Los más reputados autores de la Ciencia Política contemporánea, pasando desde los más conocidos como Weber, Arendt o Bobbio a los olvidados en la historia, pondrían como objeto de estudio a España. Lo que viene sucediendo en nuestro país, en los últimos años, es muy complejo de analizar y no responde a ningún patrón clásico.
Lo que sucede día a día en la política catalana, su reflejo en la española y las propias derivas de la política española crean una sensación agotadora. Como de haber caído en la casilla de castigo y tener que permanecer en ella hasta que llegue una nueva ficha de color diferente y nos libere.
El desconcierto nos lleva a no saber si estamos ante procesos políticos, que habrá de teorizarse siguiendo las pautas clínicas de alguna patología psiquiátrica o, por el contrario, el problema en que nos vemos inmersos no es político sino derivado de la naturaleza humana de nuestro tiempo.
Podríamos poner ejemplos que, sacados de contexto, serían difíciles de entender, pero en la realidad española todo toma sentido, aunque parezca imposible desde la teoría política:
La imposibilidad para poder dar una salida normal y lógica a la Presidencia de Cataluña, donde un expatriado, un preventivo y un imputado son las mejores ofertas para gobernar “las cosas del comer” de los catalanes.
Donde intentar mantener y prorrogar, sine die, los presupuestos públicos que afectan a cuarenta millones de personas es acción política de gobierno y no lo contrario (desgobierno).
Los pensionistas que toman las calles en una manifestación de hastío y miedo ante su futuro, a la que dentro de poco se sumarán, de nuevo, los más jóvenes de nuestra sociedad por las mismas razones, se les ofrecen ocurrencias.
Cuando se va tomando conciencia de que las brechas de género, salariales y condiciones de vida se van agrandando y se responde con frases estereotipadas.
Los docentes universitarios y los investigadores que claman por su precariedad, siendo el capital humano del futuro; y por ende se observa un retroceso en el perímetro de la libertad….
Nada de ello cabe en un entendimiento correcto de lo que es la política y lo que de ella debe ser trasladado a los ciudadanos.
Estamos entrando de nuevo en un escenario de degradación de lo político como forma de encontrar soluciones a los problemas que nos son comunes como ciudadanos. La gestión de lo público sigue cediendo ante el tactismo electoral a medio plazo, prescindiendo de manera absoluta de su sentido teleológico que es armonizar, cohesionar y dar certidumbre a mujeres y hombres.
La pregunta que debe hacerse es: ¿dónde puede encontrarse la solución o qué hay que hacer para erradicar el problema? Lo difícil es tener una respuesta y va siendo urgente. Es difícil pensar que el problema es la política, pues ello sería tanto como decir que el problema es la humanidad. En este caso, la humanidad española. En términos “arendtianos” sería culpabilizar de ello a la condición humana y en este caso sería decir a la condición política de aquellos que gustan de auto titularse así o verse complacidos de ser llamados políticos.
Bueno sería que antes de mostrarse como tal y sobre todo ofrecerse bajo esa denominación, hicieran un paseo lector por los clásicos. Plutarco y sus “Consejos Políticos” es un buen comienzo antes de iniciarse en el denostado Maquiavelo, del que maquiavelismo no deriva de lo que él escribió, sino de lo que de él algunos entendieron y peor, lo que otros escucharon. Pues bien, el politólogo griego atribuía tres requisitos esenciales en el político: uno, tener el liderazgo y reconocimiento de sus partidarios; dos, el seguimiento del pueblo y, en tercer lugar, tener, por sí mismo, qué decir y hacer para mejorar la ciudad. Este test no es superable por muchos en la actualidad. Además, podríamos hoy añadir que el político tendría que tener la condición de saber interpretar cuál es el sentir de la ciudadanía a la que pretende gobernar para que no se termine produciendo la disociación en cuáles son las aspiraciones “del pueblo” y las que constituyen la acción de gobierno.
La actual crisis de representación que viven las sociedades occidentales obligaría a que estos requisitos fueran inexcusables en la vida pública. Es la única fórmula para evitar la desafección y, sin duda, pondría freno a esa temeridad de trasladar a la comunidad la cada vez más peligrosa creencia de que en democracia todo vale con el simple hecho de tener el reconocimiento de los votos que, siendo una de las bases esenciales de la convivencia democrática, no es la única.
En definitiva, no se trata de volver siglos atrás a la aristocracia de los sabios, pero sí tratar de dotar al sistema político de un mayor grado de calidad democrática.
Creo que a nadie le puede caber duda de que ello pasa por una profunda reforma del sistema de partidos, consiguiendo que estos sean verdaderos instrumentos ideológicos de la sociedad; formando opinión; conduciendo la voluntad “del pueblo” y propiciando la participación de la ciudadanía para que la política sea manifestación real de sus problemas y sus soluciones. La vía de la aristocracia de “los políticos” ya ha sido probada y nos hunde en el abismo en lugar de sacarnos de él.