Liderazgo es el último libro de Henry Kissinger en ser publicado en español, en 2023, poco antes de la muerte de este geopolítico y figura central en la política internacional del último medio siglo. A los lectores argentinos les recomendamos especialmente ver el capítulo dedicado a Margaret Thatcher y la Guerra de Malvinas
El Autor[i]
En 1938, llegaba a los Estados Unidos, procedente de Baviera, un joven judío alemán que se refugiaba allí, junto a su familia, de los horrores del nazismo y sus campos de exterminio. En ese entonces nadie podía imaginar que ese inmigrante adolescente estaba destinado a ocupar los más altos cargos que un extranjero puede alcanzar en los Estados Unidos.
Tampoco se podía imaginar que el joven Heinz Alfred Kissinger, que nunca perdería su fuerte acento alemán, sería uno de los estadistas más brillantes del siglo XX y que estaba destinado a moldear la política mundial de la Guerra Fría.
Su accionar siempre estuvo orientado por el “realismo político” más absoluto, en la misma línea teórica que Nicolás Maquiavelo, Armand Jean du Plessis, cardenal duque de Richelieu, el conde Otto von Bismarck, Winston Churchill o, su contemporánea, Golda Meir, apelando a la razón de Estado y en la búsqueda de un orden internacional estable. Pero, a diferencia de todos ellos Henry Kissinger fue el único que tuvo la posibilidad de escribir como estructurar un orden internacional estable y contribuir a moldearlo según sus ideas.
Por último, Kissinger fue el pensador y académico que logró rescatar a la “geopolítica” de todos aquellos que la condenaban por considerarla una “ciencia nazi”. El Dr. Kissinger empleó el término “geopolítica” centenares de veces en los documentados tres tomos de memorias y en artículos y otras contribuciones académicas.
Nació con el nombre de Heinz Alfred Kissinger en Fuerth, Baviera, Alemania, el 27 de mayo de 1923. A los quince años emigró con su familia a los Estados Unidos escapando de la persecución nazi a los judíos (trece de sus parientes cercanos perecieron en el Holocausto). Allí realizó una brillante carrera académica y política. En 1943 debió interrumpir sus estudios de ciencia política en Harvard al nacionalizarse (oportunidad en que cambió su nombre de Heinz por Henry) y ser reclutado por el Ejército estadounidense. Sirvió como traductor en la inteligencia militar de la 84ava. División de Infantería. Retorno a su patria de nacimiento, en 1945, con las fuerzas estadounidenses para poder ser testigo de las calamidades que la guerra dejó en Alemania y del duro camino de la reconstrucción, tal como a testigos en este libro.
Su brillante desempeño lo llevó a realizar tareas de contrainteligencia para la Oficina de Servicios Estratégicos –Office Strategic Service– el organismo de inteligencia estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial precursor de la Agencia Central de Inteligencia.
Vuelto a la vida civil, recibió el grado Summa del Bachillerato en Artes Cum Laude en la Universidad de Harvard en 1950, la Maestría en 1952 y el Doctorado en Ciencias en 1954. Comenzó luego una intensa actividad profesional donde alternó la docencia con el asesoramiento a distintas esferas del gobierno americano.
Entre 1954 y 1971 se desempeñó como profesor del Departamento de Gobierno y del Centro para los Asuntos Internacionales de la Universidad de Harvard. Entre 1957 y 1960 integro el Asociado del Centro para los Asuntos Internacionales de la Universidad de Harvard en calidad de director asociado. Entre 1955 y 1956 se desempeñó como director de Estudios del Programa de Armas Nucleares y Política Exterior del Consejo para las Relaciones Exteriores. Entre 1956 y 1958, fue director de Estudios Especiales de la Fundación Rockefeller.
Entre los principales cargos que desempeñó en el gobierno de los Estados Unidos figura el de Asesor del Departamento de Estado (1965 – 1966), Asesor sobre el Control de Armamentos para la Agencia de Desarme (1961 – 1968). Funcionario del Consejo de Seguridad Nacional (1961 – 1962). Miembro del Grupo de Análisis de las Prestaciones del Sistema de Armas de la Junta de Comandantes en Jefe (1959 – 1960). Se desempeñó como consejero para Asuntos Internacionales y de Seguridad Nacional y secretario particular del presidente Richard Nixon, desde enero de 1969. Fue el principal negociador de la reconciliación China – EE. UU., culminada con la visita de Nixon a Pekín -1971-, de las distensiones con la Unión Soviética, y de la paz en Vietnam, tras arduas gestiones con el gobierno de Hanói en París.
Ha sido presidente del Consejo de Seguridad Nacional (1969 – 1976) y secretario de Estado (1973 – 1977). En 1983, el presidente Ronald Reagan lo nombró presidente de la Comisión Bipartidaria para América Central del gobierno de los Estados Unidos.
En una época de crueles dictadores, Henry Kissinger debió tratar con muchos de ellos y arribar a acuerdos que preservasen los intereses estadounidenses en el mundo. Así se vinculó con Leonid Brezhnev, Mao Zedong, Fidel Castro, Sukarno, Anastasio Somoza Debayle, Augusto Pinochet Ugarte, Jorge Rafael Videla, entre otros.
Desde 1977 se ha desempeñado como profesor de Diplomacia de la Universidad de Georgetown. Transcurridos cinco años desde el momento en que dejó el cargo de secretario de Estado, Henry Kissinger creó una firma de consultoría en “diplomacia pública” denominada “Kissinger Associates” para mejorar la imagen internacional de algunos gobiernos o apoyarlos en promocionar ciertas causas. También desarrollo una fecunda actividad como conferencista, escritor y analista periodístico en diversas publicaciones internacionales.
A lo largo de su vida a recibido numerosas distinciones académicas y diplomáticas entre las que cabe mencionar que se le concedió el premio Novel de la Paz en 1973, compartido con el norvietnamita Le Duc Tho. En enero de 1977 fue condecorado con la medalla presidencial de la Freedom y en 1986 la medalla Liberty. La Academia Diplomática de Rusia reconociendo sus méritos como un intelectual de gran influencia en el mundo, le otorgó el título de “Doctor Honoris Causa” y la prestigiosa revista Forbes lo incluyó entre los cien intelectuales más prestigiosos del planeta.
Entre sus múltiples publicaciones se cuentan: “Armas nucleares y política exterior” (1957), “La necesidad de una elección”, “Política exterior americana”, “Un mundo restaurado: Metternich, Castlereagh y los problemas de la paz: 1812 y 1822” (1957), “Memorias” (1977 y 1982), “¿Crisis en la seguridad europea?”, “Diplomacia” (1994), “China” (2012), “Orden mundial” (2014), “Liderazgo” (2022) y numerosos artículos.[i]
Falleció el 29 de noviembre de 2023, en su casa de Connecticut, poco después de un último viaje a China para negociar un mejoramiento en las relaciones entre Estados Unidos y Beijin.
LIDERAZGO[i]:
En su último libro editado en español, Kissinger dedicó 645 páginas en analizar tanto la biografía como las circunstancias particulares en que les toco gobernar a seis estadistas del siglo XX a quienes el geopolítico estadounidense conoció personalmente en diversas ocasiones. Ellos son: Konrad Adenauer; Charles de Gaulle, Richard Nixon; Anwar Sadat; el singapurense Lee Kuan Yew y Margaret Thatcher.
Para elaborar estos perfiles biográficos y analizar su forma de liderazgo como jefes de Estado, Kissinger, recurrió a sus recuerdos y a las grabaciones o notas con que registraba cada encuentro con esas personalidades. Pero no se limitó a su opinión y a las impresiones que estos le dejaron, también consultó las memorias de los seis líderes, las memorias de quienes fueron sus colaboradores, antagonistas y contemporáneos, y otras diversas fuente bibliográficas que enriquecen a su libro y que se encuentran perfectamente consignadas en citas y notas en las páginas que van del 519 al 589.
Las 645 páginas se descomponen de la siguiente forma: 512 páginas de cuerpo principal dividido en una Introducción, seis capítulos independientes de biografías y una conclusión. Las 133 páginas se han destinado a agradecimiento, notas, créditos de las imágenes y un detallado índice alfabético.
La introducción analiza las características del liderazgo y las características generales de los personajes biografiados en el libro.
Así Kissinger comienza hablando de las características generales de los líderes: “los líderes piensan y actúan en la intersección de dos ejes: el primero, entre el pasado y el futuro; el segundo, entre los valores perdurables y las aspiraciones de aquellos a los que lideran. Su primer reto es el análisis, que comienza con una evaluación realista de su sociedad basada en la historia, sus costumbres y sus capacidades. Después deben equilibrar lo que saben, que por fuerza extraen del pasado, con lo que intuyen sobre el futuro, que es inherentemente especulativo e incierto. Es esta comprensión intuitiva de la dirección que debe seguirse la que permite a los líderes fijar objetivos y establecer una estrategia.”
“Para que las estrategias inspiren a la sociedad, los líderes tienen que ser didácticos: comunicar los objetivos, mitigar las dudas y movilizar apoyos. Si bien el Estado tiene por definición el monopolio de la fuerza, la dependencia de la coerción es síntoma de un liderazgo inadecuado; los buenos líderes despiertan en el pueblo el deseo de caminar a su lado. Además, deben motivar a su entorno inmediato para que traduzcan sus ideas, de manera que estas guarden relación con las cuestiones prácticas cotidianas. Ese equipo dinámico que le rodea es el complemento visible de la vitalidad interior del líder; le proporciona apoyo en su camino y hace más tolerables los dilemas de la toma de decisiones. Los líderes pueden verse magnificados -o debilitados- por las cualidades de quienes los rodean.”
Más adelante, Kissinger ensaya una clasificación de los líderes distinguiendo entre “el estadista” y “el profeta”. No podemos dejar de señalar que esta clasificación parece estar inspirada en la que realizara su connacional Max Weber, en el siglo XIX. Weber hablaba de lideres: tradicionales, carismáticos y racional-burocráticos. Pero veamos lo que consigna el ex secretario de Estado.
“Los estadistas -señala Kissinger- comprenden que tienen un par de tareas esenciales. La primer es preservar su sociedad, manipulado las circunstancias en lugar de dejarse abrumar por ellas. Estos líderes aceptarán el cambio y el progreso, mientras se aseguran de que la sociedad conserva su sentido esencial mediante las evoluciones que fomentan en ella. La segunda es atenuar la visión con la cautela, teniendo en cuenta una cierta noción de los límites. Estos líderes asumen la responsabilidad no solo de los mejores resultados, sino también de los peores. Suelen ser conscientes de las muchas y grandes expectativas que no han cumplido, de las innumerables buenas intenciones que no han podido realizar, de la obstinada persistencia de los asuntos humanos del egoísmo, el ansia de poder y la violencia. De acuerdo con esa definición de liderazgo, los estadistas tienden a establecer protecciones ante la posibilidad de que incluso los planes mejor elaborados puedan frustrarse, o de que la formulación más elocuente tenga motivos ocultos. Tienden a desconfiar de quienes personalizan la política, pues la historia muestra la fragilidad de las estructuras que dependen en gran medida de una personalidad. Ambiciosos, pero no revolucionarios, trabajan en lo que perciben como la corriente de la historia, haciendo avanzar a sus sociedades, al tiempo que consideran sus instituciones políticas y valores fundamentales como una herencia que debe transmitirse a las generaciones futuras (aunque con modificaciones que mantengan su esencia). Los líderes sensatos que encajan con la calificación de estadistas reconocerán cuándo las nuevas circunstancias exigen que se superen las instituciones y los valores existentes. Pero entienden que, para que sus sociedades prosperen tienen que asegurarse que el cambio no exceda lo que estas pueden soportar.” (Ps. 24 y 25)
“El segundo tipo de líder -el visionario o profeta- trata las instituciones predominantes no tan tanto desde la perspectiva de lo posible como desde una visión de lo imperativo. Los líderes proféticos invocan sus visiones trascendentes como prueba de su honradez. Anhelan un lienzo en blanco en el que imponer sus proyectos, adoptan como tarea principal la de borrar el pasado, con sus tesoros y sus trampas. La virtud de los profetas es que redefinen lo que parece posible; son los ‘hombres irrazonables’ a los que George Bernard Shaw atribuyó ‘todo el progreso’. Como creen en las soluciones definitivas, los líderes proféticos tienden a desconfiar del gradualismo y lo consideran una concesión innecesaria al tiempo y las circunstancias; su objetivo es trascender el statu quo, y no tanto gestionarlo.” (P. 26)
“El encuentro entre los dos tipos suele ser poco concluyente y frustrante debido a sus distintas medidas del éxito para los estadistas, la prueba es la durabilidad de las estructuras políticas cuando se encuentran bajo presión, mientras que los profetas miden sus logros de acuerdo con estándares absolutos. Si el estadista evalúa las posibles líneas de actuación basándose en su utilidad más que en su ‘verdad’, el profeta considera este enfoque un sacrilegio, un triunfo de la conveniencia sobre el principio universal. Para el estadista, la negociación es un mecanismo de estabilidad; para el profeta, puede ser un medio para convertir o desmoralizar a los adversarios. Y si, para estadista la preservación del orden internacional trasciende cualquier disputa que se produzca en su seno, los profetas se guían por su objetivo y están dispuestos a derrocar el orden existente.”
“Ambos tipos de liderazgo -concluye Kissinger- han sido trasformadores, sobre todo en periodos de crisis, aunque el estilo profético, representativo de los momentos de exaltación, suele implicar mayor disrupción y sufrimiento. Cada enfoque tiene también su némesis. La del estadista es que el equilibrio, aunque pueda ser una condición necesaria para la estabilidad y el progreso a largo plazo, no supone un impulso por sí sola. Para el profeta, el riesgo es que un estado de ánimo eufórico pueda sumir a la humanidad en la inmensidad de una visión y reducir al individuo a un objeto.” (P. 27)
El canciller Adenauer, de Alemania entre 1949 y 1963, con su “estrategia de la humildad”, según Kissinger, dejó una herencia inestimable: consolidó la democracia en Alemania Federal; contuvo a la URSS; ayudó a configurar la integración europea, reinstalando a Alemania, y dejó el camino preparado para la reunificación ocurrida años después.
Como información que yo ignoraba, Kissinger señala que: “En marzo de 1952, para impedir la creación de una comunidad de defensa europea y el rearme alemán, Stalin ofreció formalmente la unificación alemana con cinco condiciones: (a) todas las fuerzas de ocupación, incluidas las soviéticas, se retirarían en el plazo de un año; (b) la Alemania unida mantendría un estatus neutral y no entraría en ninguna alianza; (c) la Alemania unida aceptaría las fronteras de 1945, es decir, la línea Óder – Neisse que constituía la conflictiva frontera con Polonia tras la guerra; (d) la economía alemana no estaría limitada por condiciones impuestas por terceros; en otras palabras, se aboliría el Estatuto del Ruhr que limitaba la economía alemana; y (e) la Alemania unida tendría derecho a desarrollar sus propias fuerzas armadas. Estas propuestas se dirigían a los aliados occidentales, dejando clara la posición secundaria de Alemania.”
En opinión de Kissinger, “Stalin le pedía a Adenauer que abandonara todos los avances que había hecho hacia la integración europea a cambio de la unificación.” También piensa que Stalin hizo esa proposición teniendo la certeza de que sería rechazada, tal como lo fue. “No obstante, puso a Adenauer en una posición difícil. Por primera vez desde la rendición incondicional la cuestión de la unificación del país se había planteado formalmente ante las potencias aliadas y el pueblo alemán.” (P. 51)
Kissinger aprovecha el capítulo destinado a Adenauer, para describirnos brevemente la transición de Alemania desde la rendición incondicional en mayo de 1945 hasta la unificación el 3 de octubre de 1990. Pasando revista a la desnazificación, la situación de los judíos alemanes, las relaciones con las autoridades aliadas de ocupación, la integración europea, el rearme, las estrategias de empleo de armas nucleares, las crisis de Berlín y las políticas seguidas por los sucesores de Adenauer hasta la unificación definitiva.
Para el final, reservé esta frase que Kissinger atribuye al estadista alemán en una reunión privada: “Adenauer tenía buen ojo para el carácter, y en ocasiones expresaba sus observaciones con sarcasmo. En una conversación sobre las cualidades de un liderazgo fuerte, me advirtió que “nunca confundiera la energía con la firmeza”. En otra ocasión, me hizo pasar a su despacho justo en el momento en que se iba otro visitante, que hacía poco había acaparado la atención de los medios de comunicación por haberlo atacado. Mi sorpresa ante la cordialidad con que se despidieron debió ser evidente. Adenauer comenzó la conversación así: “Mi querido profesor, en política es importante tomar represalias a sangre fría.” (P.64)
Según Kissinger, De Gaulle desarrolló una “estrategia de la voluntad”. El geopolítico nos brinda un singular perfil biográfico del estadista francés destacando especialmente algunos aspectos de su personalidad.
Así relata Kissinger que: “El 2 de marzo de 1916, después de ser herido en el muslo con una bayoneta, De Gaulle fue hecho prisionero. A pesar de intentar fugarse en cinco ocasiones, permanecería encarcelado en Alemania hasta el armisticio del 11 de noviembre de 1918.”
“De Gaulle había aprendido alemán en la Escuela, y mientras estuvo en prisión leyó periódicos alemanes con las ganas de un estudiante entusiasta y la curiosidad de una analista militar experto. Escribió mucho sobre el esfuerzo de guerra alemán, leyó novelas, participó en animadas discusiones sobre estrategia militar con su compañeros de cárcel e incluso dio una serie de conferencias sobre las relaciones entre civiles y militares a lo largo de la historia de Francia. Por mucho que ansiara volver al frente, el internamiento fue su escuela de posgrado. También fue una prueba de soledad. En la libreta que llevaba en prisión, De Gaulle, con veintisiete años, escribió: ‘Dominarse a sí mismo debería convertirse en una especie de hábito, un reflejo moral adquirido por una constante gimnasia de la voluntad, sobre todo en las cosas más pequeñas: la ropa, la conversación, el modo de pensar’” (P. 95).
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“En circunstancias normales, con su experiencia en el campo de batalla, el ascenso a general de brigada y su brillantez intelectual, De Gaulle podría haber aspirado a un alto mando en el ejército y, después de una década más de servicio quizá a un puesto en el gabinete francés. En cambio, que se convirtiera en el símbolo de la propia Francia es al difícilmente concebible.”
“Sin embargo, los líderes que cambian la historia rara vez aparecen como el previsible final de un camino recto. Cabría haber esperado que la entrada en escena de un general de brigada de bajo rango, que declaraba la creación de un movimiento de resistencia en medio del caos de la capitulación de Francia entre la Alemania hitleriana, hubiera acabado mereciendo, tal vez, una nota al pie que reconociera su papel como actor auxiliar en un futuro que determinaría los vencedores finales. Pero, tras llegar a Londres sin nada más que su uniforme y su voz, De Gaulle salió de la oscuridad para catapultarse hasta las filas de los estadistas mundiales. En un ensayo que escribí hace más de cincuenta años, lo describí como un ilusionista. Primero como líder de la Francia Libre durante la guerra, y más tarde como fundador y presidente de la Quinta República, evocó visiones que trascendían la realidad objetiva, convencido a sus audiencias de que las tratara como hechos. Para De Gaulle, la política no era el arte de lo posible sino el arte de la voluntad.” (P. 97)
Hablar de Carles De Gaulle le permite a Kissinger la oportunidad de volver sobre uno de los personajes históricos de su preferencia y sobre el cual hablo extensamente en su libro “Diplomacia”, nada más ni nada menos Armand – Jean du Pessis, cardenal de Richelieu, quien junto a Otto von Bismarck son expresiones históricas del realismo político a las que rinde culto el ex secretario de Estado, quien nos relata lo siguiente:
“A principios del siglo XVII, cuando la monarquía de los Habsburgos en Austria se expandía en Europa central y, en su extremo occidental, hasta España, Francia necesitó una mayor autoridad central y una estrategia compleja para defenderse de ese envolvimiento. La tarea recayó en Armand – Jean du Plessis, el cardenal Richelieu, que fue primer ministro de Luis XIII entre 1624 y 1642 y el principal artífice de que, más tarde, Francia se convirtiera en una potencia europea destacada durante el reinado de Luis XIV. Richelieu rechazó las estrategias imperantes basadas en la lealtad dinástica o la afiliación confesional y orientó las políticas interior y exterior de Francia de acuerdo con las ‘razones de Estado’ (raisons d’etat); es decir, la búsqueda flexible del interés nacional basada por completo en un análisis realista de las circunstancias.”
“Para De Gaulle, se trataba de la primera gran visión estratégica de los asuntos europeos desde la caída de Roma, Francia trataría entonces de explotar la existencia de multitud de Estados en Europa central, fomentando sus rivalidades y aprovechando sus divisiones de una manera que siempre garantizara que su estatus era más fuerte que cualquier posible suma de ellos, Ignorando el catolicismo de Francia y el suyo propio, Richelieu y su sucesor, Jules Mazarin, apoyaron a los Estados protestantes en la Guerra de los Treinta Años, que devastó Europa central, dejando a Francia como árbitro de sus rivalidades.” (P. 98)
“Así, Francia se convirtió en el país más influyente del continente. Al que solo el Reino Unido hacia contrapeso. A principios del siglo XVIII, el llamado orden europeo del Ancien Régime consistía en dos coaliciones que en parte se superponían, a veces estaban en guerra y a veces llegaban a acuerdos, pero nunca llevaban los conflictos al extremo de amenazar la supervivencia del sistema. Los elementos principales de este orden eran el equilibrio en Europa central, manipulado por Francia, y el equilibrio general del poder, gestionado por el Reino Unido, que lanzaba su armada y sus recursos financieros contra la potencia europea más fuerte del momento, que solía ser Francia.”
“De Gaulle alabó la estrategia básica de Richelieu y sus sucesores en un discurso de 1939: ‘Francia siempre ha encontrado aliados naturales cuando ha querido. Para luchar contra Carlos V, luego contra la Casa de Austria y, finalmente, contra la pujante Prusia, Richelieu, Mazarin, Luis XIV y Luis XV se sirvieron sucesivamente de esos aliados.’” (P. 99)
A lo largo del capítulo dedicado a De Gaulle, Kissinger analiza la descolonización de Argelia, la caída de la Cuarta República, la política nuclear de Francia, el ascenso y caída de líder francés y finalmente una aguda comparación entre De Gaulle y Winston Churchill. Veamos algunas de las consideraciones finales que hace Kissinger sobre De Gaulle y su impacto en la política mundial del siglo XX.
“Los estadounidenses suelen recordar hoy a De Gaulle -si es que lo recuerdan. Como una caricatura: el líder francés ególatra con delirios de grandeza, siempre agraviado por ofensas reales o imaginarias. A menudo era un fastidio para sus compañeros. Churchill se enfurecía con él de vez en cuando. Roosevelt conspiró para marginarlo. En la década de 1960, las administraciones de Kennedy y Johnson no dejaron de pelearse con él, al creen que su política era una oposición crónica a los objetivos estadounidenses.”
“Esas críticas no carecían de fundamento. De Gaulle podía ser altivo, frío, áspero y mezquino. Como líder, irradiaba mística, no calidez. Como persona, inspiraba admiración, incluso temor, pero rara vez afecto.” (P. 164)
“Sin embargo, como hombre de Estado, De Gaulle sigue siendo excepcional. Ningún líder del siglo XX demostró dotes de intuición. En todas las cuestiones estratégicas importantes a las que se enfrentaron Francia y Europa durante al menos tres décadas, su juicio fue acertado, y lo fue en contra de un consenso abrumador. A su extraordinaria clarividencia se sumaba el valor de actuar según su intuición, incluso cuando las consecuencias parecían un suicidio político su carrera validó la máxima romana de que la fortuna favorece a los valientes.”
“Ya a mediados de la década de 1930, mientras el resto del ejército francés optaba por una estrategia de defensa estática, De Gaulle comprendió que serían las fuerzas ofensivas motorizadas las que decidirían la próxima guerra. En junio de 1940, cuando casi toda la clase política francesa creía que la resistencia a los alemanes era inútil, la opinión de De Gaulle fue la contraria: que tarde o temprano Estados Unidos y la Unión Soviética se verían arrastrados a la guerra, que su fuerza combinada acabaría aplastando a la Alemania de Hitler y que, entonces, el futuro estaba del lado de los aliados. Pero, insistió, Francia solo podría desempeñar un papel en el futuro de Europa si recuperaba su alma política.”
“Tras la liberación de Francia, volvió a romper con sus compatriotas, al reconocer que el incipiente sistema político no estaba a la altura del desafío. Por lo tanto, se negó a continuar al frente del Gobierno provisional y renunció de repente a la posición crucial que había construido con cuidado durante su servicio en la guerra. Se retiró a su casa de Colombey-les-Deux-Églises, con la esperanza de que le volvieran a llamar si se producía la parálisis política que había predicho.”
“La oportunidad tardó doce años en llegar. En medio de la amenaza de una guerra civil, De Gaulle planeó una transformación del Estado francés que devolvió al país una estabilidad que él no había conocido en toda su vida. Al mismo tiempo, a pesar de la nostalgia por las glorias pasadas de Francia, amputó sin compasión a Argelia del cuerpo político, tras llegar a la conclusión de que retenerla sería fatal.” (P. 165)
“La forma de gobernar de De Gaulle es singular. Con un compromiso implacable con el interés nacional francés y un legado trascendente, su carrera generó pocas lecciones formales para la elaboración de políticas, ninguna guía detallada que poder seguir en circunstancias específicas. Pero el legado del liderazgo debe ser inspirador, no solo doctrinal. De Gaulle dirigió e inspiró a sus seguidores con el ejemplo no con prescripciones. Más de medio siglo después de su muerte, la política exterior francesa todavía puede describirse como ‘gaullista’. Y su vida es un ejemplo de como los grandes líderes pueden dominar las circunstancias y forjar la historia.” (P. 166)
Para Kissinger, Nixon habría ejecutado una “estrategia del equilibrio”. Aclaremos que, como el propio autor reconoce, todo lo referido a Richard Nixon, lo ha tratado muy en extenso en sus dos tomos de Memorias (1.000 hojas) publicadas a finales de la década de 1980. Es que el pensamiento estratégico de Nixon es prácticamente inseparable de las ideas de quien fuera primero su Asesor de Seguridad Nacional y finalmente su secretario de Estado, cargo que Kissinger mantuvo con su sucesor: el presidente Gerald Ford.
Nixon fue uno de los presidentes más controvertidos, el único que debió dimitir, es ponderado por su fiel colaborador: “fue el presidente que en el momento álgido de la Guerra Fría reformuló un orden global en declive”. Puso fin a la intervención en Vietnam, colocó a los Estados Unidos como la potencia exterior dominante en Oriente Próximo y mediante la apertura a China impuso una dinámica triangular, en reemplazo de una bipolar, que acabaría dejando a la URSS con una desventaja estratégica decisiva.
Kissinger sobre esta cuestión afirma “no querer revivir controversias, sino analizar el pensamiento y la personalidad de un líder que asumió en mitad de una agitación cultural y política y que al adoptar una noción geopolítica del interés nacional trasformó la política exterior de su país”. En verdad fue un pensamiento estratégico: Pekín temía un “castigo preventivo” de Moscú y los EE. UU. le aportaron un adicional de poder invalorable. En aquellas circunstancias la cooperación entre los Estados Unidos y China aplicó como mecanismo de cooperación frente al expansionismo soviético.
Rescatemos de este capítulo lo que Kissinger denomina “la visión que tenía Nixon del mundo”.
“Las convicciones de Nixon sobre política exterior no encajaban del todo en las categorías políticas existentes entonces. En su carrera como congresista se había implicado de manera notable en el debate sobre el juicio a Alger Hiss, antiguo funcionario del Departamento de Estado y supuesto agente soviético, al que buena parte de la clase política consideraba víctima de una ‘caza de brujas’, hasta (aunque también después) que fue condenado por perjurio y encarcelado. De esta forma, cuando Nixon juró su cargo como presidente, tanto los conservadores como los progresistas tenían una idea formada sobre él. Los conservadores le consideraban un sólido anticomunista y un partidario de la línea dura en la Guerra Fría. A los progresistas les preocupaba que pudiera iniciar un periodo de exhibición de fuerza estadounidense en el exterior y de controversia nacional en casa.”
“Las ideas de Nixon sobre la política exterior eran mucho más matizadas que la percepción que sus críticos tenían de ellas. Estaban conformadas por su experiencia de servicio público en la marina durante la Segunda Guerra Mundial, en el Congreso y como vicepresidente. Nixon estaba firmemente convencido de la legitimidad para la movilidad social, como ejemplificaba su propia vida. En consonancia con las certezas de la política exterior de la época, creía que Estados Unidos tenía una responsabilidad especial en la defensa de la libertad en el plano internacional, y en concreto la libertad de sus aliados democráticos. Al tratar de poner fin al conflicto en Vietnam, que había heredado, le preocupaba el impacto que tendría la retirada estadounidense en la credibilidad de la nación como aliado, pero también como potencia y presencia en el mundo en general.” (P. 189)
“Nixon plasmó sus ideas sobre las responsabilidades internacionales de Estados Unidos en un discurso del 6 de julio de 1971. En él, explicó las obligaciones de su país en Vietnam en términos no partidistas, sin culpar a sus predecesores demócratas ni a la izquierda contraria a la guerra. Reconoció y describió las críticas a la línea política de Estados Unidos frecuentes entonces: ‘A Estados Unidos no se le puede confiar el poder; Estados Unidos debería retirarse de la escena mundial y ocuparse de sus propios problemas, y dejar el liderazgo mundial y ocuparse de sus propios problemas, y dejar el liderazgo mundial a otro, porque la forma en que llevamos a cabo nuestra política exterior en inmoral.’” (P. 189)
“Tras aceptar que Estados Unidos había dado unos primeros pasos equivocados en Vietnam, como lo había hecho en otras guerras, formuló una pregunta fundamental: ‘¿Qué otra nación del mundo os gustaría que tuviera la posición de potencia preeminente?’. Estados Unidos era ‘una nación que no buscó una posición preeminente en el mundo. Nos llegó por lo que sucedió en la Segunda Guerra Mundial. Pero he aquí una nación que ha ayudado a quienes eran sus enemigos, que ahora es generoso con quienes podrían ser sus oponente […]. El mundo tiene mucha suerte […] de tenerla en una posición de liderazgo mundial.’”
“Nixon reiteró su visión de posguerra de un liderazgo global de Estados Unidos, pero puso en duda las ideas dominantes sobre su política exterior. Entonces, como ahora, una importante escuela de pensamiento sostenía que la estabilidad y la paz eran el estado normal de las relaciones internacionales, mientras que el conflicto era una consecuencia de la incomprensión o la malicia. Una vez que las potencias hostiles fueran claramente superadas o derrotadas, volverían a surgir la armonía o la confianza subyacente. Según esta concepción quinta esencialmente estadounidense, el conflicto no era inherente, sino artificial.” (P. 190)
“La percepción de Nixon era más dinámica. Consideraba la paz como un estado de equilibrio frágil y fluido entre las grandes potencias, un estado de las cosas precario que a su vez constituía un componente vital para la estabilidad internacional. En una entrevista con la revista Time en enero de 1972, insistió en el equilibrio de poder como un requisito para la paz: ‘Cuando una nación se vuelve infinitamente más poderosa que su competidor potencial es cuando surge el peligro de la guerra. De modo que creo en un mundo en el que Estados Unidos es poderoso. Creo que el mundo será más seguro y mejor si Estados Unidos, Europa, La Unión Soviética, China y Japón con fuertes y sanos, y se equilibran mutuamente y no se enfrentan entre ellos, un equilibrio igualado.’” (P. 190)
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“Nixon ubicaba su estrategia en un contexto estadounidense específico. A principios del siglo XX, Theodore Roosevelt (1901 – 1909) había expresado la idea de que un día Estados Unidos heredaría el papel del Reino Unido como sostenedor del equilibrio global, un papel basado en la experiencia europea de mantener de Woodrow Wilson (1913 – 1921), según la cual debía buscarse la estabilidad internacional para conseguir la seguridad colectiva. Definía está como la aplicación conjunta del derecho internacional; en palabras de Wilson, ‘no un equilibrio de poder, sino una comunidad de poder; no rivalidades organizadas, sino una paz común organizada.’” (P. 191)
Cuando enfrentaba decisiones complicadas, Nixon tendía a aplicar una máxima que con frecuencia repetía a sus colaboradores: “Pagas el mismo precio por llevar a cabo una medida sin ganas o con dudas que llevarla a cabo de la manera correcta y con convicción.”
“A pesar de ser un veterano anticomunista, -dice Kissinger- Nixon no consideraba que las diferencias ideológicas con los Estados comunistas fueran una barrera para la relación diplomática. Consideraba más bien que la diplomacia era el mejor método para desbaratar planes hostiles y transformar las relaciones antagonistas en un compromiso con el adversario, o en su aislamiento. Por lo tanto, la apertura a China se basó en la convicción de que las rigideces comunistas de Mao Zedong podían compensarse si se sacaba partido de la amenaza soviética a la seguridad de China.” (P. 193)
Finalmente, Kissinger destaca: “Las fortalezas de Nixon como hombre de Estado se hallaban en los dos extremos de la estrategia geopolítica: el rigor analítico en la concepción y una enorme osadía en la ejecución. Daba lo mejor de sí mismo en los diálogos en los diálogos sobre objetivos a largo plazo y en los intentos de arrastrar a su homólogo al límite de un acuerdo estratégico.” (P. 195)
Para Kissinger, Anwar Sadat fue un hombre que intentó resucitar un antiguo diálogo entre judíos y árabes. Esa creencia, en la coexistencia de sociedades basadas en distintas religiones, resultó intolerable para sus oponentes. A pesar de su amistad con el expresidente Abdel Gamal Nasser, Sadat mantuvo distancia con la política de dependencia con la URSS. Luego de la muerte del líder, Sadat habría actuado según sus instintos, acercándose a los EE. UU. esperando ayuda para lograr la retirada de Israel a las fronteras de la guerra de 1967. Kissinger explica la decisión de Sadat de volver a la guerra: era imposible mantener un “estado de no guerra y de no paz”. Por eso buscó la paz en una nueva guerra: en 1973. Luego de una nueva derrota, Sadat optó por la diplomacia y apostó a la propuesta de paz global del presidente Jimmy Carter. En noviembre de 1977, respondió a la Casa Blanca mencionando una hipotética visita a Israel: “a Israel le sorprenderá oírme decir que no me niego a ir a su casa para hablar de paz”. Kissinger destaca los símbolos: visitó el Museo del Holocausto, rezó en la mezquita de Aqsa y en la Iglesia del Santo Sepulcro, y alegó en la Knéset por una paz duradera.
Finalmente, Sadat y el premier israelí Menajen Begin compartieron el Premio Nobel de la Paz, en 1978, por los Acuerdos de Camp David. Sadat, nos dice Kissinger, no consiguió la paz, pero logró una “modificación histórica en el patrón de comportamiento de Egipto”.
“Sadat imaginaba a Egipto como una nación islámica pacífica, con el poder suficiente para ser socia de su hasta entonces enemigo, en lugar de dominarlo o ser dominado por él. Comprendía que una paz justa solo podía lograrse a través de una evolución orgánica y el reconocimiento de los intereses mutuos, no mediante la imposición de potencias foráneas.” (P. 345)
En marzo de 1979, durante la ceremonia de la firma del tratado de paz egipcio -israelí, dijo Sadat: “Que no haya más guerras ni derramamiento de sangre entre árabes e israelíes. Que no haya más sufrimiento ni se denieguen más derechos. Que no haya más desesperación ni pérdida de sus hijos. Qué ningún joven desperdicie su vida en un conflicto del que nadie se beneficia. Trabajemos juntos hasta que llegue el día en que conviertan sus espadas en rejas para arado y sus lanzas en herramientas para la poda. Y Alá invita a la morada de la paz y guía a quienes quiere al camino recto.” (P. 347)
Kissinger concluye: “Rabin y Sadat murieron a manos de asesinos que se oponían a los cambios que acarrearía la paz y el Sadat que conocí había pasado de una visión estratégica a una profética”.
A Lee Kuan Yew, Kissinger lo trató en Harvard, donde el primer ministro de Singapur pasó un sabático para “hacerse con ideas nuevas”. Kissinger y sus colegas tuvieron una sorpresa: Lee preguntó por la guerra de Vietnam, los profesores manifestaron su oposición y le pidieron su opinión. Lee fue claro: su pequeño país dependía de que los EE. UU. enfrentaran a la guerrilla comunista que amenazaba el sudeste asiático.
Para Kissinger esa respuesta fue “un desapasionado análisis geopolítico” que describió el interés nacional singapurense: viabilidad económica y seguridad. Lee buscaba apoyo para un país sin recursos naturales cuya expectativa era crecer gracias “al cultivo de su principal capital: la calidad de su gente”. No enmarcó su tarea en las categorías de la Guerra Fría, buscaba un orden regional que Washington debía apoyar. Para Kissinger, Lee no se dejaba llevar por las tendencias, aprovechaba la contracorriente, gobernaba un país pequeño sin la cultura de siglos. Sin pasado, dice Kissinger, no tenía garantía de futuro. No tenía margen de error.
El geopolítico estadounidense atribuye esa claridad para el liderazgo a que Lee recibió su educación en una familia tradicional china. “Para Lee -dice Kissinger-, el ideal confuciano era ser un funzi, un caballero, leal a su padres y a su madre, fiel a su esposa, que educa bien a sus hijos, y trata de forma adecuada sus amigos, pero que es sobre todo un ciudadano leal a su emperador.”
Para finalizar el retrato de Lee Kuan Yew, Kissinger dice: “… fue, como siempre, analítico y poco sentimental. Se permitió cierto arrepentimiento, también por algunas de sus actuaciones como líder nacional. “No digo que todo lo que hice fuera correcto -declaró a The New York Times-, pero todo lo que hice fue por un propósito honorable. Tuve que hacer algunas cosas desagradables, encerrado a personas sin un juicio. Citando a un proverbio chino -un hombre no puede ser juzgado hasta el ataúd esté cerrado-, dijo: ‘Cerrad el ataúd, luego decidid’”. (P. 398)
Finalmente, el retrato de Margaret Thatcher. Mujer y outsider, desde esa perspectiva Kissinger la agiganta y destaca su fortaleza personal. Considera que ella logró un momento de renacimiento, basado en una tenacidad y convicciones puestas al servicio de un proyecto económico y espiritual. Nunca se retractó; enfrentó a los sindicatos y reconstruyó la alianza con Washington, en base a una relación privilegiada con Reagan. Kissinger la coloca en la galería de los mejores retratos de los estadistas que moldearon un orden internacional: la definió como la “dama de Hierro del mundo occidental”.
Malvinas
Posiblemente el capítulo de mayor interés, al menos para los lectores argentinos, sea el referido a la primer ministro británica Margaret Thatcher por contener referencias a la Guerra de Malvinas en 1982.
Kissinger destaca la determinación de Thatcher en obtener una victoria militar sin concesiones en el conflicto aún contra la opinión de los principales ministros de su Gabinete y ante las presiones del departamento de Estado de los Estados Unidos como una de las claves de la victoria del Reino Unido en la contienda.
Para Thatcher la victoria militar era una cuestión de orgullo nacional, un objetivo que persiguió “… inflexible, sorda a cualquier esfuerzo de llegar a un acuerdo y empecinada”, en palabras de Kissinger.
“La noticia de la invasión conmocionó al Gobierno británico ‘No podía creerlo -escribiría Thatcher después, insistiendo en que-: esta era nuestra gente, nuestras islas’. Pero su instinto de actuar se encontró con muy poca ayuda por parte de sus asesores. El ministerio de Asuntos Exteriores no veía posible una vía diplomática y el ministro de Defensa, John Nott, advirtió que una acción militar para recuperar las islas a más de once mil kilómetros era imposible.” (P. 427)
[…] “Thatcher impulsó a su Gobierno ‘Tendrás que recuperarlas’, le dijo a Nott. Cuando él le insistió en que era imposible repitió: ‘Tienes que hacerlo’.”
Kissinger señala que pase a la afinidad personal de Ronald Reagan con Margaret Thatcher y la existencia de una “relación especial” entre Washington y Londres en materia diplomática y de seguridad, “la Administración Reagan fue ambivalente”. (P.426)
Los Estados Unidos y Argentina operaban conjuntamente en Centroamérica apoyando a los “Contras” nicaragüenses que luchaban contra los sandinistas y las guerrillas comunistas que operaban en El Salvador y Honduras apoyados por los países del Bloque Soviético.
“Algunos líderes estadounidenses temían que cualquier apoyo al Reino Unido en el conflicto de las Malvinas pudiera poner en riesgo esta iniciativa conjunta con Argentina y debilitar la posición estadounidense en el Tercer Mundo subdesarrollado. En este contexto se complicó aún más cuando la CIA advirtió de que, si el Gobierno de Galtieri sufría una derrota militar era probable que fuera reemplazado por un “régimen militar muy nacionalista que establecería lazos militares con la Unión Soviética”. (P. 429)
Por lo cual, Washington siguió lo que Kissinger define como una “senda dividida y a veces contradictoria”.
Por un lado, el Departamento de Defensa, en manos del conservador Caspar Weinberger “proporcionó al Reino Unido una gran cantidad de material militar que era muy necesario desde el inicio del conflicto.” (P. 429)
Nada dice Kissinger con respecto a la inteligencia satelital y de vigilancia de las comunicaciones suministrada por los Estados Unidos a los británicos que les permitió a estos determinar en tiempo real las posiciones de los barcos argentino en el mar y así poder decidir cuándo atacarlos o como eludir sus acciones. También le dio conocimiento sobre las posiciones terrestres en las islas, una ventaja considerable al momento de atacarlas.
Mientras tanto, el secretario de Estado, general Alexander Haig, que se oponía al alineamiento de los Estados Unidos con el Reino Unido en el conflicto, intentaba arribar a una negociación que permitiera solucionar diplomáticamente la cuestión.
Al respecto de la vía negociadora resulta de interés la siguiente versión: “En el momento en que se hizo lo que se consideró la última oferta británica, comunicada a través del secretario general de la ONU, Javier Pérez de Cuellar, el 17 de mayo, Thatcher había aceptado que la ONU administrara las islas a cambio de la retirada de Argentina. La soberanía de las Malvinas sería un tema que se discutiría en el futuro. Estas concesiones, hechas en gran medida para asegurar el apoyo estadounidense, le habían llevado muy lejos de su insistencia inicial en restablecer el statu quo anterior.” (P. 432)
“¿Se basaba su ‘ultima’ propuesta en un análisis frío y racional? ¿O había un elemento maquiavélico en la postura de Thatcher? Es posible que, tras ser testigo de la intransigencia argentina durante las negociaciones, hubiera concluido que las posibilidades de que Galtieri aceptara una oferta eran escasas. Tal vez la oferta fuera un plan alternativo si la flota que entonces se acercaba a las Malvinas sufría unas pérdidas inasumibles. Con un resultado tan incierto, y buscando la autoridad que con ella concedía una solución negociada por la ONU, asumió un riesgo considerable.”
“Si Buenos Aires hubiera aceptado su propuesta, Thatcher se habría enfrentado a la hercúlea tarea de persuadir a la Cámara de los Comunes de que aceptara ese acuerdo, o de convencer a la ONU de que cediera al Reino Unido la administración de las islas cuando se resolviera la disputa. Si hubiera ocurrido esto, creo que ella habría llevado las negociaciones a una posición que permitiera a la fuerza especial británica lograr su objetivo inicial: restablecer la soberanía británica. Por suerte para ella, le salió bien la jugada: el 18 de mayo, los argentinos rechazaron categóricamente la oferta británica. Tres días más tarde las fuerzas británicas iniciaron el asalto.”
No fue que Margaret Thatcher tuvo suerte. Kissinger omite que el 1° de mayo de 1982, el submarino HMS Conqueror hundió al crucero ARA Belgrano provocando la muerte de 323 de sus tripulantes, más de la mitad de las bajas argentinas en la contienda, lo que hacía imposible al gobierno militar aceptar una solución negociada.
Sobre el hundimiento del ARA Belgrano, Kissinger tiene más adelante una posición más equilibrada, reconoce que fue hundido fuera de área de exclusión, pero lo justifica por la amenaza que constituía el navío argentino para las fuerzas británicas.
“El modus operandi de Thatcher como líder de un país en guerra consistió en establecer unos parámetros y dejar luego que los oficiales al mando dirigieran la campaña como consideraran conveniente, mientras ella les apoyaba políticamente con firmeza. Uno de esos parámetros fue una zona de exclusión de doscientas millas náuticas que rodeaba las Malvinas, declaraba el 30 de abril por el Gobierno británico. Dentro de ella, cualquier barco argentino podía ser atacado sin advertencia previa. Esta regla fue puesta a prueba pronto, y hubo que tomar una decisión: el 1° de mayo, el crucero argentino General Belgrano fue visto bordeando la zona de exclusión. Al día siguiente, Thatcher ordenó el hundimiento del Belgrano, a pesar de que ya se había desplazado a unos sesenta y cinco kilómetros de la zona. Murieron más de trescientos marineros argentinos. Si bien su decisión produjo una gran controversia, lo cierto es que la posición de Belgrano representaba una amenaza latente para las fuerzas especiales británicas que se acercaban a las Malvinas.”
Kissinger omite toda referencia al hecho que el día de su hundimiento, el ARA General Belgrano, junto al resto de la Flota de Mar argentina, habían intentado presentar combate naval franco a la fuerza naval especial del Reino Unido. Combate que se frustró por cuestiones meteorológicas (falta de suficiente viento favorable para que los aviones del portaviones ARA 25 de Mayo pudieran despegar).
Por último, Kissinger nos ofrece un dato curioso sobre una cuestión polémica referida a la Guerra de Malvinas, el hundimiento o mejor dicho puesta fuera de combate del portaviones británico HMS Invencible.
Según Argentina, el 30 de mayo, una fuerza de ataque compuesta por aviones Super Étendard, 4C Skyhawk y KC-130 H Hércules, que empleando el último misil AM39 Exocet de que disponía la Armada Argentina logró impactar al buque británico con ese misil Exocet y al menos tres bombas de 250 kg del Skyhawk. El portaviones impactado comenzó a desprender intenso humo negro.
Según el gobierno británico ni el Invencible ni ningún buque británico fue afectado por el ataque del 30 de mayo. Sin embargo, después de finalizada la guerra el gobierno británico impuso un secreto oficial por 99 años de lo que ocurrió con el HMS Invencible.
Existen diversas pruebas de que el portaviones británico quedó fuera de combate luego de ese ataque. Ahora, Kissinger nos proporciona otro indicio en su libro.
Henry Kissinger, en página 434, consigna que el 31 de mayo, el presidente Ronald Reagan le dijo al secretario Weinberger: “Dale a Maggie todo lo que necesite para hacer esto.”
¿Qué era lo que necesitaba Maggie?
Según John Lehman, antiguo secretario de la Armada estadounidense, Reagan había acordado que, si la Royal Navy perdía un portaviones, Estados Unidos le prestaría el USS Iwo Jima, un buque de asalto anfibio o portahelicópteros desde el cual podían operar los aviones Harrier de despegue vertical que empleaba la fuerza británica.
¿Por qué Kissinger menciona este hecho si no es para indicar que (sin decirlo) que los británicos perdieron un portaviones en Malvinas, aunque nunca lo reconocieron?
En el resto del capítulo referido a Margaret Thatcher, Kissinger analiza las negociaciones que llevaron a la restitución de Hong Kong a China, la sintonía que la primer ministro británica tuvo con el secretario del PCUS Mijail Gorbachov, su oposición a la reunificación de Alemania en 1990 y los hechos que llevaron a su eclipse política posterior.
“¿Qué tenía en común el liderazgo meritocrático de estas seis figuras? ¿Qué lecciones se pueden aprender de sus experiencias?”, se pregunta Kissinger en la “Conclusión” de su libro. Veamos su respuesta:
“Todos eran conocidos por franqueza y a menudo decían verdades duras. No confiaron el destino de sus países a la retórica puesta a prueba en las encuestas y los grupos de discusión. ‘¿Quienes creen que perdió la guerra?’, preguntaba Adenauer con contundencia a los miembros del Parlamento que se quejaba de las condiciones impuestas por los aliados que habían ocupado Alemania tras la guerra. Nixon que fue de los primeros en utilizar las modernas técnicas de marketing en la política, se sentía orgulloso cuando hablaba sin necesidad de notas, gracias a su dominio de los asuntos mundiales, y de forma directa y sincera. Sadat y De Gaulle, que mantenían hábilmente la ambigüedad política, hablaban en cambio en una claridad y viveza excepcionales cuando querían encaminar a sus pueblos hacia sus objetivos finales. Lo mismo hacia Thatcher.”
“Todos estos líderes tuvieron una aguda percepción de la realidad y una visión poderosa. Los líderes mediocres son incapaces de distinguir lo significativo de lo ordinario; tienden a verse sobrepasados por el aspecto inexorable de la historia. Los grandes líderes intuyen los requisitos intemporales del arte de gobernar y distinguen entre los muchos elementos de la realidad, aquellos que contribuyen a unas elevadas perspectivas de futuro y deben ser promovidos de otros que deben ser gestionados y, en caso extremo, quizá solo soportados. Así, tanto Sadat como Nixon heredaron de sus predecesores dolorosas guerras y trataron de superar las arraigadas rivalidades internacionales e iniciar una diplomacia creativa. Thatcher y Adenauer consideraron que una fuerte alianza con Estados Unidos sería lo más ventajoso para sus países; Lee y De Gaulle optaron por un grado menor de alineamiento que era el adecuado para ajustarse a las circunstancias cambiantes.”
“Los seis podían ser audaces. Actuaron con decisión en asuntos de importancia fundamental para la nación, incluso cuando las condiciones –en su país o internacionales- sin duda parecían desfavorables. Thatcher envió una fuerza especial de la Royal Navy para recuperar las Islas Malvinas, que habían sido invadidas por Argentina, incluso cuando muchos expertos dudaban de la viabilidad de la expedición y mientras Reino Unido seguía en una crisis económica devastadora. Nixon inició una apertura diplomática hacia China y negociaciones sobre el control de armas con la Unión Soviética antes de que se hubiera completado la retirada de Vietnam y en contra de la opinión generalizada. La frase que solía repetir De Gaulle, como ha observado su biógrafo Julián Jackson, era ‘siempre he actuado como si…’, es decir, como si Francia fuera más grande, estuviera más unida y se sintiera más segura que en la realidad.’” (P. 496)
Recomendación Final
Realmente, no soy muy objetivo cuando se trata de Kissinger por que he admirado siempre su capacidad de razonamiento y sus conocimientos de la historia y la política internacional. Pero, igualmente, voy a considerar a este libro como una lectura esencial que debería incluirse en la bibliografía obligatoria de las carreras de ciencia política, relaciones internacionales e historia.
Se trata de un libro también accesible al lector no especializado, pero si interesado en conocer la historia del siglo XX y a sus principales protagonistas. Es de lectura ágil y agradable. Lo recomiendo ampliamente.
[i] ESPASA CALPE: Espasa biografías: 1.000 protagonistas de la Historia. Ed. Espasa Calpe. Madrid 1993. Pág. 237.
[ii] DOUGHERTY, James y Robert L. PZFALTZGRAFF: Op. Cit. Pág. 118. Ver también Daniel CASTAGNIN: Henry Kissinger y las bases de un nuevo sistema de política exterior norteamericana. Artículo publicado en la revista Geopolítica. Bs. As. Págs. 62 a 65.
[iii] DOUGHERTY, James E. y Robert L. PFALTZGRAFF: Op. Cit. 119.
[iv] DOUGHERTY, James E. y Robert L. PZALTZGRAFF: Op. Cit. 112.
[v] DOUGHERTY, James E. y Robert L. PFALTZGRAFF: OP. Cit. Pág. 118.
[vi] KISSINGER, Henry: Diplomacia. Ed. Fondo de Cultura Económica. México 1996.
[i] NOTA: La reseña biográfica es la misma de la nota necrológica publica al momento de la muerte de Henry Kissinger, no encontré motivos para modificarla y la he consignado nuevamente debido a que no todos los lectores han visto la necrológica.
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