hombre atado a grandes ideas morales que no estaba dispuesto a sacrificar para obtener ventajas políticas. “Qué se pierdan mil gobiernos, pero que se salven los principios”, es una de las frases que se le atribuyen y más se recuerda. ¿Era realmente así?
Hipólito Yrigoyen, estudiante de derecho, entró en contacto con la ideas filosóficas del escritor alemán del siglo XIX, Peter Krause.
“En su vida privada y pública -dice su primer biógrafo Manuel Gálvez[5]– Yrigoyen es un perfecto krausista, salvo en su afición a las mujeres. Vestido con ropas oscuras, grave, algo solemne pero sin afectación, no se ríe, habla de cosas abstractas, expresa ideas de la más severa moral. Dentro de su obra de gobernante, el krausismo aparece en su religión de la igualdad humana, en su concepto de la igualdad entre las naciones en su pacifismo, en su política obrera y en la primacía que da a lo espiritual.”
Es así como la ideología radical efectiva termina fuertemente contaminada de un tono notoriamente ético y trascendental. Su énfasis en la función orgánica del Estado y en la solidaridad social representaba un agudo contraste con el positivismo y spencerismo[6] de la elite tradicional y a menudo tenía notables reminiscencias de Krause. La importancia de estas ideas que habitualmente se expresara de manera confusa e incoherente, era que armonizaban con la noción de alianza de clases que el radicalismo terminó por expresar, y que habría sido mucho más difícil de alcanzar si hubiera adoptado doctrinas positivistas.
Hacia el año 1912, Hipólito Yrigoyen se había convertido en un hábil dirigente político.
“Este hombre frío, taciturno -lo describe Carlos de Ibarguren que lo trató-, no mantenía contacto personal con las masas, jamás las arengaba, carecía por completo de dotes oratorias o tribunicias, muy pocas veces se presentaba al público; no preparaba, como lo realizan los demagogos, las manifestaciones populares haciendo conducir a las gentes ordenadas en secciones y aleccionadas hasta en el modo de vitorear; sus agentes no le habían organizado todavía una claque. Y a pesar de todo ello, la muchedumbre, enardecida, estallaba en arrebatadas aclamaciones a este presunto redentor a quien pocos veían y oían.” […]
“Maestro en el arte de engatusar y de tejer, como las arañas, telas hábilmente extendidas para atrapar adeptos y vencer a enemigos, Yrigoyen sabía orientarse con firmeza sin perder la dirección Su lenguaje verbal era muy superior al estilo escrito, más suave y sencillo que éste, dicho con el diapasón de voz a medio tono y con palabras que le eran peculiares.”[7]
Poco a poco obligó a los notables a introducir una reforma electoral que redujera la posibilidad del fraude comicial mediante la amenaza permanente de desatar una rebelión popular. Irigoyen, quien había convertido a la “intransigencia” moral y doctrinaria en una eficaz estrategia política, terminó por acceder al gobierno mediante un “acuerdo” con el presidente Roque Sáenz Peña que abrió al radicalismo la posibilidad de participar en procesos electorales dotados de cierta legitimidad. Al mismo tiempo amplió su control sobre el aparato partidario. Ello fue posible porque desarrolló una enorme capacidad de persuasión personal. Liderazgo político y capacidad para organizar electoralmente a grandes sectores de votantes.
El peculiar estilo político de Yrigoyen de rodearse de misterio y cultivar relaciones personales de lealtades políticas proporcionó al radicalismo buena parte de sus connotaciones morales y éticas originarias, que le permitieron ganar adherentes en una ola de euforia popular. Fue, asimismo, un instrumento importante para la articulación de los diversos intereses que el radicalismo había llegado a representar, un instrumento funcional en lo que respecta al objetivo partidario de reducir las fuentes potenciales de fricción entre sus partidarios y obtener el máximo de apoyo posible en distintas regiones y grupos sociales.
En el año 1912, cuando la Unión Cívica Radical decide abandonar finalmente la política de abstención y sus integrantes comenzaron a postularse como candidatos para las elecciones, la organización del partido aún no había terminado. Era cierto que en la mayoría de las zonas urbanas y rurales de la región pampeana, y aún fuera de ella, existían caudillos políticos de primer y segundo nivel, pero el partido seguía falto de coordinación central. Pese al creciente prestigio de Hipólito Yrigoyen, tampoco existían suficientes dirigentes que contaran con reconocimiento nacional. Algunos de los comités provinciales estaban todavía bajo control de los rivales de Yrigoyen de la época en que el radicalismo era conducido por Leandro N. Alem. Aunque se habían establecido comités partidarios permanentes, fuera de las grandes ciudades no contaban con una organización amplia a nivel municipal. De manera que el rasgo principal del período que va de 1912 a 1916 fue el desarrollo de la organización partidaria.
En este aspecto, la ventaja del radicalismo era la vaguedad. Los objetivos explícitos de los radicales eran pocos y sencillos; los primeros reclamos de un programa de gobierno más detallado fueron rechazados como desviaciones del propósito central. Puesto que “la Causa” debía ganarse el apoyo de toda la nación, no podía incorporar elementos potencialmente divisores. En esta actitud estaba también la razón su posterior rigidez. “La Causa” fue identificada cada vez más con la Nación, de modo que discrepar con el radicalismo, el abanderado de “la Causa”, se hizo equivalente a ser un traidor antinacional. Este dogmatismo totalizante se repetirá en muchos otros momentos de la historia argentina. Los partidarios del radicalismo comenzaron a desarrollar una enfermiza intolerancia hacia la diversidad. Además, el elemento “nacional” de “La Causa” fue contrapuesto al “internacionalismo” de las ideologías dominantes en el movimiento obrero. Los radicales se sentían en gran medida parte de la Argentina histórica, con sus raíces entrelazadas con las tradiciones de los autonomistas y, en cierto modo, más atrás aún, con los federales, aunque eran un factor nuevo en la política argentina -sectores sociales nuevos, nuevas regiones unidas a un centro en expansión, etc.- y como tales, reivindicaban su cuota de participación en el poder.[8]
En síntesis, el enfoque moral y heroico que tenía el radicalismo de los problemas políticos le permitió a la postre presentarse ante el electorado como un partido nacional, por encima de toda distinción social o geográfica. Todos y cada uno de sus opositores se estrellaron contra este obstáculo. Había otros partidos populares, como el Socialista o el Demócrata Progresista, pero ninguno de ellos pudo trascender sus ámbitos de origen en un grado significativo. Aquí Yrigoyen demostró su sagacidad política: luego de 1912 se las ingenió para convertir una confederación de grupos provinciales -como había sido el Partido Autonomista Nacional- en una organización nacional coordinada. Aunque en el pasado los radicales habían subrayado su desagrado por los acuerdos que celebraban las distintas facciones de la elite, ahora Hipólito Yrigoyen aplicó subrepticiamente esa misma técnica en gran escala para ganarse el apoyo de los hacendados provinciales y sus seguidores.[9]
Uno de los rasgos principales del estilo político radical, surge en esta época y se proyecta a través del tiempo hasta llegar -con las lógicas modificaciones- a nuestros días, convirtiéndose en uno de los factores primordiales que han mantenido la inserción popular del radicalismo a pesar de las escisiones, golpes de Estado, proscripciones y represiones sufridas en un casi un siglo de actividad política. Nos referimos a su particular organización local basada en los “punteros de comité”.
El partido de Hipólito Yrigoyen, la Unión Cívica Radical fue la primera fuerza política en comprender que la Ley Sáenz Peña de 1912, al cambiar las reglas del ejercicio comicial imponía nuevas tácticas de proselitismo político.
La política dejó de ser una actividad estacional y se convirtió en una ocupación de tiempo completo. El radicalismo fue el primer partido en crear una extensa y eficiente red de “referentes sociales”, los “punteros” que practicaban la política de cercanía en los barrios ayudando a los vecinos, acercándolos al comité partidario y ejerciendo la forma más elemental de clientelismo barrial.
Los comités radicales fueron los primeros locales partidarios en estar abiertos todo el año y no sólo en los periodos electorales. Además, también fueron precursores en abrir improvisados consultorios médicos y estudios jurídicos donde los profesionales del Partido atendían en forma gratuita a los vecinos humildes. Algunos comités incluso vendían alimentos a precios muy bajos: el “pan radical” o la “carne radical”.
Esta militancia barrial basada en el clientelismo contribuyó a convertir al radicalismo en un partido popular y con apoyo electoral de masas.
En un momento en que no existía ni la radio, ni la televisión y mucho menos redes sociales, en que los diarios se distribuían por suscripción entre la minoría que podía leer y escribir, Hipólito Yrigoyen logró hacerse popular ocultándose de la gente. Aunque fue el primer candidato presidencial en recorrer en tren el país durante la campaña electoral. O al menos recorrió la parte del país donde llegaba el ferrocarril.
Fue precisamente con Hipólito Yrigoyen instalado en el “Sillón de Rivadavia” que el clientelismo se expandió y se convirtió en política de Estado.
El primer mandatario se ocupaba personalmente de atender a las personas que acudían a la Casa Rosada solicitando empleos públicos o favores diversos.
Esta práctica provocaba la formación de largas filas de solicitantes en la Casa de Gobierno y dio origen a la expresión de “hacer la amansadora” con referencia a las largas horas y hasta días de espera que debían soportar los peticionantes antes de ser recibidos por el primer mandatario. Se decía que los solicitantes llegaban llenos de bríos e ínfulas a la antesala presidencial, pero después de días de espera cuando finalmente estaban frente a Yrigoyen se tornaban “mansitos” como gatitos. Hoy, en Argentina cualquier trámite o gestión que demanda realizar largas colas de espera para ser atendido recibe el nombre de “la amansadora”.
Carlos Ibarguren realiza un relato crítico de su larga espera para ver al Presidente: “El espectáculo que presentaba la Casa de Gobierno, a la que yo no iba hacía varios años y que observé al pasar por las salas y pasillos, era pintoresco y bullicioso. Como en un hormiguero la gente, en su mayoría mal trajeada, entraba y salía hablando y gesticulando con fuerza; diríase que esa algarabía era más propia de un comité en vísperas electorales que de la sede del Gobierno.
“Un ordenanza me condujo a una sala de espera, cuya puerta cerrada con llave abrió para darme entrada y volvió a clausurar herméticamente; vi allí un conjunto de personas de las más distintas cataduras: una mujer de humilde condición con un chiquillo en brazos, un mulato en camiseta, calzado con alpargatas, que fumaba y escupía sin cesar, un señor de edad que parecía funcionario jubilado, dos jóvenes radicales que con versaban con vehemencia de política con un criollo medio viejo de tez curtida, al parecer campesino por su indumentaria y acento.
“La puerta volvió a abrirse y el ordenanza me invitó a pasar al despacho presidencial”.[10]
Sobre la forma en que Yrigoyen practicaba el clientelismo hay muchos testimonios en el libro del caricaturista, editor y taquígrafo del Congreso de la Nación Ramón Columba.
Relata Columba, por ejemplo, que una joven que ha concurrido al despacho presidencial solicitando un empleo, luego de recibir un nombramiento, cuando después de leer el papel con su designación mantiene el siguiente diálogo:
“- ¿Profesora de bordado?… Yo no soy profesora ni se bordar, Señor Presidente. Preferiría…
“- No importa, m’hijita, es una ayuda. Le ha de ser fácil aprender”
“El presidente Yrigoyen -agrega Columba- es quien da los no nombramientos y los entrega personalmente. Los ministros no pueden hacerlo. Las vacantes deben ponerse a disposición del “doctor”, así sean de los empleos más modestos de la administración. Con ello Yrigoyen controla la designación de funcionarios y gana el cariño de los favorecidos.”
Sin embargo, no todos los ciudadanos recibían el favor presidencial. Para acceder al primer mandatario había que acreditar, mediante una carta del puntero local, que el peticionario era un buen y fiel “correligionario”. Recordemos que para Yrigoyen el radicalismo era una suerte de religión laica, una causa nacional.
Por lo tanto, para Yrigoyen su Partido estaba antes de todo. Tal como lo testimonia este patético relato de Ramón Columba, en su libro .
“- ¿Cómo está, doctor Yrigoyen? Hace meses que vengo diariamente a las antesalas y recién hoy he podido entrar a verlo, aunque para ello, Señor Presidente, he tenido que pagar doscientos pesos, un gran sacrificio para mi…
“- ¡Cómo es eso! Un momento…
“Hace llamar al Secretario
“- El señor acaba de decir que ha pagado doscientos pesos para verme.
“- Si, Excelencia… ¡Para la Caja del Partido!
“- ¡Ah!… Bueno. Y como obligada compensación, ordena: – Haga hacer enseguida un nombramiento de maestra que necesita este amigo para una hija suya.
“- Muy bien, Excelencia. Y dirigiéndose al postulante, el Secretario agrega: – Señor, antes de retirarse pase por mi oficina a recogerlo.
“- ¡Un millón de gracias, doctor Yrigoyen!, Usted no sabe el gran favor que me hace…
“En la Secretaría:
“¿El nombramiento, señor?
“- Es éste (Se lo muestra y ante el estupor del interesado, el Secretario lo rompe en cuatro pedazos y lo tira al cesto).
“- Para que otra vez no sea indiscreto… – le advierte, y lo despide haciéndolo acompañar con un ordenanza hasta la calle.”[11]
Después de Yrigoyen el clientelismo dejó de ser una práctica exclusiva del radicalismo para convertirse en una política de Estado siempre que la Argentina tuvo gobiernos populistas.
¿HASTA DONDE LLEGABA EL POPULISMO DE YRIGOYEN?
Curiosamente, durante el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen, el primer presidente elegido por el voto popular, tuvieron lugar las más brutales represiones contra los obreros que registra la historia argentina. Las noticias del triunfo de la Revolución Bolchevique, en octubre de 1917, impactaron fuertemente en el ánimo de los obreros inmigrantes que en Argentina soportaban duras condiciones de trabajo -muchas veces sufrían abusos y la explotación económica- impulsándolos a la rebelión. Además, la Federación Obrera Regional Argentina controlada por los anarquistas y socialistas revolucionarios incentivaron el malestar de los obreros para llevarlos a acciones confrontativas.
Por otro lado, el temor a una revolución obrera también llevó a la constitución de la Liga Patriótica que actuó como una fuerza parapolicial al servicio de los patrones que se negaban a hacer cualquier tipo de concesiones y agudizó la violencia.
Yrigoyen sufrió huelgas revolucionarias en la “Semana Trágica” de enero de 1919; las huelgas en la Patagonia de 1920 a 1922 y de la empresa británica “La Forestal” en el norte de la provincia de Santa Fe, en 1922, donde se asesinaron impunemente a centenares de obreros.
Recordemos, que en esa época no existían equipos antimotines. Las manifestaciones se disolvían a sablazos en cargas de caballería. No había ni gases lacrimógenos ni balas de goma, mucho menos bastones o escudos. Ante un desborde de los manifestantes debía apelarse a los bomberos que iban armados con fusiles Mauser o directamente al Ejército. Además, en ese entonces, las armas de fuego y las municiones eran consideradas herramientas y los civiles las podían adquirir en los almacenes de ramos generales o en la ferreterías sin ningún otro requisito del que necesitaban para comprar un hacha, un martillo o una pala. Es decir, que los obreros revolucionarios también disponían de armas de fuego para enfrentar a la policía.
Lo concreto es que Hipólito Yrigoyen fue el presidente constitucional que más duramente reprimió a los obreros y durante su gobierno tuvieron lugar las mayores matanzas de trabajadores.
YRIGOYEN Y LAS MUJERES
Un aspecto que habla de los límites morales de Don Hipólito es el trato que dio a las mujeres con las cuales se vinculó sentimentalmente a lo largo de su vida y especialmente a los hijos que nacieron de esas relaciones. Muchos hombres públicos de la Argentina tuvieron relaciones extramatrimoniales que originaron hijos. Pero en la mayoría de los casos los reconocieron como hijos o al menos se ocuparon de su seguridad económica o de darles un lugar en la sociedad. Entre ellos podemos citar a Manuel Belgrano, Domingo Faustino Sarmiento, Julio Argentino Roca e incluso Leandro N. Alem.
Hipólito Yrigoyen fue el único presidente argentino que fue soltero, que permanentemente ocultó a sus parejas obligándolas a vivir en la clandestinidad social, aún cuando se trató de mujeres solteras o viudas de su mismo (o incluso mejor) posición social con las cuales muy bien podría haber formado una familia pública y estable pero se negó pertinazmente a hacerlo.
Nunca convivió en forma estable con ninguna de ellas, aunque solía pasar algún período de vacaciones en el campo con ellas, lejos de las miradas indiscretas. Tampoco nunca reconoció a ninguno de sus hijos extramatrimoniales y mantuvo relaciones distantes con ellos. Si alguna persona de su cercanía preguntaba por ellos solía adjudicar su paternidad a su hermano Martín.
En 1872, su tío diputado de la legislatura de la provincia de Buenos Aires lo hizo nombrar comisario de la sección de Balvanera, tiene tan sólo veinte años. En esa época, Balvanera constituía parte de los arrabales de la ciudad de Buenos Aires que era una zona de cuchilleros, compadritos y prostíbulos donde la población humilde convivía con los malvivientes. Yrigoyen llevaba casi seis meses en el cargo cuando la denuncia de una vecina casi provoca su despido. La mujer denunció, lo que hoy se considera un hecho de “acoso sexual”. La víctima denunció que el joven comisario le había hecho proposiciones “románticas”. Finalmente, sus influencias políticas le permitieron salir del incidente con solo un apercibimiento.
Hipólito permaneció como comisario tan sólo cinco años, en las elecciones provinciales de 1877 se vio involucrado en un tiroteo. Los comicios debía cerrar a las 18.00 horas. Alem, que trataba de renovar su mandato como diputado, estaba controlando la votación en la Parroquia de Balvanera cuando le avisaron que estaba por llegar un carruaje lleno de opositores para dar vuelta la elección. Entonces el caudillo autonomista del “que se rompa pero no se doble”, ordenó adelantar el reloj de la torre de la Iglesia y cerró la votación. Poco después llegaron los opositores que no aceptaron la maniobra fraudulenta y la disputa generó una violenta balacera con muertos y heridos. Alem e Yrigoyen se involucraron en el tiroteo, perdieron la elección y Don Hipólito tuvo que dejar su cargo de comisario. La Corte Suprema de Justicia de la Provincia de Buenos Aires lo exonero por exceso de autoridad.[12]
En marzo de 1881, siendo diputado de la Nación, elegido en la misma lista del Partido Autonomista Nacional que llevó a la presidencia a Julio A. Roca, fue también nombrado titular de las cátedras de Historia Argentina, Instrucción Cívica y Filosofía de la Escuela Normal de Maestras. Tenía 29 años y, aunque era estudiante de la carrera de abogacía (donde fue aceptado como alumno gracias a un permiso especial otorgado por el Decano de la Facultad de Derecho debido a su condición de comisario de la Policía de la Capital), nunca había recibido una educación formal completa. Tampoco hay constancias de que haya completado sus estudios de abogacía, nunca presentó o defendió su tesis (tampoco se conoce el título de la misma) ni se le expidió el título de abogado.
También durante su desempeñó como docente lo acompañaron rumores de amoríos con colegas y alumnas, tal como años después atestiguó una de sus alumnas ilustres la doctora Alicia Moreau de Justo.
En forma concreta, la primera pareja estable de Yrigoyen fue Antonia Pavón, hija de un agente de policía, que vivía con los Alem desde los diez años cumpliendo funciones de empleada doméstica. Antonia había nacido en 1862, es decir, era diez años menor que Hipólito y a los dieciséis años se convirtió en madre. El 2 de septiembre de 1878, nació una niña que llamaron Elena y que no fue bautizada hasta once años después, sus padrinos fueron sus tíos paternos Martín y Amalia Yrigoyen.
La relación entre Hipólito y Antonia Pavón duró hasta 1880. La joven se enteró que Yrigoyen tenía otra mujer instalada en una casa y que además estaba embarazada. Así que dejó la casa de los Alem y a la niña de entonces dos años con su padre.
De todos los hijos que tuvo Hipólito Yrigoyen a la única que dio tratamiento de hija, presentándola públicamente como tal, aunque nunca la reconoció legalmente como hija fue a Elena, quien nunca se casó y dedicó toda su vida a cuidar a su padre.
Después de dejar la casa de los Alem, Antonia Pavón, intentó en varias ocasiones ver a su hija y a Hipólito pero estos se negaron terminantemente a recibirla.
La segunda pareja estable, fue con Dominga Campos, una niña de sociedad, hija de un coronel expedicionario del Desierto con el general Roca, que además había estudiado en el “colegio de las señoritas Miller”, donde aprendían las primeras letras las damitas más selectas de Buenos Aires.
En ese entonces, Dominga tenía diecisiete años mientras que Yrigoyen rondaba los treinta y seis años. Pronto la joven quedó embarazada y fue repudiada por su familia que no aceptaba su relación clandestina con Yrigoyen.
En ese entonces, Hipólito era diputado de la Nación e instaló a la joven en una casa que alquiló para ella en la calle Ministro Inglés (más tarde Canning y hoy Raúl Scalabrini Ortiz). Allí, el 27 de octubre de 1880, nació su primer hijo al que llamó Eduardo Abel Campos. Nuevamente Yrigoyen se negó a reconocer la paternidad del niño. Dominga y el bebe vivían solos. Hipólito cenaba con ellos todas las noches y luego regresaba a la casa de los Alem donde vivía con su pequeña hija Elena.
El 26 de enero de 1882, Dominga parió a una niña a la que llamó Sara Dominga Campos. En los años siguientes, Dominga dio a luz otros dos niños que murieron poco después de nacer probablemente porque la madre padecía una tuberculosis muy avanzada.
Por esos años, Yrigoyen dejó la política para dedicarse por entero al arredramiento de campos donde compraba ganado flaco para engorde y reventa a los frigoríficos ingleses, actividad donde mostró gran capacidad empresarial. Eran años de mucha prosperidad en Argentina y Hipólito era un hombre austero y ahorrativo que supo aprovecharlos.
La actividad agrícola obligaba a Yrigoyen a pasar grandes períodos en el campo. Mientras tanto, Dominga, en la ciudad, con apenas veinticinco años enfrentaba la marginación y el desprecio de la gente de su medio social y de su propia familia salvo sus hermanos Florencio y Carmen Campos que siempre la acompañaron. Recibía puntualmente mes a mes las remesas de su pareja pero estaba muy sola y enferma.
Finalmente, Dominga falleció, en 1890, sola en las Sierras de Tandil donde se había trasladado con la esperanza de recuperar la salud. Tenía solo 28 años y había pasado los últimos diez junto al futuro caudillo radical.
En 1893, Hipólito Yrigoyen conoció a Aloysia Stephanie Baccichi, viuda del escritor y estanciero Eugenio Cambaceres. Aloysia, que prefería que la llamaran Luisa había nacido en Trieste, en ese entonces a Austria en 1855, tenía 38 años y era viuda desde hacía cuatro años y tenía una pequeña hija: Rufina Cambaceres, que moriría trágicamente a los diecinueve años.
Hipólito la conoció cuando la visitó para arrendarle un campo de 13.000 hectáreas denominado “El Quemado” en la localidad de Las Flores.
Para estar cerca de una nueva enamorada, Hipólito Yrigoyen arrendó una modesta casa en la calle Brasil a cuatro cuadras del “palacete” que la dama ocupaba en la avenida Montes de Oca 269. De esa relación el 7 de marzo de 1897 nació un niño: Luis Herman Baccichi que de adulto adoptó el nombre de Luis Herman Yrigoyen aunque el caudillo nunca lo reconoció como hijo suyo y, a diferencia de sus medio hermanos Elena, Eduardo y Sara, nunca se presentó a la justicia para aclarar su paternidad ni participó de la sucesión de su padre.
Luis Herman Yrigoyen (1897 – 1977) fue un destacado ingeniero agrónomo y botánico que hizo carrera en la diplomacia. Fue cónsul en Berlín durante la Segunda Guerra Mundial y embajador en Uruguay y la República Federal Alemana durante los gobiernos radicales.
Luisa Biccichi fue la última pareja conocida de Don Hipólito. Siempre la mantuvo en las sombras aunque la visitaba todos los días y juntos compartían largas estadías en el campo “El Quemado”.
El 12 de junio de 1924, falleció Luisa Baccichi había compartido silenciosa y ocultamente treinta años de la vida de Yrigoyen y le había dado un hijo. Cuando falleció ni una nota necrológica apareció en los diarios, ni siquiera una aviso fúnebre. Yrigoyen la ocultó aún en su muerte.
La evidencia más clara de la doble moral de Yrigoyen es su actitud frente al divorcio. Yrigoyen era flexible y tolerante con él mismo y con sus partidarios y principista en lo que hace a los asuntos públicos.
En 1922, la Cámara de Diputados de la Nación comenzó a tratar la ley de divorcio. En esa oportunidad, Yrigoyen consideró necesario dirigirse por escrito a la Honorable Cámara fijando la posición del Poder Ejecutivo ante tan trascendental cuestión. “El tipo ético de familia -decía el escrito de Yrigoyen- que nos viene de nuestros mayores ha sido la piedra angular en que se ha fundado la grandeza del país; por eso, el matrimonio, tal como está preceptuado, conserva en nuestra sociedad el sólido prestigio de la normas morales y jurídicas en que reposa”.
“El Poder Ejecutivo deja así expresado sus pensamientos inspirados en la defensa de la estabilidad y armonía del hogar, fuente sagrada y fecunda de la patria.”[13]
Tal como puede apreciarse, Hipólito Yrigoyen fue uno de los hombres públicos más relevantes de Argentina en el siglo XX, cofundador de uno de los dos partidos políticos más importantes del país. Fue también un caudillo de masas antes de aparecieran los medios modernos de comunicación, que curiosamente se hizo célebre rodeándose de misterio y ocultando su vida a sus partidarios y opositores.
Sus partidarios siempre lo han presentado como un hombre fiel a los más elevados principios morales pero, las evidencias históricas nos muestran otra cosa. Hipólito Yrigoyen fue, por sobre todas las cosas, un político más convencido que lo que era bueno para su partido era bueno para el país. Un hombre con sus grandezas y sus miserias, no muy diferente de quienes le sucedieron en el sillón de Rivadavia y de aquellos que forman nuestra actual clase política.
[1] LUNA, Félix: Yrigoyen. Ed. El Coloquio. 3ra. Edición Buenos Aires 1975. P. 419.
[2] ALANIZ, Rogelio: Muerte de Hipólito Yrigoyen. Artículo publicado en http://rogelioalaniz.com.ar/muerte-de-hipolito-yrigoyen. Buenos Aires 25 de julio d 2016.
[3] LUNA, Félix: Ob. Cit. P. 58. Araceli Bellota en su libro: Los amores de Irigoyen. Ed. B de Bolsillo. Bs. As. 2012. P. 199. Consigna los mismos datos con una leve diferencia en el monto de dinero depositado en otros bancos.
[4] ADQUIRIR UNA VIVIENDA: En 1940, el abuelo del autor, un inmigrante gallego adquirió por $9.400.- una vivienda de tres habitaciones, patio, baño y cocina en la calle Carrasco 660, entre las calles Morón y pasaje Hinojo, en el barrio de Floresta, sobre un lote de 20 metros de frente por 50 metros de fondo.
[5] GÁLVEZ, Manuel: Vida de Hipólito Yrigoyen. El hombre del misterio. 4ta Edición. Ed. Tor. Buenos Aires, 1951. P. 51.
[6] SPENCERISMO: Teorías basadas en las ideas del ingeniero ferroviario convertido en sociólogo Herbert Spencer (1820 – 1903). Las principales premisas que sustentaba Spencer se pueden resumir en: la no intervención del estado limitando su función a mantener el orden público y a garantizar la propiedad privada, ha de dejar que las leyes naturales actúen a través de la selección natural del más fuerte y selección de las especies superiores mediante la libre competencia; abolición de todas las políticas de bienestar (Ley inglesa de pobres de 1884), enfatiza que es la familia la que ha de realizar funciones de protección liberando al estado de la carga; promueve la lucha contra el comunismo y el estado de bienestar ya que suponen otra forma de despotismo sobre las libertades individuales.
[7] IBARGUREN, Carlos: La historia que he vivido. Ed. Dictio. Buenos Aires, 3ra Edición 1977. Ps. 426 y 430.
[8] CRAWLEY, Eduardo: “Una casa dividida: Argentina 1880 – 1980”. Ed. Alianza. Bs. As. 1987. Pág. 49.
[9] CRAWLEY, Eduardo: Op. Cit. Pág. 53.
[10] IBARGUREN, Carlos: Ob. Cit. P.
[11] COLUMBA, Ramón: El Congreso que yo he visto 1906 – 1943. Ed. Columba. Buenos Aires 1974. P. 234
[12] LUNA, Félix: Ob. Cit. Ps. 34 y 35.
[13] BELLOTA, Araceli: Ob. Cit. P. 123