El período entre ambas guerras mundiales, 1918 – 1939, marca la era dorada del fascismo. Regímenes fascistas prosperaron y se expandieron como hongos después de la lluvia en la muy civilizada Europa y difundieron su ideario con diverso éxito por América y Asia.
Detener el delirio fascismo costó veinticinco millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial.
De igual modo la llegada del siglo XXI marca el tiempo del auge del populismo. Los regímenes populistas que hasta hace pocos años se consideraban un mal endémico de los países del Tercer Mundo gracias a la modernidad líquida han desbordado sus límites territoriales contagiando con sus patógenos a las sociedades tecnotrónicas del mundo desarrollado.
Así aparecieron líderes populistas como Donald Trump, el británico Boris Johnson, los españoles Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, el turco Recep Tayyip Erdo?an o el húngaro Víktor Orbán que se sumaron a los populistas latinoamericanos: Nicolás Maduro, Daniel Ortega, Evo Morales, Rafael Correa, Cristina Fernández de Kirchner o Jair Bolsonaro.
Los graves incidentes producidos el pasado 6 de enero en el Capitolio de los Estados Unidos son una clara evidencia de los riesgos que implican los líderes populista.
“El líder populista -nos dice Enrique Krauze- arenga al pueblo contra el no pueblo, anuncia el amanecer de la historia, promete el cielo en la tierra. Cuando llega al poder, micrófono en mano, decreta la verdad oficial, desquicia a la economía, azuza el odio de clase, mantiene a las masas en continua movilización, desdeña los Parlamentos, manipula las elecciones y acota las libertades”.
Los más sorprende del fenómeno populista posiblemente sea la existencia de grandes sectores de la población dispuestos a abandonar toda racionalidad para creer fanática y violentamente las consignas de la propaganda populista.
En el caso de los seguidores del presidente Trump que asaltaron el Capitolio de Washington se movilizaron convocados por el “stop the steal”. La afirmación de que el presidente no había perdido las elecciones presidenciales del pasado mes de noviembre sino que fue víctima de un fraude monumental por parte de Joe Biden y el Partido Demócrata.
Allí se reunieron militantes de diversos grupos extremistas. Desde los miembros de la derecha alternativa, los racistas de la supremacía blanca, miembros de los “Proud Boys” y fanáticos creyentes en las disparatadas profecías de Q. Los partidarios de Qanom sostienen las afirmaciones de un personaje del cual nadie sabe su identidad pero que sostiene la existencia de una conspiración de caníbales pedófilos liderados por el financista George Soros, Hilary Clinton, Bill Gates y Barack Obama.
Según Qanom, solo Donald Trump puede terminar con esa conspiración y castigar a los culpables llevando a cabo “La Tormenta”, o sea, la detención de miles de estos caníbales en Guantánamo.
Todos los líderes populistas se caracterizan por construir un discurso político propio y exótico. No hay entre ellos una argumentación común. Algunos líderes populistas son marcadamente estatistas mientras que otros tienen posiciones promercado. Hay quienes postulan el antiimperialismo y defienden el socialismo de Estado otros son marcadamente anticomunistas, nacionalistas, militaristas, xenófobos y patrioteros. Los hay homofóbicos, machistas y misóginos frente a quienes defienden la ideología de género, el feminismo y el derecho al aborto.
Pero, todos pretenden perpetuarse en el poder, son autoritarios, practican el nepotismo más descarado y abusan el culto a la personalidad y el führerprinzip.
No importa lo disparatado e incoherente del discurso de un líder populista sus seguidores los aceptarán como una verdad revelada sin discutirlo ni revisarlo racionalmente.
Maduro dirá que habla con el alma del “presidente eterno” Hugo Chávez Frías, transformado en un pájaro. Bolsonaro afirmará que el Covid 19 es solo una “gripezinha”. Donald Trump afirmará que Barack Obama no nació en los Estados Unidos o que “los migrantes mexicanos son violadores y algunos, asumo, son buenas personas”. Mientras que Cristina Kirchner considerará a la soja como “un yuyo”. Digan la barbaridad que digan sus partidarios escucharán sus dislates sin horrorizarse o dejar de apoyarlos incondicionalmente.
En Argentina, por ejemplo, los partidarios del populismo kirchnerista son particularmente ciegos ante las claras evidencias de las mentiras e incongruencias del gobierno que apoyan.
Condena a Mauricio Macri por ser un millonario que se dedicó a la política. No piensan que tanto Cristina Fernández de Kirchner como su hijo Máximo poseen una fortuna igual o mayor que la del expresidente. Tampoco reconocen el hecho de que mientras que Macri llegó a la política cuando era un empresario exitoso y millonario, los Kirchner, por el contrario, nunca ejercieron ninguna otra profesión o actividad económica que la de ser políticos profesionales rentados por el Estado. Una profesión que les ha permitido acumular una cuantiosa fortuna.
También creen firmemente que un Estado que ha fracasado reiteradamente en el cumplimiento de sus funciones básicas y esenciales: tales como garantizar la salud y la educación pública, el mantenimiento de las rutas nacionales o la seguridad de los habitantes frente al delito, será más eficiente como administrador y empresario que los empresarios privados que arriesgan su propio capital y trabajo.
Muchos funcionarios, intelectuales, artistas y docentes kirchneristas defienden denodadamente a la “escuela pública” pero envían a sus hijos a las más exclusivas y costosas escuelas y universidades privadas que pueden costear.
Son los mismos que viven denunciando al imperialismo yanqui y que, a la primera oportunidad, salen corriendo a vacacionar y comprar en Miami.
Son como su líder Cristina Kirchner que critica y pretende suprimir a la medicina privada, impidiendo a los argentinos la posibilidad de elegir que médico y en que establecimiento atenderse, pero que cuando necesito tratamiento médico ella y su hijo se atendieron en las mejores clínicas privadas y no en el hospital público.
En verdad las incongruencias del populismo kirchnerista son muchas: dirigentes sindicales que en realidad son ancianos empresarios que hace mucho tiempo han superado la edad máxima de retiro, gobernadores eternizados en el gobierno de provincias empobrecidas, o la creencia de que se puede instaurar un sistema asistencial generalizado y prolongado en el tiempo sobre la base de la asfixia fiscal del sector privado, único realmente productivo.
Precisamente, allí reside el mayor peligro que el populismo presenta a las sociedades contemporáneas. No es el autoritarismo o las restricciones a las libertades individuales que en un caso extremo y transitorio podrían sacrificarse en aras de un bienestar general. El problema radica en que el populismo no proporciona ningún bienestar al pueblo. Es un régimen de gobierno ineficaz y estéril que solo multiplica la pobreza, la marginalidad y el atraso de las sociedades que toca. El bienestar, la riqueza y los privilegios se acumulan exclusivamente en la camarilla gobernante.