El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, ha sido descrito como un político astuto que ha aprovechado cada oportunidad para consolidar su poder, tanto a nivel interno como en la región, sin tener muchos escrúpulos sobre fines y medios.
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Según el analista del Washington Institute for Near East Policy, David Makovsky, Netanyahu “ha utilizado constantemente las amenazas externas para justificar políticas de seguridad agresivas y reforzar su posición como el líder indispensable para la supervivencia deIsrael”. El mismo argumento del riesgo existencial, que casualmente también utiliza Putin en la guerra con Ucrania.
Cada cual con su interés
El ataque de Hamás le ha proporcionado una oportunidad única para reforzar su narrativa de que Israel debe actuar de manera independiente y sin titubeos frente a sus enemigos, ignorando la burocracia y la indecisión que caracterizan a las democracias occidentales. Netanyahu comparte con otros líderes autoritarios, como Putin, la creencia de que los sistemas democráticos han terminado siendo ineficaces debido a su excesiva dependencia de la opinión pública y los ciclos electorales.
En el contexto geopolítico, Netanyahu ha aprovechado los trágicos asesinatos del 7 de octubre pasado para consolidar su poder político interno —que lo podría llevar a la cárcel— y para buscar “reordenar la región”, tomando medidas que otros líderes no pueden permitirse. Como señala el experto en política israelí Yossi Klein Halevi, “los países árabes, aunque puedan condenar públicamente las acciones de Israel, no están interesados en confrontarlo directamente porque comparten preocupaciones comunes sobre Irán y el islamismo radical”. De hecho, los acuerdos de normalización firmados con varios países árabes bajo los Acuerdos de Abrahamhan cambiado el panorama diplomático, lo que otorga a Netanyahu más margen de acción en la región. Ha buscado un consentimiento implícito de los otros países árabes con dos factores de beneficio, el económico, e Israel ha asumido el papel del “hampa protectora” del barrio.
El presidente ruso, Vladímir Putin, siempre ha tenido una visión crítica de las democracias occidentales. Algunos dirigentes pletóricos de eurocentrismo nunca supieron ver esto. Para Putin, como lo menciona el profesor Mark Galeotti, el profesor británico experto en Rusia para los dirigentes rusos, “la democracia liberal está en declive”. Su fragilidad quedó expuesta no solo durante la pandemia de COVID-19, sino también en la crisis financiera de 2008 y en los diferentes procesos electorales en Europa y Estados Unidos, con un crecimiento paulatino de las extremas derechas y del trumpismo como fenómeno sociológico de amplio calado. Estos eventos han reforzado la percepción de Putin de que el sistema político occidental es demasiado ineficaz y lento para enfrentar desafíos geopolíticos complejos.
El objetivo de Putin en Oriente Medio siempre ha sido aumentar la influencia rusa en una región históricamente dominada por Occidente. Como lo analiza el académico norteamericano F. Stephen Larrabee, “Rusia busca proyectarse como una potencia global, llenando el vacío dejado por la retirada progresiva de Estados Unidos del escenario internacional”. La presencia de Rusia en Siria y sus relaciones con Irán e Israel le han permitido posicionarse como un actor clave en el conflicto regional, aunque ahora parezca tener una actitud silente.
Además, Putin es quien mejor ha sabido entender las debilidades de las democracias liberales occidentales, aprovechándolas para minar su credibilidad y fortalecer un modelo que yo denominaría autoritarismo plebiscitario. Según el periodista y analista Gideon Rachman en su libro “La Era de los Líderes Autoritarios. Cómo el culto a la personalidad amenaza la democracia en el mundo” (2022), Putin “intenta demostrar que las democracias occidentales están en declive, mientras que Rusia se presenta como un baluarte de estabilidad“, tanto política como económica. El caos interno en Estados Unidos y la fragmentación política en Europa le otorgan a Putin un terreno fértil para consolidar su influencia sin demasiada oposición.
La debilidad de Estados Unidos en este conflicto refleja una tendencia de su política exterior hacia ninguna parte. Según el ex-diplomático Richard Haass, presidente del Council on Foreign Relations, la presidencia de Donald Trump “erosionó gravemente la credibilidad de Estados Unidos en el escenario internacional“, mientras que la administración de Joe Biden ha tenido dificultades para restaurar la confianza global, llenándola de más vacíos e indecisiones. La polarización política interna y la calamitosa gestión de la pandemia, donde todos esperaban que Estados Unidos demostrara una superioridad que no alcanzó en ningún campo, incluidos los científicos y financieros. Esto ha reducido significativamente la capacidad de Estados Unidos para proyectar poder y tomar decisiones unilaterales en el extranjero. Es uno más y no necesariamente el mejor.
En Oriente Medio, su objetivo tiene el futuro de una manzana picoteada en el árbol por los pájaros, pretenden mantener una estabilidad que está sujeta a que cada día todo salte por los aires. Sin embargo, como explica Shibley Telhami, experto en Oriente Medio de la Universidad de Maryland, “la retirada progresiva de Estados Unidos de la región y su enfoque en otros problemas domésticos y geopolíticos han dejado a sus aliados, como Israel, más vulnerables y dispuestos a actuar de forma independiente”.
El presidente Biden ha intentado distanciarse de las intervenciones militares directas, enfocándose en la diplomacia, lo que ha sido interpretado como un signo de debilidad por Netanyahu y otros líderes israelíes de derecha, más inclinados a la acción. El conflicto iniciado el 7 de octubre entre Hamás e Israel ha puesto en evidencia las limitaciones de esta estrategia, ya que Estados Unidos no ha logrado ejercer suficiente presión para frenar la violencia enloquecida de su aliado.
Europa, sumida en crisis internas como el Brexit, la pandemia y el auge del populismo, ha visto reducida su capacidad para influir en Oriente Medio. Según Iván Krastev, la UE enfrenta una crisis de identidad que la ha dejado con una postura ambigua: condena las violaciones de derechos humanos, pero carece de poder para impulsar cambios reales. Su enfoque sigue siendo la contención de la inmigración y la estabilidad interna.
En cuanto a los estados árabes, tradicionalmente opuestos a Israel, han adoptado una postura más cautelosa. Como señala Hisham Melhem, periodista libanés radicado en EE. UU., han venido suavizando su retórica debido a preocupaciones compartidas sobre Irán y el extremismo islamista. Su objetivo es evitar que el conflicto desestabilice sus regímenes, prefiriendo que Israel gestione la amenaza de Hamás y la radicalidad del régimen de los Ayatolás. Los acuerdos de normalización con países como Emiratos Árabes Unidos y Bahréin (Acuerdos de Abraham) han permitido abrir una cierta vía a la cooperación en seguridad y economía, consolidando esta postura, que, como se ha dicho, quizás los asesinatos de Hamás han pretendido quebrar su extensión.
En resumidas cuentas, este nuevo conflicto en Oriente Medio refleja la crisis, puede que definitiva, del sistema internacional que todos habíamos creído perpetuo, marcada por el colapso de las democracias tradicionales, el auge de potencias autoritarias y una reconfiguración de alianzas que puede nada tengan que ver con las conocidas. Cada actor, como he pretendido reflejar, tiene sus propios intereses y agenda de prioridades, pero todos coinciden en que el orden global se ha roto sin alternativas que se puedan vislumbrar.
A mí, personalmente, me gustaría escribir y, por tanto, reflexionar sobre si Cataluña seguirá siendo un enigma sin solución, si el PP ha decidido de una vez por todas convertirse en una opción programática con tintes sociales, o si el caso de Begoña Gómez avanza hacia algún sitio o se estanca en su propio lodazal. Sin olvidar los planes de Pedro Sánchez para hacer del PSOE una maquinaria tan sumisa como inútil. Mientras tanto, este mundo que nos ha tocado vivir lidia con toros de gran envergadura (se prohíban los toros o no), pero aquí seguimos, enredados en nuestras pequeñas miserias. Como bien dijo Unamuno: “En España, de cada diez cabezas, una piensa y nueve embisten”. Y vaya si lo demuestran.
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