En la Rusia Imperial cuando alguno de los innumerables zares de la dinastía Romanov oprimía al pueblo con más impuestos, los humildes campesinos en lugar de rebelarse contra la tiranía y la explotación, se resignaban diciendo: “Si el padrecito Zar supiera lo que hacen sus malvados ministros los castigaría son piedad”.
Claro, los campesinos rusos no habían leído a Nicolás Maquiavelo que, en su libro “El Príncipe”, afirmaba claramente que la calidad de un gobernante se media por la calidad de los ministros que elegía.
En otras palabras un tirano elegirá a los esbirros adecuados para obtener los resultados que desea. Si los ministros del zar oprimen a los pobres lo hacen bajo la tolerancia y expresas instrucciones del monarca y no porque este ignore lo que sucede.
Años más tarde, durante la época del terror estalinista la escena se repitió. Los dirigentes del Partido Comunista, los oficiales del Ejército Rojo e incluso algunos miembros de la NKVD, la temible policía política soviética, cuando eran “purgados” y debían enfrentar los interrogatorios, amenazas y torturas de sus acusadores creían que eran parte de un error o de un complot de sus rivales en el Partido y pretendían apelar al “Camarada Stalin” para aclarar su situación. Largas cartas proclamando su lealtad y servicios al Partido fueron escritas por aquellos infortunados y dirigidas al monstruo del Kremlin.
Pero, el “padrecito Stalin” estaba muy ocupado firmando largos listados de traidores reales o imaginarios que debían ser fusilados, recibir un disparo en la nuca o perderse en la oscuras mazmorras del GULAG (Glávnoye Upravléniye ispravítelno-trudovyi Lageréy i kolóny, Dirección de Campos de Trabajo Correccional y Colonias. Rama de la NKVD que dirigía el sistema penal de campos de trabajos forzados en la Unión Soviética, creado en 1930 y disuelto después de la muerte de Stalin en 1960).
Nuevamente las víctimas se negaban a reconocer la realidad. Qué su verdugo era la persona en quien cifraban sus esperanzas de justicia y redención.
En muchas ocasiones quienes padecen el infortunio o la arbitrariedad de gobierno opresores y autoritarios, ante la imposibilidad de rebelarse o resistir a la injusticia se esperanzan viendo signos de moderación o incluso de distensión donde los hay.
Así, durante los primeros años del Proceso de Reorganización Nacional (1976 / 1983), la última dictadura militar que padeció la Argentina. Muchos dirigentes políticos democráticos (incluso relevantes miembros del Partido Comunista Argentino), no pocos analistas políticos y periodistas importantes afirmaban públicamente que había que apoyar a los generales “moderados”: el presidente Jorge Rafael Videla y su ministro del Interior Albano Harguindeguy para evitar que el gobierno terminará en manos del sector de los generales “duros”: Luciano Benjamín Menéndez, Omar Riveros y Carlos G. Suárez Mason, entre otros.
Pero en la dictadura no había ni duros ni blandos. La verdad era que las diferencias en la cúpula militar golpista respondían más a características de personalidad, estilo en el mando o ambiciones personales que a discrepancias ideológicas o de programa de gobierno.
Además, en lo que se refería a la metodología a emplear en el combate al terrorismo o en el tratamiento que de debía dar a los detenidos no había diferencias. La política de desaparición forzada de personas fue una política de Estado aceptada sin disidencias por los altos mandos que la diseñaron y ordenaron su aplicación.
En el gobierno del Proceso no había margen para buscar un “zar bueno” ni piedad para las víctimas.
Lo mismo ocurre, salvando las obvias distancias entre una dictadura y un gobierno elegido por el pueblo, dentro del kirchnerismo. No hay diferencias entre los proyectos políticos que expresan Alberto Fernández y Cristina Kirchner. Es más no hay dos proyectos, se trata de uno solo: el populismo del siglo XXI. Un gobierno similar al vigente en Venezuela o Cuba.
Si hay una evidente división de roles en la aplicación de una estrategia común de ir por todo el poder.
Alberto Fernández intenta presentarse como un presidente moderado y democrático que debe convivir con una vicepresidente más radicalizada quien además es la jefa de su partido.
Alberto se muestra como un hombre dialoguista, manda continuamente señales conciliadoras y de apaciguamiento al presidente Donald Trump, al temperamental líder brasileño Jair Bolsonaro y a los organismo financieros internacionales. Tampoco faltan los guiños a la oposición y a los sectores más ortodoxos del peronismo que miran con desconfianza y no terminan de digerir la conducción autocrática de Cristina Fernández de Kirchner empeñada en favorecer a sus incondicionales de La Cámpora, Justicia Legítima y el CELS.
Estas señales conciliadoras no impiden a Alberto Fernández entregar todos los resortes del poder(El ministerio de Seguridad y el control de las fuerzas de seguridad, la Agencia Federal de Inteligencia, la AFIP, etc.) a funcionarios promovidos por Cristina Fernández.
Al mismo tiempo, el presidente alinea gradualmente su política exterior con Cuba, Venezuela, Rusia e incluso Irán, tal como evidenció al intentar cambiar la consideración de Hezbollah como grupo terrorista o al cancelar las cartas credenciales de la representante de Juan Guaidó en el país, Elisa Trotta, diplomática que había sido reconocida por Mauricio Macri como “representante política” de Venezuela.
La oposición no debe resignarse o conformarse con la idea de que al menos se evitó que el kirchnerismo incendiara el país si perdía las elecciones. Aquí no hay ni Zar Bueno ni mal menor. No habrá una rebelión de Alberto Fernández contra Cristina Kirchner porque no tienen ideas ni intereses diferentes.
Además, al menos por el momento, Alberto Fernández es de utilidad para Cristina Kirchner al permitirle aplicar una política gradualista en su objetivo de alcanzar el poder y eternizarse en él.
Nadie se llame a engaño, “la Jefa” llegó para quedarse. Recuerden la parábola de la rana cocinándose viva a fuego lento en una olla de agua.