ACERCA DE LA GOBERNABILIDAD
Uno de los problemas más serios que afrontan los sistemas políticos contemporáneos, especialmente los pertenecientes a países del Tercer Mundo, es como mantener la gobernabilidad. En el mundo anglosajón, “governance”, es un término que ha sido empleado habitualmente para hacer referencia al ejercicio de la autoridad en una determinada esfera. A menudo se ha utilizado como sinónimo de gestión eficaz.
El concepto de “gobernabilidad” ha sido introducido dentro del vocabulario de la ciencia política por los expertos de la “Trilateral Comission”, en la década de los años setenta, para hacer mención a los problemas que enfrentaban los regímenes democráticos debido al aumento de las demandas sociales.
Actualmente se habla de gobernabilidad para indicar la razonable capacidad de mando, de conducción política y de disciplina democrática que pueden alcanzar las autoridades de una sociedad.
En la mayoría de las sociedades la gobernabilidad se sustenta sobre la existencia de una relación armónica entre los principales actores de la comunidad. En especial de aquellos actores dotados de un poder suficiente como para alterar de una forma significativa el orden público, impulsar o detener el crecimiento económico o, en general, afectar el normal funcionamiento y desarrollo de la sociedad. Estos actores suelen controlar factores claves del aparato productivo –sindicatos, entidades empresariales, etc.-, dirigen organizaciones de masas –partidos políticos, organizaciones sociales de protestas, grupos de desocupados, campesinos sin tierra, indígenas, etc.-, o tienen influencia sobre la maquinaria burocrática del Estado, detentan el control de los armamentos –cuerpos militares y de seguridad- o poseen la capacidad de influir en la formación de ideas y en la distribución de la información –la prensa y otros medios de comunicación de masas-.
En consecuencia, podemos caracterizar también a la gobernabilidad como la capacidad previsible de un sistema político de perdurar en el tiempo.
GOBERNABILIDAD EN AMÉRICA LATINA
En América Latina la gobernabilidad se encuentra amenazada, entre otros factores, por la crisis fiscal de los estados, la falta de institucionalización de las organizaciones y procesos políticos, el colapso de los aparatos administrativos, corrupción política endémica y la falta de legitimación de las estructuras políticas. Los problemas de gobernabilidad en la región se han expresado a través de revoluciones, insurrecciones civiles y golpes de Estado y han tenido lugar siempre en el marco de una crisis económica provocada por factores internacionales o domésticos que generaron recesión, inflación, altos niveles de desocupación, etc.
En las últimas décadas, en particular, la amenaza más seria a la gobernabilidad democrática está representada por la aparición de ciertos “movimientos sociales” que someten al Estado a una sobrecarga de demandas que no se encuentra en capacidad de satisfacer en tiempo y forma. La incapacidad de los gobiernos para responder a esas demandas incrementa el nivel de frustración y agresividad de quienes integran estos movimientos hasta que la misma deriva en la apelación a diversas formas de coacción violenta que pueden ser calificadas como “resistencia civil”.
La metodología revolucionaria que, en los países del Tercer Mundo, durante los años de la Guerra Fría apeló al “foquismo” y a la guerrilla urbana como método para la toma del poder, parece ser cosa del pasado. No obstante, algunos grupos extremistas no han renunciado a la violencia como método de lucha política. El Estado burgués ha aprendido a enfrentar con éxito a la guerrilla. Existen sin embargo otros medios de violencia política que se adaptan mejor a la actual coyuntura, como la resistencia civil o resistencia social como prefieren denominarla los grupos que la practican.
LA MÉCANICA DE LOS GOLPES BLANDOS
En América Latina, una región caracterizada por recurrentes problemas de gobernabilidad política, los golpes blandos parecen estar desempeñando, en el sistema político, el papel que antes cumplían los golpes de Estado militares. De Puerto Príncipe a Buenos Aires, de La Paz a Quito y a Lima, las instituciones tiemblan cuando una fracción del pueblo se pone en movimiento y se arroga la representación de la totalidad de la ciudadanía. En consecuencia, los estallidos sociales, protagonizados por amplios sectores de la población, que expresan su descontento con violencia en las calles, están reemplazando a las tradicionales asonadas militares.
La protesta social se ha convertido, en la región, en un mecanismo utilizado con frecuencia para remover del poder a gobiernos legítimos que, aunque elegidos democráticamente, pierden por alguna causa el apoyo de su población. Refiriéndose a esta circunstancia señala el eminente politólogo Natalio R. Botana: “El principio de la democracia representativa, fundado en elecciones periódicas y transparentes y en el papel mediador de los partidos, choca con otro principio, ajeno a las disposiciones constitucionales que, con objeto de destituir a los gobernantes, atribuye un valor preponderante a las movilizaciones populares en calles, plazas y rutas públicas”… “Esta lógica latinoamericana de la acción colectiva impugna la legitimidad de los regímenes constitucionales, refleja las convulsiones sociales de nuestros países y, al mismo tiempo, está forjando una suerte de estrategia de asonadas populares tan tumultuaria como incierta”.
Considerando la historia reciente de Latinoamérica es posible observar que, desde 1989, hasta la fecha diecinueve presidentes constitucionales no han podido concluir su mandato por causas ajenas a su voluntad. De ellos catorce perdieron sus cargos debido al estallido de violentas protestas sociales –piquetes, saqueos, cacerolazos, marchas, huelgas de hambre, etc.- que derivaron en incidentes con las fuerzas de seguridad que a su vez originaron importantes pérdidas de vidas humanas y cuantiosos daños materiales. En todos los casos las protestas cesaron una vez que el primer mandatario renunció.
A las protestas sociales como instrumento para producir cambios de gobierno en América Latina se suma otro procedimiento menos violento, más institucional, pero que suele emplearse reiterativamente como etapa final de los golpes blandos de Estado. Este procedimiento es el juicio político por corrupción o mal desempeño en las funciones. Veamos en la siguiente tabla como han operado alternativamente estos dos procedimientos para producir golpes blandos:
Esta tabla demuestra que en las últimas cuatro décadas el activismo militar se redujo a su mínima expresión pero, lamentablemente esto no incrementó la gobernabilidad de los países de la región.
La verdadera amenaza a la institucionalidad en América Latina no proviene de los militares o de organizaciones de lucha social sino de las crisis económicas. Ellas son la verdadera causa. Cuando un gobierno no acierta en las soluciones adecuadas a una crisis económica la sociedad busca quien pueda realizar la tarea. Allí se produce un conflicto entre legitimidad de iure y legitimidad de factum. Los casos de Fernando de la Rúa en Argentina o de Dilma Rousseff en Brasil son un claro ejemplo de ello.
Generalmente el gobierno legítimo es forzado a dimitir y lo reemplaza un gobierno provisional que se mantiene en el poder siempre y cuando encuentre las soluciones adecuadas a la crisis económica. En algunos casos el gobierno provisional constituye tan solo una breve transición hacia nuevas elecciones democráticas.
En la tabla consignada se aprecia que Argentina es posiblemente el país con mayor inestabilidad de la región.
En principio, cabe destacar que desde la vigencia de la ley electoral sancionada por el presidente Roque Sáenz Peña, que en el año 1912 estableció el voto universal masculino, la única vez que llegó a la Casa Rosada un presidente constitucional que no haya pertenecido nunca a ninguno de los dos partidos mayoritarios: la Unión Cívica Radical o el Partido Justicialista fue precisamente en 2015 con Mauricio Macri. Aunque, en verdad, la coalición electoral Cambiemos estaba constituida también por la UCR.
En consecuencia, Macri es el primer mandatario no radical que llega a la presidencia gracias al apoyo de la UCR y el único no peronista en completar el período de gobierno previsto en la Constitución Nacional.
Veamos cómo ha sido la gobernabilidad en Argentina en el último siglo.
Durante esos noventa y nueve años de vigencia del voto universal secreto masculino, la Unión Cívica Radical gobernó en lo que podíamos denominar su forma “ortodoxa o pura”, es decir a través del tronco tradicional que hoy reivindica esa denominación, durante veinticuatro años y dos meses. Si a ese tiempo se le agregan los mandatos de presidentes que llegaron al gobierno apoyados por partidos de ramas disidentes del partido radical oficial, como ser la Unión Cívica Radical Antipersonalista (1932 a 1942) y la Unión Cívica Radical Intransigente (1958 a 1963). El radicalismo es el partido que más tiempo gobernó en Argentina al ocupar la presidencia durante un total de treinta y nueve años y once meses. Es decir, que la UCR ocupó la presidencia más del 40% del tiempo.
El Partido Justicialista o Peronismo, por su parte, gobernó en soledad o encabezando alianzas de partidos durante veintiséis años y siete meses.
Dos presidente argentinos se vieron impedidos de completar su mandato por la muerte: el radical antipersonalista Roberto M. Ortiz (1942) y el justicialista Juan D. Perón (1974).
Sin embargo, solo dos presidentes radicales “ortodoxos” completaron su periodo presidencial: Hipólito Yrigoyen, entre 1916 y 1922, y Marcelo T. de Alvear. Entre 1922 y 1928. Serían tres presidentes si sumamos al radical disidente Agustín P. Justo, entre 1932 y 1938.
Otros cuatro presidentes de origen radical debieron renunciar, resignar el cargo o adelantar la entrega de su mandato debido a golpes de Estado. Arturo Frondizi, en 1962, y Arturo U. Illia, en 1966, sufrieron el tradicional golpe de Estado militar. Otros dos presidentes, Raúl R. Alfonsín, en julio de 1989, y Fernando de la Rúa, en 2001, debieron dejar su cargo expulsados por “golpes blandos” llevados a cabo por violentas protestas callejeras seguidas de saqueos que provocaron la represión policial y terminaron dejando un importante saldo de víctimas fatales.
Los presidente peronistas también fueron desalojados del poder violentamente en cuatro ocasiones. Juan D. Perón, en 1955, y su esposa María Estela Martínez Carta de Perón, en 1976, fueron expulsados del cargo por golpes militares. En tanto, que Adolfo Rodríguez Saá debió dejar el cargo tan sólo seis días después de asumirlo producto de oscuras intrigas partidarias y su sucesor, Eduardo Duhalde, sufrió el mismo destino. Duhalde acortó su mandato en seis meses luego de una violenta protesta callejera que dejó dos manifestantes muertos (Darío Kosteki y Maximiliano Santillán) en 2002.
Si descontamos del total el año y tres meses de la presidencia del conservador Ramón S. Castillo, quien como vicepresidente en ejercicio de la presidencia completó el mandato de Roberto M. Ortiz. Castillo formaba parte de la coalición electoral conocida como “La Concordancia” que integraban la UCR Antipersonalista, el Partido Demócrata Nacional (conservadores) y el Partido Socialista Independiente que gobernó entre 1932 y 1943. El resto del tiempo la presidencia fue ocupada por doce presidentes de facto militares.
Los militares gobernaron un total de casi treinta años, generalmente sucediéndose unos a otros como producto de las diferencias de criterio y las intrigas entre hombres de armas en el marco de regímenes burocráticos – autoritarios.
La breve reseña que hemos realizado sirve para poner de manifiesto los problemas de gobernabilidad, estos fueron acompañados de convulsiones económicas, hiperinflación y devaluaciones de la moneda.
Veamos la reseña económica de esos años, tal como la formuló Jorge Fernández Díaz en su editorial del domingo 2 de septiembre de 2018, “La Argentina, entre doscientos países, es uno de los que menos crecieron a lo largo de los últimos 70 años; registró diez crisis graves, que si al menos hubieran calcado las que padeció Uruguay hoy tendríamos el PBI per cápita de España. Desde comienzos de la década del 60, solo durante cinco años no sufrimos déficit fiscal, y eso fue a costa de la licuación catastrófica de 2001. Nuestro promedio de inflación fue, durante más de medio siglo, del 173% anual. No solo somos la segunda nación en cantidad de años de recesión, sino que nos seguimos destacando como el tercer país entre los más cerrados del planeta. El consumo de los argentinos, sin embargo, es porcentualmente más alto que el de los europeos, si se lo compara con lo que cada sociedad produce. Y el gasto público, que venía con un promedio del 26% en las últimas seis décadas, alcanzó durante la década ganada (2003 – 2013) el 42% del producto bruto, un salto astronómico y sin más respaldo que el voluntarismo mágico.”
En los siguientes catorce meses posteriores a este editorial de Fernández Díaz todos los indicadores económicos y sociales del país se deterioraron aún más. Cuando el 10 de diciembre de 2019, cuando el presidente Mauricio Macri trasmitió el poder a su sucesor, Alberto Fernández, el peso argentino se había depreciado en un 500%, la inflación anual superaba el 50% y el 40% de los argentinos vivían por debajo de la línea de la pobreza.
Las crisis económicas y los problemas de gobernabilidad parecen ser un mal recurrente en el sistema político argentino del último siglo que afectó por igual a todos los gobiernos, sin distinción de partido político o entre presidentes constitucionales o de facto destruyendo al mismo tiempo las posibilidades de que el país alcance un desarrollo sostenido o la prosperidad que sus recursos naturales podrían proporcionarle.