Subieron las angostas escaleras y franquearon la puerta del piso que servía de sede al “partido”, una chapa dorada lo indicaba.
El hall y el pasillo llevaban a una estancia que debía haber sido un comedor y un dormitorio, ahora en un único espacio. Solo las columnas delataban el uso anterior. De las paredes colgaban fotografías de viejos ilustres y una mesa abanderada que indicaba la presidencia, el sitio era realmente angosto y decadente, todo ocupado por sillas y muchos asistentes de pie.
La discusión les parecía ininteligible, nosotros, vosotros… ellos. ¿Quiénes eran cada cuál? El anfitrión del acto se dispuso a aclararlo, “son las familias”, los seguidores de fulano, mengano y zutano. No son líderes, realmente son jefes. Llegado el momento se “exponen” ante sus seguidores antes de asignar puestos.
Debates apasionados y no apasionantes: “vosotros nunca estáis para distribuir propaganda, solo para los puestos”; “nosotros también queremos estar en la junta municipal y cobrar las dietas”, “ellos han colocado a todos sus hijos en el Ayuntamiento”. Llegados a un punto los visitantes empiezan a desandar el camino hacia la salida. El probo militante reacciona, insiste en convencerles de lo necesario de su militancia:
– ¡¡Esperad, no terminaremos muy tarde!!
– “Gracias, Juan, no te preocupes, os seguiremos votando, no hay otros, pero preferimos hacerlo sin saber cómo realmente sois”.
Desgraciadamente no es una novela, y de serlo estaría basada en hechos reales. ¿Qué partido? Da lo mismo, en su organización y vida interna no hay diferencia, los nuevos igual que los viejos. Tal vez en la estética, los iconos cambian, y siempre se es más generoso con los líderes del pasado más remoto que con los inmediatos.
Anécdotas a centenares que reflejan la mayor o menor salubridad de la vida y cultura de los partidos políticos, desde el pago artero de cuotas para crecer en seguidores o unir empleo y militancia para fidelizar. Adhesiones internas basadas en el pensamiento único del interés personal e inmediato. En definitiva, miserias donde los credos ideológicos quedan subsumidos en la debilidad de la condición humana. ¿Grave?, muy grave se horadan los cimientos del sistema democrático y así la batalla cultural la ganan los antidemócratas, que haberlos haylos.
Se enarbola la crítica a la democracia de partidos, ¡bueno es saber que no hay otra! Lo que hay que hacer es que sea distinta. Los partidos son herramientas consustanciales a la organización política de la sociedad, desde la antigüedad más remota. Es el espíritu gregario del hombre. Todos los regímenes políticos, incluso los totalitarios, se fundamentaron y fundamentan en un partido.
En el marco de la denominada democracia liberal, basada en el mandato representativo y en la competencia partidaria para garantizar la alternancia y el pluralismo político, los partidos no deben ser una mera asociación de intereses privados destinada a satisfacer los intereses de sus miembros con la selección de cargos. Como acertadamente se ha señalado, hay que “desprivatizar los partidos” (Navarro y Gómez Yáñez). Su cobertura constitucional no es porque sí, son instituciones cuya relevancia les viene directamente de su capacidad de ser parte activa en la resolución de los asuntos públicos; esto es, de los ciudadanos y por tanto herramienta imprescindible para conducir el conflicto y conformar ordenadamente la convivencia.
Son entes cívicos de naturaleza pública, y nunca pueden ser considerados patrimonio de sus militantes o afiliados, aunque muchos de estos lo piensen, son de los ciudadanos. Y sus miembros no pueden ser considerados por sus dirigentes simples sujetos carentes de voluntad destinados a ocupar un lugar preferente en el reparto de propaganda, en el aplauso a los líderes y megáfonos para la petición del voto. Los derechos de los miembros de un partido no son solo de pertenencia sino, fundamentalmente y de forma prioritaria, de participación real y efectiva.
Es por lo que profundizar en la democratización de los partidos es un requisito inexcusable para conseguir un sistema de convivencia sano y fuerte. A las actitudes totalitarias y excluyentes del pluralismo y la pluralidad se les combate con partidos radicalmente democráticos y vivos en el debate sobre lo mucho que le sucede en la sociedad.
En este sentido, el plus democrático es un elemento de diferenciación en aquellas organizaciones que decididamente apuesten por hacer posible, creíble y funcional un modelo de partido político para enriquecer la democracia del S. XXI. Enfrente están aquellos que miran al pasado con regustillo. La autorregulación de los partidos ya se ha demostrado que termina siendo puro voluntarismo, nadie está dispuesto a limitarse voluntariamente el poder, por ello lo único que cabe es que se normativice y que los partidos adquieran plenamente su condición de institución pública sujeta al control judicial. Lo mismo que el Poder Judicial debe estar sujeto al poder parlamentario. Los problemas de democracia se combaten con más democracia. El poder legislativo no es un lugar para broncos debates televisivos, el paraíso de los zascas es donde los partidos elaboran reglas claras que nos hagan crecer como sociedad, y sin duda, eso recuperaría la credibilidad de los ciudadanos en los partidos.
En todo caso, dicho esto, el mayor problema no seguirá estando en regular mejor o peor el funcionamiento interno de los partidos o sus relaciones con las instituciones y con la propia sociedad, el mayor problema es la escasa cultura democrática que se respira en las organizaciones destinadas a hacerla posible.
La elección democrática de todos los cargos internos, sin excepción alguna, como de aquellos que van a representar al partido en los diferentes organismos es imprescindible que sea rigurosamente transparente. Elegir en libre e igual competencia (información, censo, campañas, financiación), sin posibilidad de intromisión o condicionamiento alguno y con la suficiente garantía institucional (impugnaciones, recursos, revocaciones…). Los sistemas de cooptación han devenido en poco eficaces, pues, las cosas como son, no se copta al más capacitado, ni siquiera al que comparte intereses programáticos, solo se busca al amigo fiel, ello genera una dependencia salarial del líder que hipoteca cualquier capacidad de creatividad al no ser posible discrepar del “sentir” del líder.
La existencia de minorías o grupos de opinión organizados en el interior de los partidos enriquece el pluralismo y con ello la riqueza discursiva y propositiva. Siempre más productivo que intentar sofocar las visiones diferentes disciplinando o marginando al discrepante. Lo usual es la asignación de cuotas de poder entre los diferentes grupos de “control” de la militancia para repartir los puestos orgánicos y de ahí proyectarse a los institucionales. El vulgarmente denominado pasteleo. A la larga un sistema de empobrecimiento de la organización que termina concentrando todo el poder, orgánico e institucional, en las mismas manos. Algo muy distante al modelo bobbiano de crecimiento y descentralización democrática, “elegir a muchos en muchos sitios”.
Con ello, los partidos terminan siendo concebidos como males inevitables del sistema político cuando sin ellos la democracia sería imposible e infructuosa. Por ello, los partidos deben ser regulados con fórmulas garantistas de la participación y del ejercicio de la responsabilidad, con incompatibilidades, inelegibilidades y limitaciones temporales de mandatos. Ello hoy obliga para dar calidad a la democracia que se haga una regulación legislativa detallada de su funcionamiento interno y de los procesos de elección de sus dirigentes y representantes. La democracia y transparencia interna no son una opción, son un requisito. No se puede concluir como R. Michels hace más de un siglo su estudio sobre Partidos Políticos que: “El predominio de la oligarquía en la vida partidaria sigue siendo indestructible”. Es voluntad con visión de futuro.
No tiene una solución fácil. Los sistemas electivos de democracia directa no lo convierten, por sí, en una democracia avanzada. La democracia representativa, con todos sus defectos, es también una garantía de responsabilidad y control en la relación entre representantes y representados, lo cual no quita que puedan existir procedimientos de democracia directa para las grandes decisiones políticas (alianzas, consulta de decisiones importantes), siempre y cuando el procedimiento esté dotado de la suficiente transparencia e información a los llamados a decidir.
Los partidos son órganos destinados a la formación de la voluntad del Estado, todo depende del partido, por ello resulta incomprensible dejarlo exclusivamente al albur de sus coyunturales dirigentes y que puedan crearse redes clientelares para afianzar el poder personal. La conversión de los partidos en plataformas personales, como está ocurriendo en muchas democracias, es un camino seguro para los trasvases de votos de un partido a otro pues se pierde la identidad y valores que retienen el voto en una opción política determinada.
El compromiso de los partidos con sus seguidores y votantes se ha diluido; para los partidos ha pasado a ser solo importante estar (permanecer), no ser, y conformar una sociedad según un proyecto político compartido. El compromiso de los ciudadanos/electores con sus partidos de referencia desaparece y, en ese caso, cualquier otro puede ocupar el lugar.
Álvaro Frutos Rosado