En ocasiones por populismo y desconocimiento -más de esto último que de lo primero- los políticos proponen soluciones aparentemente sencillas, lógicas y de rápida aplicación ante problemas muy complejos.
Pero, cuando aplican sus “soluciones mágicas” descubren inmediatamente o bien que no funcionan, que su aplicación en realidad es imposible o más grave aún que ocasionan más problemas que soluciones.
Así lo está descubriendo el flamante presidente de Brasil, Jair Bolsonaro al pretender cumplir con sus propuestas de campaña en materia de lucha contra el delito.
Brasil es el país del mundo con mayor número de asesinatos registrados, 64.000 muertos en 2017, donde operan aproximadamente cinco mil organizaciones criminales de distinto tamaño y complejidad. Dos de ellas, el Comando Vermehlo nacido en Río de Janeiro y el Primer Comando de la Capital de Sao Paulo, son las más extendidas territorialmente, con mayor número de integrantes y de negocios criminales. Ambas incluso han extendido sus actividades delictivas a países vecinos como Bolivia, Perú, Paraguay y posiblemente la Argentina.
Bolsonaro resultó electo presidente con el 55% de los votos. Parte del apoyo recibido de los votantes brasileños se debió a su promesa de contener el delito con “mano dura” y “tolerancia cero” frente a los criminales.
Bolsonaro prometió permitir que la población adquiriera legalmente armas para defenderse de los criminales, dar mayores facultades -incluso permitir prácticas del llamado “gatillo fácil” o “disparo primero y pregunto después” y hasta la aplicación de tormentos a los criminales- al personal policial y condenas más rígidas y de cumplimiento más estricto.
En cumplimiento de estás promesas, Bolsonaro y su ministro de Justicia el exjuez Sergio Moro han comenzado a tomar algunas medidas. Modificaron la legislación facilitando la adquisición de armas de fuego por parte de la población y comenzaron a trasladar a los detenidos de penales con jurisdicción estatal a otros de jurisdicción federal con regímenes internos más estrictos y a colocar inhibidores de señales en los penales.
No obstante, los problemas de seguridad en Brasil son muchos más complejos y estas medidas probablemente no hagan más que agravarlos.
La inseguridad en Brasil no se debe a fallas en los procedimientos policiales, tampoco a la imposibilidad de controlar el delito en los barrios marginales llamados “favelas” donde reside la población más humilde y carenciada en contacto con el delito y las drogas, en el problema carcelario o en la existencia de grandes organizaciones criminales con negocios decenas de veces millonarios, sino en todo interactuando en conjunto.
Cuanto más eficientes y estrictos son los cuerpos de aplicación de la ley en el desarrollo de sus tareas mayor número de delincuentes son detenidos. Si los jueces son más estrictos aplicaran condenas más prolongadas y de cumplimiento efectivo con lo cual el número de internos en las cárceles se incrementará rápidamente.
El problema es que Brasil tiene la tercera mayor población carcelaria del mundo con 669.000 reclusos. Las cárceles brasileñas son auténticas “leoneras” donde viven los individuos más violentos. Se encuentran superpobladas y sus instalaciones son obsoletas y se encuentran sumamente deterioradas. La mayoría de los internos cumplen sus condenas en condiciones infamantes de vida.
Allí también se encuentran, cumpliendo condenas de por vida, la mayoría de los líderes más importantes de los grandes grupos criminales como el célebre ladrón de bancos y camones blindados Luiz Fernando da Costa, más conocido como “Fernandinho Beira-Mar” o “Gaucho”, apodado también “El emperador de Río de Janeiro”, líder del Comando Vermelho.
Cuando más internos hay en un penal más difícil es de controlar, aumenta el hacinamiento y la violencia entre los reclusos.
Pero el control de la situación en las cárceles brasileñas es una pieza clave del rompecabezas de la seguridad.
Los presos se comunican con sus familias a través de teléfonos móviles que ingresan en forma clandestina en los penales. Los líderes criminales emplean esos mismos aparatos para dirigir sus negocios criminales.
El personal penitenciario también está involucrado en el problema. Al convivir continuamente con los reclusos más violentos y que al mismo tiempo disponen de grandes recursos económicos y de la capacidad para atentar contra las familias de los carceleros, los guardia cárceles terminan, por temor o por codicia, cediendo a las demandas de los internos.
En esa forma forman ingresan a los penales teléfonos, drogas, armas y todo tipo de elementos para los reclusos. También se toleran muchas de las conductas más violentas que tienen lugar en esos ámbitos. Donde las sangrientas luchas por poder y territorios son cosas de todos los días.
Cuando las autoridades deciden imponer inhibidores de señales para los teléfonos celulares o trasladar a los internos a penales distantes de sus hogares y con regímenes más estrictos, rompen el statu quo. Los líderes criminales no pueden dirigir sus negocios, los internos no pueden comunicarse con sus familias y estas no pueden visitarlos en los penales.
Es entonces cuando el sistema carcelario y de seguridad entra en crisis. Los líderes criminales reaccionan con las armas que tienen a su alcance.
Desatando un ola de terror en las ciudades para forzar al gobierno a volver a la situación anterior.
Esto es lo que ocurrió los primeros días de este mes en la ciudad de Fortaleza, en el estado nororiental de Ceará, con una población carcelaria de 30.000 reclusos. El gobierno controló el ingreso de teléfonos celulares, comenzó a instalar inhibidores de señales y ha trasladar a algunos reclusos. Entonces, distintas facciones criminales dentro del penal realizaron un “pacto de unidad” con el fin de “concentrar fuerzas en contra el Estado”.
Durante más de una semana la ciudad de Fortaleza fue asolada por disparos y el estallido de bombas Molotov, los comercios fueron cerrados, algunos vehículos de transporte público fueron incendiados, también fueron atacados los camiones de recolección domiciliaria de residuos.
Fortaleza y 46 ciudades más del Estado de Ceará sufrieron 187 ataques contabilizados, que no cesaron ni siquiera cuando el gobierno central envió a cuatrocientos hombres de las fuerzas federales de seguridad. Por suerte no se registraron víctimas fatales, pero el caos y la conmoción fue total.
El presidente Jair Bolsonaro y el ministro Sergio Moro han aprendido de la peor manera que “el enemigo también juega” y que toda acción en un sentido suele provocar otra de igual intensidad en sentido contrario. Veremos si lo sucedido en el Estado de Ceará llevará a revisar la estrategia de seguridad o el presidente se mantendrá firme en sus promesas de campaña.
Por lo pronto, es evidente que el crimen organizado en Brasil ha tomado una dimensión tan grande, cuenta con tantos recursos humanos y materiales, que los problemas de inseguridad que afectan al gigante sudamericano no se solucionarán simplemente con un par de medidas generales.
Lo ocurrido en la ciudad de Fortaleza es tan sólo el primer asalto de una larga y compleja pelea entre el gobierno y las g