Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia son una organización narcoterrorista y sus crímenes no lo borran ni un tratado de paz ni un cosmético cambio de denominación (por Fuerza Alternativa Revolucionario del Común) para transformarse en un partido político democrático.
Porque no puede haber una auténtica democracia sin justicia.
El presidente Juan Manuel Santos no suscribió un tratado de paz con un movimiento de liberación nacional sino un acuerdo de impunidad con un cartel de narcotraficantes.
El Secretariado de las FARC acumula 56 sentencias en las cuales los jueces colombianos los han condenado a 1.629 años de cárcel, es decir, más de dieciséis siglos tras las rejas.
Esas sentencias, al menos las de público conocimiento, incluyen 184 asesinatos, 129 lesiones graves, 198 secuestros, más de 827.000 millones de pesos colombianos en multas para resarcir a las víctimas y cubrir los incontables daños a la infraestructura y los inmuebles particulares ocasionados por los insurgentes en ataques a tomas de poblados.
Según la Policía Nacional de Colombia, las FARC son responsables por la muerte de al menos dos mil personas y la desaparición forzada de otras cinco mil personas. Pero muy probablemente el número de víctimas provocado durante décadas por el accionar de esta letal organización narcoguerrillera sea muy superior.
Para el gobierno de los Estados Unidos las FARC son una organización terrorista desde 1997. En 2002 la justicia estadounidense levantó los primeros cargos contra esta organización por narcotráfico. Según el FBI, unos cien estadounidenses fueron secuestrados por las FARC y 13 de ellos asesinados, tan sólo entre 1980 y 2003.
La Drug Enforcement Administration (DEA) considera que las FARC producen y distribuyen el sesenta por ciento de la cocaína que se consume en el mundo.
Al menos unos cien miembros de las FARC, entre ellos todos los miembros del Secretariado General, del Estado Mayor y jefes de cada uno de los “Frentes” tienen pedidos de extradición formulados por el FBI y circulares rojas de Interpol.
El gobierno estadounidense también ofrece un total de 37, millones de dólares en recompensa para quienes faciliten la detención de trece altos miembros de las FARC a los cuales considera simplemente como jefes de una organización de narcotraficantes.
Por su parte, la Corte Penal Internacional (CPI) tiene conocimiento de 218 condenas contra miembros de las FARC por “conductas que constituyen crímenes de competencia de la CPI”. Incluye sentencias contra Rodrigo Londoño Echeverri, alias “Timochenko” y Luciano Marín Arango, alias “Iván Márquez”.
Según la Corte Penal Internacional las condenas contra las FARC comprenden quince sentencias por desplazamientos forzados y dos en curso, cuatro por desapariciones forzadas y 20 en curso; cinco por torturas y ocho actuaciones en curso; treinta y una por reclutamiento forzada y utilización de niños y una en curso y diecinueve por ataques contra indígenas y afrocolombianos.
Los colombianos, o al menos algunos de ellos, después de cinco décadas de violencia pueden querer sacrificar la justicia en aras de lograr la paz. Pero fuera de Colombia la cuestión se ve de otra manera.
La Corte Penal Internacional se ha creado para perseguir y castigar los crímenes de lesa humanidad como los que cometieron los líderes de las FARC y esos delitos no pueden ni deben quedar impunes.
Si la CPI no procesa a los criminales de las FARC no tiene sentido que exista. Porque una justicia selectiva que responda a las conveniencias políticas no es verdadera justicia.
Tampoco parece posible que los Estados Unidos pase por alto los crímenes cometidos contra sus ciudadanos ni que permanezcan indiferentes ante las toneladas de cocaína colombiana que las FARC han volcado sobre su territorio.
No podemos imaginarnos ni a Timichenko convertido en presidente de Colombia, en 2018, y mucho menos al presidente Donald Trump recibiéndolo en los jardines de la Casa blanca con una sonrisa…