Ivette Ordóñez Núñez
En tiempos convulsos, el valor de la democracia europea tan reconocido y apreciado en el mundo, vive hoy cierta fragilidad. La Unión Europea representa tan solo el 6% de la población mundial, mientras que su gasto social es de 50% respecto al gasto social mundial.
A lo largo de las décadas, el proyecto europeo ha podido desplegar ese Estado de Bienestar (sanidad, pensiones, educación…) tan singular en el mundo, logrando implantar una redistribución y bienestar general en la población. Ese afán de equidad europeo es, sin lugar a duda, la evolución del concepto de la democracia más avanzado. Los europeos han demostrado que el sufragio universal, libre y secreto, es tan solo una parte de la democracia. Pero no lo es todo.
La cuestión hoy reside en ¿cómo perpetuar esa singular forma de democracia en Europa en un momento de grandes turbulencias? Si bien es cierto que la pandemia ha puesto a prueba el modelo europeo, la UE logró salir reforzada; los líderes acordaron mutualizar la deuda gracias a un esfuerzo de cohesión plausible. No obstante, la pandemia también dejó al descubierto la enorme interdependencia de Europa respecto a otros actores, como China o India (material sanitario) todo ello producto de una globalización desenfrenada y ávida de equilibrio regulatorio.
Asimismo, los desafíos derivados de la lucha contra el cambio climático han vuelto a corroborar que Europa no puede depender perpetuamente de otros para avanzar en su progreso verde. A título de ejemplo, la puesta en marcha de minas de litio en Francia y proyectos similares previstos en España, son significativos de una nueva visión de la industria en Europa. Las baterías de los coches eléctricos europeos no pueden depender perpetuamente del litio asiático. Una forma de proteccionismo europeo está naciendo.
En todo ello, la guerra entre Rusia y Ucrania provoca aún más incertitud en una época de grandes movimientos geopolíticos. Baste con observar las enormes consecuencias energéticas, económicas, sociales, migratorias y militares que este conflicto ha traído a Europa. Aunque una vez más los líderes europeos han mostrado unión a la hora de enfrentar el problema energético derivado de su dependencia de Rusia, las consecuencias para el ciudadano europeo han sido inevitables. Al ritmo de una inflación creciente y el constante aumento de los tipos de interés, los europeos han visto mermado su poder adquisitivo. Una consecuencia indeseable para los Estados europeos, quienes, además, algunos de ellos han visto inevitablemente aumentar su deuda pública en los últimos años, apoyándose en los mercados financieros. Esa deuda que en algunos casos sobrepasa el 100% respecto a su PIB, como Grecia (178%), Italia (147%), Portugal (120%), España (115%), Francia (113%), Bélgica (106%) se ha visto incrementada para poder mantener el Estado de Bienestar.
Asimismo, el ciudadano europeo advierte con perplejidad el notable aumento del gasto militar en todos los países de la UE. Los casos más llamativos son los de Alemania y Polonia que pasará a ser de 4% de su PIB o de Francia, que aumentará en un 40% respecto a su gasto precedente. En otros tiempos, estos movimientos serían propios de regímenes autoritarios y no de democracias avanzadas como las europeas. La guerra a las puertas de Europa parece “justificar” esos cambios presupuestarios, un gasto que podría haber sido invertido en educación, sanidad, infraestructuras, etc. A todo ello, mientras que el fraternal recibimiento de 6 millones de ucranianos en Europa no ha sido cuestionado, el tema de la migración no ha dejado de ser una constante en la sociedad europea. El continuo flujo de inmigrantes especialmente provenientes de África ha sido una de las herramientas principales de las que se ha servido la extrema derecha.
No es casualidad que la fotografía política de hoy en día en Europa esté teñida de esa dualidad de derecha y extrema derecha que se observa en los gobiernos de Hungría, Polonia, Eslovaquia, Italia, Finlandia, Letonia y Suecia. Algunos de los ciudadanos europeos observan la llegada de inmigrantes como una amenaza directa a su bienestar. Lo que está claro es que el ciudadano del S.XXI es vulnerable, los gobiernos luchan para dirimir retos inesperados y el surgimiento de demagogias políticas parece inevitable.
Tanto la extrema derecha como la extrema izquierda no encarnan por sí mismas los rasgos de antaño. Los conceptos políticos han evolucionado porque los desafíos son potencialmente distintos. Como bien afirma E. Macron, considerar de “fascista” a la extrema derecha no es un calificativo preciso y adecuado hoy en día. En esta tesitura, baste con observar la poca alineación europea que existe entre políticos de esa vertiente. El caso comparativo de G. Meloni en Italia y M. Le Pen en Francia es ilustrativo. Mientras G. Meloni encabeza el gobierno de Italia con la etiqueta de “extrema derecha”, la realidad es que su llegada al gobierno ha sido posible gracias a la demagogia. La primera ministra italiana había hecho su campaña electoral basada en la barrera ante la inmigración que llega día a día a las costas italianas, prometiendo que crearía un “bloque naval”, habría un plan de ayuda al desarrollo, así como centros de registros de migrantes en África. Nada de esto se ha realizado. Tan solo Meloni ha puesto algunas limitaciones a los “navíos de rescate” por parte de las ONG, quienes ven frustradas algunas de sus operaciones. Esto no ha impedido que sigan llegando una media de 1000 inmigrantes al día a la isla de Lampedusa.
En pocas palabras, Meloni se ha dado de bruces con la realidad. Un país europeo no puede por sí solo enfrentar el gran desafío de la inmigración, ella parece estar comprendiéndolo, al haber aceptado el Pacto de Asilo y Migración de la UE (8 junio) que se encamina a buscar alternativas conjuntas. Sin darse cuenta, Meloni se contrapone a M. Le Pen, quien ha declarado “Ella no es mi hermana gemela” y que le hace falta a Meloni voluntad política. Sin embargo, lo que realmente resulta preocupante es observar cómo algunos partidos clásicos como Les Républicains en Francia, un partido conservador, argumente que la inmigración no debería ser tratada en la UE, sino más bien, debería ser un dossier de índole puramente nacional. Una clara miopía de la derecha francesa que no ha comprendido la complejidad del problema.
En definitiva, el futuro de la UE depende de su gestión conjunta en África. La inmigración es un serio problema que está provocando desazón entre la sociedad europea y oportunismo por parte de algunos políticos que aprovechan el frágil contexto para exacerbar sentimientos nacionalistas en un mundo global donde la interdependencia ha venido para quedarse. África es per se un reto para los europeos. Un continente que pasará de 1.450 millones a 1.500 en 2025 es ya una bomba de relojería. El reciente naufragio de Kalamata en Grecia con cientos de desaparecidos confirma el desastre humano que tiene que ser atendido. Si la UE fue capaz de dejar rencillas de posguerra y construir un proyecto basado en la fraternidad franco – alemana, ese modelo único en el mundo puede ser hoy capaz de propiciar nuevas políticas fraternales, donde la pluralidad no sea un obstáculo, sino una nueva forma de encarar el siglo XXI.
Ivette Ordóñez Núñez es Doctora en Relaciones Internacionales por la Universidad Complutense de Madrid.
Publicado por gentileza de lahoradigital.com