Los habitantes del mundo actual somos incapaces de someter a crítica el pensamiento humano, y mucho menos su propio pensamiento.
¿Cuántas personas creen tener principios que en realidad son finales?
Stefan Zweig, en “El Mundo de Ayer”, decía que el pensamiento humano tiene la sorprendente capacidad de transformar la realidad más dura en un paraíso, y en un infierno lo más placentero. El mundo de hoy, a pesar de los graves problemas e incertidumbres que surgen a diario, es el mejor que ha existido hasta la fecha y, en teoría, habitado por la población de humanos mejor formados y libres. Sin embargo, esta población tiene un problema, no sé si actual o eterno: está convencida de poseer la verdad, como en la Edad Media, y como en aquella época, capaces de resucitar una nueva Inquisición. Ahora estamos convencidos de que esto puede llevarnos a un mundo de tinieblas, pero no parece importar.
En este “mundo de dioses”, muchas personas, más de las que creemos, afirmamos, no me excluyo, con mucha solemnidad, poseer una serie de principios fundamentales que conforman nuestra manera de entender el mundo y de comportarnos; principios que consideramos inquebrantables. Enarbolamos estos “valores” para elogiar o condenar sin otro mayor criterio, a veces incluso perdonar, y nos gusta ser aplaudidos por todo ello. Sabemos que, en realidad, lo que “proclamamos” son solo declaraciones grandilocuentes que ocultan posturas rígidas y dogmáticas, rechazando cualquier atisbo de pensamiento crítico o reflexión contradictoria que provenga del exterior de nosotros mismos.
En la jerga del “modernismo digital” se habla de los especialistas en “zascas”, a los que no son de los nuestros: “zasca”. Había quien se vanagloriaba de ser la responsable de “zascas” en la vicepresidencia del gobierno. Hay “zascas” para todos a derecha e izquierda. Aquel que se atreva a cuestionar “nuestros principios”, nuestro pensamiento (único) toma un “zasca”.
Si nos detenemos a analizar las palabras, encontraremos que ni principios, fundamentos o valores, ni siquiera declaraciones solemnes que decíamos antes: exhiben conclusiones cerradas, finales (fines) inamovibles. Enhorabuena, llegaron al destino antes de partir.
Diversos pensadores, de diferentes orientaciones, han avisado sobre este problema. Friedrich Nietzsche, en su obra “Más allá del bien y del mal”, advertía de la importancia del cuestionamiento constante del pensamiento; en caso contrario, “las convicciones son prisiones”. Las creencias inamovibles realmente limitan la capacidad de pensar libremente y adaptarse a nuevas ideas y realidades; nos inhabilitan para el cambio. Karl Popper, en su teoría del falsacionismo, argumenta que las teorías y creencias deben ser siempre susceptibles de ser cuestionadas y probadas; en caso contrario, no son creíbles.
En el mundo de hoy, con guerras que parecen interminables y sin sentido, se discute internacionalmente si se deben adquirir más o menos armas, donde se pelea encarnizadamente por dónde ubicar a niños que llegaron milagrosamente en herrumbrosos barcos, y no precisamente para hacer un intercambio como nuestros hijos. Estamos expectantes sobre quién va a gobernar el mundo: un hombre de ochenta años y otro de setenta y muchos, ambos con problemas de patinaje de meninges, con la cantidad de personas inteligentes que existen y en buen estado. En definitiva, tenemos dificultades para encontrar el camino correcto. No hay mayor pecado que arrogarse la solución en exclusiva sabiéndose perdido.
George Orwell, en “1984“, muestra un mundo donde el dogmatismo extremo y la ausencia de pensamiento crítico han llevado a una sociedad totalitaria y opresiva. Recuerden el eslogan del partido político orwelliano Ingsoc que decía: “La guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es fuerza”. La distopía literaria orwelliana no está muy alejada de la realidad del mundo actual. Decimos pensar, proclamamos principios éticos que pueden ser utilizados para justificar cualquier situación. Es el modo Sinatra: cada cual a su manera.
En la película “El club de los poetas muertos” se muestra una lucha entre el pensamiento crítico y las normas rígidas. El personaje de Robin Williams, el profesor Keating, desafía a sus estudiantes a “carpe diem” (aprovechar el día) y a cuestionar las convenciones establecidas, promoviendo una mente abierta y una disposición a reconsiderar y reevaluar sus principios. Como recordarán, el profesor termina siendo expulsado del colegio, como era de esperar. ¡A quién se le ocurre!
Hasta hace poco, el pensamiento crítico era considerado bueno y necesario, por no decir imprescindible, para adaptarse a las cambiantes realidades del mundo. Hoy parece que no. Los hiperliderazgos, políticos y no políticos, la razón googeliana (la que se encuentra en el buscador), la cultura de la imagen (propia) y el autoempoderamiento nos alejan de muchas cosas, entre ellas de la tranquilidad y el descanso de no estar siempre en tensión por tener razón.
En estas últimas semanas cunde una cierta preocupación por el crecimiento de partidos políticos en Europa con pensamientos disruptivos del orden anterior, el de la democracia representativa tradicional, la economía social de mercado y el consenso de las mayorías. Nos felicitamos, yo también, de que en la vecina Francia la extrema derecha no haya arrasado como las cada vez menos rigurosas demoscopias profetizaban; tampoco pasó en las europeas. Es cierta, polisemánticamente, es verdadera, también cierta en cuanto cada vez hay más personas a las que no les preocupa. Quizás no tarde mucho en convertirse en una opción de voto mayoritaria. En un reciente y clarividente artículo del profesor Juan Jesús González, “Los proletarios cambian de bando”, analizando la extracción social de los votantes, nos advierte que los ciudadanos están mutando electoralmente. Se termina perdiendo el miedo a votar a los partidos de extrema derecha. Es el único enganche que esgrimen los partidos de izquierda para mantener su voto, no ofreciendo mucho más. Si no fuera así, ¿por qué tener miedo al voto? “Que vienen, que vienen” no es un eslogan eterno, no me gustaría que tuviéramos que decir “ya están aquí”.
La extrema derecha, poco a poco, está en la búsqueda de un espacio propio, quizás por ello no les importe librarse ahora del PP. El problema es que los conservadores lo entiendan. Lo preocupante, muy preocupante, para la democracia, es que la derecha y la izquierda sigan en la batalla estéril de poner un muro entre culturas políticas, valores y principios en una sociedad que está en acelerado y profundo proceso de cambio.
Déjenme una última referencia literaria, bueno, penúltima. Previamente, el pensamiento crítico se fundamenta con la palabra y lecturas de otros que enriquecen el nuestro. Un amigo me recomendó la lectura de un compendio de artículos, que le había recomendado nuestro amigo común Lauro Olmo, de Pier Paolo Pasolini, “Escritos corsarios“.Pier Paolo Pasolini se preguntaba qué es la cultura de una nación y se respondía así: “Corrientemente se cree, también por parte de las personas cultas, que es la cultura de los científicos, de los políticos, de los profesores, de los literatos, de los cineastas, etc.: es decir, que es la cultura de la inteligencia. En cambio, no es así. Y no es siquiera la cultura de las clases dominantes que, precisamente, a través de la lucha de clases, trata de imponerla al menos formalmente. No es finalmente tampoco la cultura de la clase dominada, es decir, la cultura popular de los obreros y de los campesinos. La cultura de una nación es el conjunto de todas estas culturas de clases: es la media de ellas. Y sería por lo tanto abstracta si no fuese reconocible —o, para decirlo mejor, visible— en lo vivido y en lo existencial y si no tuviese en consecuencia una dimensión práctica”. Pasolini dice a continuación algo muy vigente: “No hemos hecho nada para que los fascistas no existieran. Los hemos condenado para gratificar nuestra conciencia con nuestra indignación; cuanto más fuerte y petulante era la indignación, más tranquila estaba la conciencia”.
El líder del PP lleva unos días aireando sus principios a raíz de la ruptura de los acuerdos de gobierno con VOX. Yo me pregunto: ¿no hubiera sido mejor que hubiera hecho valer sus principios hace un año? Los principios no se cambian por periodos anuales, como cuando había presupuestos. Por otra parte, la pasada semana el líder del PSOE decía que si algo distingue a la socialdemocracia y al “pensamiento progresista” es su capacidad de hacer autocrítica y su disposición para “adaptar nuestros principios a las necesidades de cada momento”. Es como la tautología de que el socialismo es lo que hacen los socialistas y el liberalismo lo que hacen los liberales.
Una cosa es adaptar las políticas públicas a unas necesidades determinadas, incluso a determinadas renuncias fácticas en función del consenso y la búsqueda de una mayoría más sólida, y otra cosa bien distinta es actuar como si se tratase de la tripa de Jorge, estirándola y encogiéndola a conveniencia. No sé si era la tripa, pero viene siendo así.
Lo dicho, una cosa son los principios y otra los finales.
En Escritos Corsarios El verdadero fascismo y por lo tanto el verdadero antifascismo. 24 de junio de 1974. Pier Paolo Pasolini, 1975. Traducción: Hugo García Robles. Editor digital: Titivillus
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