“Vea, vea, vea, que manga de boludos votamos a una muerta, una puta y un cornudo” gritaban desafiantes miles de gargantas juveniles. El viejo caudillo volvía al balcón que había sido escenario de sus mejores momentos políticos tras una forzada ausencia de dieciocho años. Era su reencuentro con el pueblo peronista. Un reencuentro que estaba demostrando no ser todo lo dulce que él tantas veces había soñado en las largas tardes de su exilio madrileño. La juventud maravillosa no venía a gritar “la vida por Perón” sino a cuestionar por qué estaba “lleno de gorilas el gobierno popular”.
Perón reaccionó como solía hacerlo cuando era desafiado. Antes que nada el anciano caudillo era, y lo había sido toda su vida, un militar acostumbrado a mandar y ser obedecido. Además no era un militar cualquiera, era un “general de la Nación”, en verdad de dos naciones a la vez –Argentina y Paraguay-, además era el líder de un movimiento político que había hecho del “verticalismo” –es decir de la subordinación absoluta a su conductor– una de sus características más sobresalientes. Por lo tanto, no iba a tolerar abiertas insubordinaciones de sus seguidores.
Con el rostro encendido por la indignación, Perón disparó: “Estúpidos”, “Imberbes” e inmediatamente advirtió que “aún no había tronado la hora del escarmiento”. En realidad el escarmiento habían comenzado a darlo los parapoliciales de la Triple A, con una bomba al senador radical Hipólito Solari Yrigoyen, pero el anciano general omitió cualquier referencia a ello.
Las palabras del septuagenario caudillo sonaron como un cachetazo en los oídos de los jóvenes de la Tendencia Revolucionaria del peronismo, que hasta unos pocos meses antes, habían imaginado que Perón los conduciría a una “Patria Socialista” similar a la que había construido Fidel Castro para el pueblo cubano.
Ahora, contundente y brutal, Perón los despertaba de sus sueños infantiles. No habría revolución ni liberación nacional, la patria no sería socialista sino peronista y ellos no eran más la “juventud maravillosa” sino los “infiltrados”. Algo aturdidos, bajaron la cabeza, mordieron su rabia, enjuagaron alguna lágrima de indignación y comenzaron a abandonar lentamente la histórica plaza. Dejaban atrás su inocencia política y muchas ilusiones. No es aventurado imaginar que entre aquellos jóvenes veinteañeros que arrastraban desalentados sus banderas se encontraban Néstor Kirchner, Cristina Fernández, Dante Gullo la por entonces diputada nacional por la Juventud Peronista, Nilda Garre y otras figuras del gobierno actual.
En Argentina había comenzado el reflujo de masas en el campo popular que desembocaría en la tragedia del 24 de marzo de 1976.
En adelante el 1º de mayo de 1974 sería recordado como el día que Perón hecho a los Montoneros de la Plaza.
PERON Y LOS MONTONEROS: UNA HISTORIA DE DESENCUENTROS
La relación que Perón mantuvo con los sectores de la Tendencia Revolucionaria siempre fue una suerte de matrimonio de conveniencia donde cada parte sospechaba de la otra y confiaba en que a la larga impondría a ésta sus condiciones.
Las mentes más esclarecidas en la conducción de Montoneros no se habían engañado nunca sobre la verdadera naturaleza del peronismo. Consideraban a Perón como un político burgués, un populista autoritario, en el fondo con ideas algo conservadoras, cuyo mayor mérito había sido traducir con éxito las técnicas de propaganda y organización estatal del fascismo mussoliniano a la realidad y cultura argentinas. Sin duda, un mérito que no era menor.
Comprendían que el peronismo no era un partido basado en la lucha de clases, sino en una inestable alianza entre el movimiento obrero y la burguesía industrialista nacional arbitrada y controlada desde el Estado. Es decir, un movimiento tibiamente reformista que como advirtiera su conductor se proponía llevar a cabo una revolución con tiempo y no con sangre.
No obstante, los Montoneros confiaban que el tiempo y la biología estaban a su favor. Creían en su capacidad para forzar a Perón hacia posiciones gradualmente más revolucionarias. Tenían un gran poder de movilización, controlaban la calle y contaban con un importante aparato militar, además eran jóvenes y podían esperar. Más temprano que tarde, Perón moriría dejando a la masa popular en un estado de orfandad política. En ese momento, ellos se presentarían a cobrar su inversión, como herederos de Perón.
Juan D. Perón, por su parte, había vivido el Mayo Francés del 68 desde Europa y sabía muy bien con quienes trataba, pero los necesitaba como una pieza más -no la única y ni siquiera la principal- en su armado estratégico. Confiaba que con el tiempo el peronismo terminaría por digerir los ímpetus revolucionarios de estos jóvenes en el “trasvasamiento generacional” que seguiría a su muerte. Esperaba cooptar a los dirigentes más lúcidos a fuerza de cargos y prebendas y marginar solo a los elementos más radicalizados. Perón creía que había un lugar dentro del peronismo para estos “muchachos” siempre que no sacaran las manos del plato.
El problema surgió por la incapacidad de la Tendencia Revolucionaria de llevar a cabo un proceso de acumulación de poder sin entrar en conflicto abierto con el liderazgo de Perón.
En la década de 1970 dos estrategias revolucionarias dividían a la izquierda argentina. Por un lado, estaban los “movimientistas”, como Nahuel Moreno -es decir, Hugo Brezzano-, que sostenían la necesidad de construir un gran “partido de masas” como requisito previo al inicio de la lucha armada y la toma del poder. En otras palabras, los que ponían el trabajo político por encima de las acciones militares.
Por el otro lado, estaban quienes defendían la estrategia conocida como “foquismo”, cuyos principales teóricos eran Fidel Castro, Ernesto Che Guevara y Regis Debray. Esta estrategia postulaba que era suficiente con crear un “foco revolucionario” –desarrollando una guerra de guerrillas en un área rural alejada- para encender la revolución en todo el país y tomar el poder. Hacia esta última posición se orientaron los líderes del Partido Revolucionario de los Trabajadores y su Ejército Revolucionario del Pueblo, Roberto “Roby” Santucho y el “pelado” Enrique Gorriarán Merlo.
Dentro de la Tendencia Revolucionaria convivían partidarios de ambas estrategias, el debate fue intenso y apasionado, pero finalmente se impuso la visión foquista de la Conducción Nacional en manos de Mario Firmenich, Roberto Quieto, Fernando Vaca Narvaja, Cirilo Perdía y otros jóvenes partidarios de una salida militarista.
Estos últimos tomaron la decisión de acelerar el proceso revolucionario presionando a Perón con declaraciones en favor de la creación de milicias populares, ocupaciones de dependencias públicas, movilizaciones populares e incluso acciones armadas como el asesinato del Secretario General de la CGT, José Ignacio Rucci, pocas horas después de que Juan D. Perón fuera elegido presidente constitucional por tercera vez.
Perón había reconocido los servicios que prestaran para su retorno estos sectores combativos. Les concedió cargos en las gobernaciones de provincias claves –Bs. As., Córdoba, etc.-, bancas en la Cámara de Diputados, el control del ministerio de Educación y de las universidades. Una importante cuota de poder, que no obstante pareció insuficiente a los dirigentes de la Tendencia.
En realidad, el problema residía en la inexperiencia política y la absoluta incapacidad para construir poder que evidenciaba la conducción de la Tendencia Revolucionaria. Los cuadros juveniles eran excelentes para movilizar a sus partidarios, idear consignas para los actos y llevar a cabo otras acciones de agitación callejera. Pero su análisis de la realidad era infantil, no fueron capaces de crear canales de comunicación con la dirigencia política y en muchos casos se enteraron de lo que ocurría en el gobierno del que formaban parte –al menos en teoría- por los diarios.
Además, su soberbia y omnipotencia los hacía creer que cualquier acontecimiento que evidenciaba una derrota para ellos, o bien no era una derrota o no era producto de un error de cálculo de su parte. En síntesis, carecían de toda posibilidad de autocrítica.
Cuando se hizo evidente que Perón respondía a cada provocación recortando el poder que les había otorgado: destituyó a Rodolfo Galimberti de su cargo de Secretario de la Juventud en el Consejo Superior del Justicialismo, los marginó de la comisión que organizó el retorno definitivo de Perón, permitió la salvaje balacera del 20 de junio en los bosques de Ezeiza, desplazó a Héctor J. Cámpora con quien Montoneros tenía una fluida relación, intervino la UBA con una figura de ribetes nacional facistóides como Alberto Ottalagano, desplazó al Teniente General Jorge Raúl Carcagno y al coronel Juan Jaime Cesio artífices del “Operativo Dorrego” que llevó a confraternizar a oficiales del Ejército con militantes de Montoneros; finalmente avanzo contra los gobernadores y legisladores que simpatizaban con la Tendencia.
Mientras tanto, lo única respuesta que era capaz de articular la conducción de Montoneros consistía en realizar otra nueva “apretada” contra el “Viejo”.
El choque final se produjo aquel 1º de mayo de hace cuarenta años, sesenta días después Perón moría y era enterrado vistiendo su querido uniforme de general. Pero para entonces nadie en Argentina creía que los Montoneros fueran los herederos de Perón. Es más ni siquiera nadie creía que los Montoneros fueran peronistas.