El ataque con un agente químico desconocido que sufrió el principal dirigente opositor ruso Alexei Navalny durante la represión de una manifestación no autorizada y la detención de mil trescientos manifestantes reflejan el escaso valor que tiene la democracia en el país más extenso del mundo.
A decir verdad, Rusia jamás ha vivido en democracia. Luego de soportar durante siglos la autocracia zarista de los Romanov, paso sin escalas a vivir bajo el yugo del Partido Bolchevique y a la pesadilla de Joseph Stalin. Sus sucesores comunistas no fueron mejores en materia de libertades individuales y respeto a los derechos humanos.
La desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en diciembre de 1991, no introdujo un régimen de auténtica democracia en la Federación de Rusia.
Tras una tímida apertura política y una traumática transición hacia el capitalismo de mercado durante los años del viejo “apparatchik” Boris Yeltsin, Rusia volvió al autoritarismo en 1999, cuando alcanzó la presidencia un “hombre de los órganos” -es decir un ex agente de la KGB- Vladimir Putin.
Durante los últimos veinte años, Putin se ha mantenido en el poder alternándose en la presidencia y en el cargo de primer ministro con su socio y fiel aliado Dmitri Medvedev. Durante estos años su partido “Rusia Unida” se convirtió en la fuerza política hegemónica.
Claro que existen otros partidos político como el liberal Yabloko o el nacionalista Partido Democrático de Rusia, del xenófobo antisemita diputado Vladimir Zhirinovsky, entre otros. Pero esto partidos solo constituyen una suerte de “leal oposición a su Majestad”. Oposición tolerada porque no constituye un real desafío electoral o político a la elite dirigente y, por el contrario, contribuyen a darle cierta credibilidad democrática al régimen.
Porque aun cuando se realizan elecciones periódicas, Rusia vive bajo un régimen policial y autoritario que no tolera reales cuestionamientos al orden vigente.
Cuando la oposición denuncia la corrupción y los manejos discrecionales de la dirigencia, sus dirigentes pasan a ser considerados como traidores al servicio de Occidente y se descarga sobre ellos todo el poder opresivo del Estado.
Cualquier líder opositor con cierto apoyo popular enfrenta el riesgo de ser asesinado cuando sale de su casa. Tal como ocurrió el 27 de febrero de 2015 con el ex viceprimer ministro Boris Nemtsov. También puede ser agredido con raras sustancias tóxicas como ocurrió, el 27 de abril de 2017, cuando Alexei Navalny fue agredido por desconocidos que ingresaron a su oficina de la “Fundación Anticorrupción” y lo rociaron con una mezcla verde que le provocó la ceguera de su ojo derecho entre otros daños.
Además de los riesgos de agresión física los opositores sufren todo tipo de hostigamiento. Suelen perder sus empleos y ser férreamente controlados tanto ellos como sus familiares. Sus correos electrónicos personales publicados en las redes sociales con la intención de humillarlos. Sus viviendas son periódicamente revisadas por la policía y sus papeles privados confiscados. Sus organizaciones y actividades plagadas de espías e incluso sus colaboradores y amigos son tentados o amenazados para que se conviertan en informantes.
Las manifestaciones callejeras están siempre prohibidas y la participación en ellas está penada con treinta días de cárcel y fuertes multas pecuniarias.
La prensa nunca registra las actividades opositoras a menos que no puedan ocultarse por su envergadura y repercusiones.
Incluso los corresponsales extranjeros son estrechamente vigilados para identificar sus fuentes y conocer sus verdaderas opiniones sobre Rusia y sus dirigentes más allá de lo que consignan en sus artículos.
En la Rusia de Putin a los opositores se los trata un poco mejor que a los “disidentes soviéticos” en tiempos de Leonid Brezhnev cuando se los consideraba enfermos mentales y se los recluía en lúgubres institutos psiquiátricos.
Ahora, a los opositores solo se le inventan denuncian por delitos comunes, como corrupción o estafa, y se los recluye en cárceles comunes. Aunque las cárceles rusas no se caracterizan precisamente por su confort o por el trato humanitario que dispensan a sus internos. Tampoco los delincuentes comunes allí alojados tienen gran simpatía por los activistas políticos opositores.
Por otra parte, aunque es cierto que el capitalismo de mercado ha reemplazado al capitalismo de Estado, a las cooperativas y a la planificación socialista con sus cupos y desabastecimiento crónico, pero es imposible para ninguna empresa extranjera realizar en Rusia ningún tipo de negocio sin contar con aceitados contactos con los grupos económicos vinculados con la mafia y con la élite gobernante en ese orden.
La Unión Europea es demasiado dependiente de los abastecimientos de gas y petróleo rusos y los Estados Unidos se encuentran enfocados en la competencia económica con China como para ofender al Kremlin con demandas de mayor democracia y respeto a los derechos humanos en su país.
Por lo tanto, Rusia parce condenada a seguir por muchos años más bajo un régimen autoritario, pero la mayoría de los rusos no protestan por ello. No conocen otro tipo de gobierno y no pueden extrañar lo que no conocen. Además, hoy viven notablemente mejor que bajo el régimen soviético, al menos si no están de acuerdo con Putin siempre pueden emigrar libremente.