Frecuentemente toda referencia a Brasil suele definirlo como “el gigante sudamericano”. Ello se debe a que en su territorio, población y producto bruto constituyen aproximadamente la mitad del total del subcontinente.
Por lo tanto, cualquier crisis recesiva, más si se presenta acompañada de problemas de gobernabilidad, genera serias repercusiones en el resto de los países de la región, en especial en Argentina un importante socio comercial de Brasil.
Las convulsiones sociales comenzaron en Brasil en 2013, con las protestas callejeras detonadas inicialmente por el incremento en las tarifas del transporte público, a ello se sumó pronto el rechazo a los grandes gastos originados por la organización de la Copa Mundial de Futbol (2014) y los Juegos Olímpicos (2016).
Aunque la presidenta Dilma Rousseff logró, por escaso margen, la reelección en 2014, su segundo periodo presidencial pronto entró en crisis tanto por los problemas económicos – alta inflación, desocupación y reducción del crecimiento del PBI- como por las denuncias de corrupción conocidas como “mensal?o” -asignaciones mensuales- y “lava jato” -lavadero de autos-, que involucraban a miembros del partido de gobierno y erosionaban su base de apoyo en el Congreso. Hacia 2015, la gobernabilidad del país entró en crisis.
En diciembre de 2015, comenzaron las denuncias del llamado “Caso Odebrecht” que reveló una gigantesca trama de sobornos. El escándalo de la mayor empresa constructora de obras públicas e Brasil, como un huracán conmocionó a la clase política de los doce países de América Latina y África involucrados en la denuncia.
En algunos casos termino con la renuncia de presidentes (el peruano Pedro Pablo Kuczynski y el vicepresidente ecuatoriano Jorge Glas) y el procesamiento y encarcelamiento de decenas de políticos sudamericanos (los expresidentes peruanos Ollanta Humala, Alan García Pérez, Alejandro Toledo entre los más notorios pero en modo alguno los únicos).
Aunque las investigaciones del “Caso Odebrecht” no se llevaron a cabo en todos los países involucrados. El gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela, por ejemplo, negó todas las denuncias y nunca investigó el caso.
En Brasil, la presidenta Vilma Rousseff finalmente fue destituida por el Congreso en 2016 y su predecesor y mentor político, la figura más carismática y con mayor apoyo electoral del país, el populista Luis Inácio “Lula” da Silva terminó preso, en abril de 2018, por denuncias de corrupción. Deberá cumplir una condena de doce años cárcel por corrupción y blanqueo de dinero.
Con elecciones presidenciales en octubre de este año, la única certeza sobre el rumbo futuro de Brasil es la incertidumbre.
Aunque la economía presenta signos de recuperación, el actual presidente, Michael Temer del Movimiento Democrático Brasileño (MDB), sólo recibe el 7% de apoyo de la población y tiene diversas causas abiertas ante la justicia.
En realidad, la mayor parte de la clase política brasileña se encuentra sospechada de corrupción. Decenas de legisladores, incluidos los líderes de los principales partidos, de izquierda y de centro derecha, enfrentan investigaciones judiciales o directamente cumplen condenas por corrupción.
En julio de 2017, la prestigiosa revista “Congreso en Foco” señaló que 238 parlamentarios, de un total de 594 legisladores (513 diputados y 81 senadores) tenían algún tipo de proceso penal ante el Superior Tribunal Federal, el máximo tribunal de justicia del país.
Además de corrupción y la crisis económica, otro grave problema que afecta a Brasil es el crecimiento del crimen organizado. En 2017, se registraron 62.517 muertes violentas. Las favelas brasileñas se han convertido en verdaderos campos de batalla. Las bandas de narcotraficantes combaten, entre sí y con los grupos parapoliciales, ensangrentando las ciudades.
Mientras tanto, las cárceles brasileñas, atiborradas por 725.000 presos se han transformado en auténticas “leoneras” donde se forjan los futuros líderes criminales.
El hacinamiento en los penales brasileños frecuentemente deriva en cruentas masacres. Entre el 1° y 2 de enero de 2017, por ejemplo, un motín en el Complejo Penitenciario Anísio Jobim, de Manaos, Estado de Amazonas detonó en 17 horas de violencia que dejó un saldo de 56 reclusos -la mayoría de ellos perteneciente al PCC- decapitados, mutilados y quemados, en un show macabro que fue filmado y difundido por los propios reclusos. La banda criminal paulista respondió cuatro días después, asesinando a 33 internos en una cárcel del Estado de Roraima, en el norte del país.
Una de las imágenes más impactantes de la guerra brutal que se vivió en las cárceles brasileñas se difundió unos días más tarde, en la cárcel de Alca?uz, estado de Río Grande do Norte. En represalia por el asesinato de 26 miembros de la facción criminal Sindicato do Crime de Río Grande do Norte (SDC), ordenada por el PCC, se desató un motín que duró once días. En el medio de la rebelión carcelaria se conoció un vídeo donde un grupo de reclusos del SDC, frente a una fogata, asaban restos humanos mientras gritaban desaforados: “Churrasco do PCC”.
En Brasil operan más de doscientas grandes organizaciones criminales. La más importante de ellas es el Primer Comando de la Capital (PCC) que dirige desde la cárcel Marcos Willians Herba Camacho, más conocido por su alias de “Marcola”. Herba Camacho cumple una condena de 44 años de cárcel por robo a bancos y vehículos blindados de transporte de caudales.
El PPC nació el 31 de agosto de 1993, en el Anexo de la Casa de Custodia de Tubaté, conocido como “el piranhao” por ahí “las pirañas se comen unas a otras”.
Surgido en la ciudad más importante de Brasil, Sâo Paulo, con sus veintidós millones de habitantes y un PBI de 267.000 millones de dólares, el PCC no sólo es la organización criminal más importante del país con más de 20.000 miembros activos y presencia en 22 de los 27 estados brasileños, sino que ha comenzado a expandir sus operaciones en las regiones fronterizas de Argentina, Bolivia, Colombia, Paraguay y Uruguay.
El 20 de abril de 2017, por ejemplo, un comando de entre 30 y 50 combatientes del PCC altamente entrenados, armados con fusiles de asalto, granadas de mano y explosivos de alto poder. Atacaron las instalaciones de la mayor empresa de seguridad del mundo, Prosegur S. A.; en la localidad paraguaya de Ciudad del Este, en la llamada “Triple Frontera”, argentina, brasileña y paraguaya, robando un botín cuyo monto nunca fue debidamente establecido (las versiones oscilan entre seis y cuarenta millones de dólares). Tampoco se determinó nunca el origen de esos fondos que posiblemente provenían del narcotráfico, el contrabando, la evasión impositiva y otros medios ilegales.
No puede sorprender que este explosivo cóctel de recesión económica, corrupción política y expansión del crimen organizado provoque en al menos de un sector del electorado descrea del sistema democrático. Según datos de Latinbarómetro de 2017, sólo el 43% de los brasileños apoya decididamente a la democracia frente al 78% en Venezuela y al 58% en Colombia.
Los brasileños que descreen del sistema democrático suelen mirar a los militares como una alternativa válida frente a la crisis.
El 7 de septiembre de 2017, un día en que en Brasil se conmemoraba el fin de la monarquía y la introducción de la república, un grupo de manifestantes pidió, durante los actos oficiales en el centro de Río de Janeiro, la intervención de los militares y una “limpieza pública”. Una pancarta fue desplegada en la avenida presidente Vargas, agradeciendo a los militares por “ayudar a construir un Río más pacífico”, en alusión a las operaciones militares contra el narcotráfico realizadas ese año en varias favelas.
Posteriormente, en mayo de este año, el presidente Michael Temer, por primera vez desde el fin de la dictadura (1964 – 1985), autorizó a los militares para realizar operaciones de seguridad interior ayudando a neutralizar una protesta de camioneros que amenazaba con paralizar al país.
Este mayor protagonismo de los militares en asuntos civiles hace que los uniformados sean más vulnerables a los cantos de sirena que llegan desde algunos elementos exaltados de la civilidad.
En octubre de 2017, al menos tres importantes generales en retiro expresaron la predisposición de las fuerzas armadas a tomar el control del país para reencausarlo.
Ninguno de los altos jefes militares que expresaron esa vocación antidemocrática sufrió sanciones por sus actividades golpistas.
Aunque todos los analistas descartan la posibilidad de que los militares brasileños se atrevan a interrumpir el orden constitucional y dar un golpe de Estado, el desprestigio en que ha caído la democracia en Brasil es sumamente preocupante.
Especialmente porque, descartada la candidatura de “Lula” da Silva, el candidato mejor posicionado en las encuestas es un excapitán paracaidista (al igual que lo fue en su tiempo el venezolano Hugo Chávez Frías) llamado Jair Mesías Bolsonaro perteneciente al minúsculo Partido Social Liberal.
Bolsonaro, de 63 años, ha pasado 27 de ellos como diputado del Congreso brasileño, en los últimos tiempos ha adquirido popularidad gracias al empleo de un exaltado discurso xenófobo, homofóbico, misógino y autoritario.
El candidato del Partido Social Liberal tiene más de cuatro millones de seguidores en las redes sociales -el doble de los que reúne Lula- y recibe el apoyo de los militares, los influyentes pastores evangélicos, los jóvenes de menos de treinta años y la clase media con estudios universitarios.
Acérrimo defensor de la dictadura militar de los setenta a los ochenta, Bolsonaro propone aplicar mano dura contra los delincuentes -incluso recurriendo a la tortura, la castración química de los violadores y la pena de muerte-, ampliar el acceso de la población a las armas de fuego. Su lema de campaña es “una pistola por casa”. Incluso amenaza con adoptar medidas contra la homosexualidad y el feminismo.
Aunque Jair Bolsonaro está muy lejos de la presidencia, el apoyo que recibe su discurso populista de derecha es preocupante en un país donde el 20% de los 148 millones de electores que sufragaran en el próximo mes de octubre son analfabetos o semianalfabetos.
Como puede apreciarse el cuadro sociopolítico por el que atraviesa actualmente el gigante sudamericano es por demás preocupante, especialmente porque, como dice el refrán popular, si Brasil estornuda, Sudamérica se resfría.