La victoria de Alberto Fernández con un 48% de los votos fue un triunfo claro y decisivo pero no definitorio. El candidato del Frente de Todos obtuvo ligeramente menos votos que en las PASO, cuatro puntos menos que su candidato en la provincia de Buenos Aires, el kirchnerista Axel Kicillof y tan sólo ocho puntos más que el presidente Mauricio Macri.
Por otra parte, el Frente de Todos es una alianza entre dos nucleamientos bien diferenciados: el Partido Justicialista representado por Alberto Fernández y los kirchneristas de Unidad Ciudadana el partido fundado por Cristina Fernández de Kirchner, además de algunas organizaciones sociales, como el grupo de piqueteros denominados “Los Cayetanos” que tienen como referente mediático a Juan Grabois.
El macrismo aunque resultó derrotado no está en debacle o en riesgo de disgregación. Obtuvo un honroso 40%, se impuso en seis provincias y arrolló con más del 52% en su bastión tradicional de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. En términos generales, Juntos por el Cambio retuvo buena parte del voto de clase media que lo acompaño en 2015. Perdió nada más que porque el peronismo y el kirchnerismo se unieron para derrotarlo.
Esta derrota parcial le deja al macrismo un importante bloque legislativo en ambas cámaras del Congreso, representación en las legislaturas y consejos deliberantes de todo el país, así como el control de un buen número de intendencias.
En otras palabras, el Frente de Todos triunfó bien pero no tiene el control absoluto del país. Incluso resulta claro que Juntos por el Cambio se encuentra en mucha mejor posición, en cuanto a presencia territorial y cargos obtenidos, de las que contaba Cambiemos antes de las elecciones presidenciales de octubre de 2015.
Incluso cuanta con tres candidatos presidenciales con experiencia e instalados en la opinión pública: Mauricio Macri, María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta. Además, para la gestión del Estado dispone de centenares de cuadros experimentados -dirigentes y militantes- en la función pública de los que carecía en 2015.
El Frente de Todos, como hemos visto esta compuesto por sectores contrapuestos que expresan intereses y propuestas distintas, que se conciliaron hasta el momento tan sólo por el objetivo compartido de impedir la reelección de Mauricio Macri y de retornar al gobierno.
Ahora ha desaparecido el enemigo común y con él también el objetivo compartido que los mantenía unidos. Es el tiempo en que resurgen los antiguos resentimientos, la competencia por los cargos y la guerras de egos.
Alberto Fernández representa al peronismo histórico. Un populismo moderado y conservador, con un cierto “tufillo” a corporativismo. El peronismo expresa los intereses de las provincias mediterráneas con economía deprimidas, controladas por oligarquías tradicionales, de lo sindicatos gobernados por los herederos de la “burocracia sindical vandorista”, todavía con reminiscencias de la antigua CNU – CdeO de Brito Lima. Son los mismos muchachos que el setenta gritaban: “¡Ni yanquis, ni marxistas! ¡Peronistas!!!!”
El peronismo histórico se completa con los industrialistas de la “llamada burguesía nacional” que buscan preservar el mercado interno para la producción local y los contratos de obra pública para su exclusiva participación. Todos ellos prefieren una economía cerrada y un dólar bien alto para protegerse de la competencia de los productos importados y la intervención de constructoras internacionales.
Este sector es pro-capitalista, pro-empresa y no pretende alterar los vínculos internacionales que el país mantiene tradicionalmente con los países occidentales. Se espantan con la sola idea de que Argentina pase a ser un satélite de Venezuela, Cuba, Rusia o China.
Mientras que las filas de la Unidad Ciudadana gobierna Cristina Fernández de Kirchner con su discurso del “socialismo del siglo XXI”. La expresidente y actual vicepresidente electa no es una mujeres dispuesta a aceptar los segundos planos.
Cristina Kirchner tiene un proyecto muy concreto de poder personal y familiar. Proyecto que podría denominarse “Máximo 2030”, es decir, convertir a su hijo en presidente de la Nación. Este proyecto entraría en conflicto con un eventual intento de reelección de Alberto Fernández.
La vicepresidente electa tiene compromisos internacionales y deudas morales y materiales con todos aquellos que la cobijaron en estos años de ostracismo y calvario judicial. En primer término el gobierno de Cuba que le proporcionó refugio para su hija Florencia. Luego está el bolivariano Nicolás Maduro que la defendió y honró cuando era hostigada y finalmente brindó apoyo político y financiero para su retorno al gobierno.
Además, hay socios menores como el partido español “Podemos” de Pablo Iglesias que la apoyaron decididamente.
Cristina, con el apoyo de algunos dirigentes que le son incondicionales como el gobernador electo de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, el intendente de La Matanza, Fernando Espinoza y diversos legisladores electos, y organizaciones como La Cámpora, Carta Abierta, Justicia Legítima, Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, el Centro de Estudios Legales y Sociales, etc.; va por todo.
La vicepresidente se considera la auténtica dueña de los votos y mira con escozor como Alberto Fernández que en su momento se alejaron de ella formulando críticas, después de sufrir diversos agravios y desilusiones: comenzando con los ex gobernadores bonaerenses Felipe Solá y Daniel Scioli, los ex ministros Gustavo Béliz, Daniel Filmus y Florencio Randazzo, el ex presidente del Banco Central Martín Redrado, entre otros.
Es difícil saber cuanto tiempo el Frente de Todos podrá mantenerse unido y en armonía frente a esta diversidad de intereses y luchas por el poder.
Especialmente, porque a partir del 10 de diciembre próximo la tambaleante economía argentina (con su alto nivel de pobreza, inflación, recesión, fuga de capitales, desempleo, etc.) comienza a ser un problema de Alberto Fernández.
Por otra parte, la golpeada sociedad argentina no tiene ni la energía ni la paciencia necesaria para que el nuevo gobierno se demore en encontrar soluciones concretas, recurra al remanido recuso de culpar a la “herencia recibida” para ocultar su inoperancia o dirima sus diferencias internas.
Los ejemplos de Ecuador y Chile están demasiado presentes para que el nuevo presidente pierda el tiempo o entre en conflictos con su vicepresidente.