Solo los más veteranos, apasionados de la política (si es que quedan) y estudiosos de la política y el periodismo sabrán, si hablo del Watergate, a qué me refiero. Bueno, también los cinéfilos, quienes no habrán dejado de ver “Todos los hombres del presidente”, dirigida por Alan J. Pakula y protagonizada por Robert Redford y Dustin Hoffman.
Whashington 72 Madrid 24
El escándalo de Watergate, que llevó a la dimisión del presidente estadounidense Richard Nixon en 1974, se ha convertido en un punto de referencia inevitable cuando se habla de corrupción en la política, abusos de poder y el papel de la prensa en la defensa de la democracia y el cuestionamiento de prácticas dañinas para el sistema democrático (el recurrente “cuarto poder”).
En España, la escandalera, cada día más intensa, que enfrenta al presidente del Gobierno y a la presidenta de la Comunidad de Madrid, ha generado comparaciones inevitables con aquel famoso caso Watergate. Especialmente en lo que respecta al manejo de la información, testimonios contradictorios, reuniones opacas y la actuación de denunciantes anónimos. Aunque los contextos son diferentes, sin duda los paralelismos conceptuales nos invitan a reflexionar sobre los peligros que episodios como estos pueden representar para la salud democrática y el papel de la prensa en este proceso.
El caso Watergate, que comenzó como un allanamiento en la sede del Comité Nacional Demócrata en 1972, se convirtió en un escándalo masivo que expuso un entramado de espionaje político, sabotaje electoral y fondos de difícil justificación, todo ello encubierto por el gobierno de Nixon. La clave para destapar esta red de corrupción fue el trabajo de la prensa, en particular de los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein, del *Washington Post*. Su investigación, apoyada por la información proporcionada por un denunciante anónimo conocido como “Garganta Profunda” (Mark Felt, subdirector del FBI, quien no confesó ser el denunciante hasta 30 años después), permitió sacar a la luz una conspiración que involucraba a altos cargos del gobierno de Estados Unidos, incluidos miembros del círculo íntimo de Nixon.
Uno de los elementos centrales de este escándalo fue la intervención de la prensa como un mecanismo de control y transparencia. Sin los reportajes del *Washington Post*, es probable que Nixon hubiera sobrevivido políticamente, ocultando la verdad. El caso Watergate evidenció que, en una democracia sana, la prensa no solo tiene el derecho, sino la obligación de investigar a los poderosos y llevar al público cualquier abuso de poder, de forma veraz y no tendenciosa.
En España, la situación actual no tiene una magnitud parecida, pero ciertos patrones se repiten. Los medios de comunicación, aunque todo está demasiado cerca para verlo con claridad, están jugando un papel fundamental en la revelación de las controversias que rodean tanto al presidente del Gobierno como a la presidenta de la Comunidad de Madrid. Desde las reuniones privadas con sujetos políticos de responsabilidad, intereses privados, confesiones delictivas que luego no son reconocidas, hasta la filtración de información de fuentes anónimas y la utilización de órganos parlamentarios y tribunales para dirimir sus inquinas políticas y personales. Al igual que en Watergate, la actuación de la prensa está poniendo en evidencia las grietas de un sistema político que podría verse comprometido si no se garantiza la transparencia en el ejercicio del poder.
En ambos casos, los denunciantes anónimos han sido figuras esenciales. En Watergate, “Garganta Profunda” guio a los periodistas en una dirección que eventualmente desveló la verdad detrás del encubrimiento. En el caso actual de España, la utilización de fuentes anónimas de información es notable, al igual que las reuniones secretas que estamos conociendo de políticos, con comisionistas, emprendedores con dinero público, jefes de gabinete, de ministra, haciendo de mediador en licitaciones…Todo muy oscuro para una democracia avanzada.
Esto plantea una reflexión sobre el papel de las fuentes anónimas en una democracia. Está claro que no es lo ideal democráticamente, pero los denunciantes permiten que la información crítica llegue a la opinión pública en un contexto en que la ciudadanía oscila entre la perplejidad y la indiferencia. Sin embargo, siempre debe exigirse una actuación legítima y evitar la manipulación de la información, ya que exigir transparencia a los políticos se ha vuelto una tarea difícil.
Una similitud clara entre Watergate y los escándalos en España (¿fangogate?) es el oscurantismo en relación con ciertas reuniones clave para llegar a la verdad. En el caso de Nixon, una serie de reuniones y conversaciones secretas se revelaron gracias a las grabaciones que él mismo autorizó en la Casa Blanca. Ya veremos si los móviles, en el caso español, estaban apagados o si, por el contrario, surgirá un nuevo serial de grabaciones.
Hoy por hoy no hay grabaciones que documenten directamente las conversaciones, pero las filtraciones y declaraciones contradictorias han generado sospechas. La desconfianza crece aún más cuando se percibe que los líderes políticos no están dispuestos a someterse a la vigilancia pública. En ambos casos, la falta de claridad ha erosionado la confianza de los ciudadanos en sus instituciones, y ya no resulta ni entretenido ver cómo se insultan en televisión.
En el caso de Nixon, varios miembros de su administración testificaron ante el Congreso y en procedimientos judiciales, negando inicialmente cualquier vínculo con el allanamiento de Watergate o el encubrimiento. Sin embargo, cuando las pruebas comenzaron a acumularse —incluyendo las famosas cintas de la Casa Blanca—, quedó claro que muchos de estos testimonios eran falsos o, al menos, engañosos.
En España, aunque aún no se ha alcanzado el nivel de escándalo judicial que tuvo Watergate, ha habido contradicciones en los testimonios ofrecidos por figuras clave como Ayuso y Sánchez y los que les rodean. La distorsión de la verdad, las versiones cambiantes y la falta de coherencia en las explicaciones públicas han contribuido a un ambiente de sospecha tanto en el público como entre otros actores políticos. El problema más grave es la veracidad de las declaraciones del gobierno, que ahora se pone constantemente en duda.
La dimisión de Nixon fue un evento sin precedentes en la historia política de Estados Unidos. Aunque las razones inmediatas fueron el encubrimiento y abuso de poder, su renuncia también reflejó un profundo deterioro en las normas democráticas del país. Nixon intentó utilizar el aparato del Estado para sus fines personales, lo que erosionó la confianza del público en sus líderes y creó una crisis constitucional. La lección de Watergate es clara: cuando los líderes políticos abusan de su poder y subvierten la transparencia, el sistema democrático entero se ve amenazado.
La política española enfrenta un momento crítico, donde la fragmentación y la falta de transparencia han creado un clima de profunda desconfianza. La polarización extrema y el espectáculo mediático, representados por figuras como Pedro Sánchez e Isabel Díaz Ayuso, debilitan nuestras instituciones y dañan la credibilidad democrática. Ambos, con sus constantes disputas y posturas cambiantes, han contribuido a un ambiente de toxicidad y desgaste en lugar de enfocarse en soluciones reales para el país.
Esto lleva a una advertencia clara: su proyección pública los está empujando más hacia la salida que hacia la permanencia. Sería preferible que ambos, Sánchez y Ayuso, salgan por la puerta de atrás sin hacer ruido, dejando que el país respire y avance hacia una gobernanza responsable, donde el bienestar de la ciudadanía vuelva a ser la prioridad.
El influyente y combativo Georges Clemenceau (1841-1929), político y periodista francés, conocido por su firme liderazgo y apodado “El Tigre”, fue primer ministro durante la Primera Guerra Mundial y dejó una frase redonda que invita a la reflexión: “La política está llena de hombres indispensables… hasta que se les reemplaza.”
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