La negación a la posible solución de un conflicto es tanto como pretender negar la existencia del problema. El conflicto árabe-israelí o palestino-israelí o de Oriente-Medio o como queramos denominarlo ha terminado por ser el conflicto sin solución transgeneracional. Han transcurrido setenta años desde que David Ben-Gurión, en Tel-Aviv, proclamó la independencia del Estado de Israel y ante la displicente mirada de las potencias surgidas tras la II Guerra Mundial, donde es grosero recordar que la cuestión judía tuvo trágica importancia, vieron como los Estados árabes iniciaron una guerra cuya única finalidad era que aquel Estado, bendecido por las incipientes Naciones Unidas (al igual que un Estado Palestino), no se creara, tampoco el Palestino. Aquella guerra escondía el objetivo de un nuevo reparto del territorio, ocupado consecutivamente por otomanos y posteriormente británicos a sangre y fuego. Es fácil entrever que, como siempre, las razones económicas estaban detrás de todo.
Desde la primera guerra, el potencial militar árabe quedo en entredicho. Lo cual, durante décadas ha significado una imparable carrera armamentística en la zona, para beneficio de empresas y países occidentales. Aun así, los diferentes procesos bélicos siempre se han saldado con derrotas en el bando árabe. Ello derivó en un conflicto permanente donde ha habido de todo: acciones terroristas; manifestaciones siempre con muertos; piedras contra fusiles; lanzamientos de misiles, destrucción de infraestructuras…
Es decir, setenta años que han marcado un conflicto sobre el cual ha sido imposible trazar una línea de racionalidad. Los dirigentes israelitas lo llevan marcado en su piel por encima de ideologías, tanto socialistas como conservadores, aunque siempre con matices, pero incapaces de admitir que la paz es consecuencia de renuncias, para unos y otros. Los árabes llevan esas siete décadas, y muchas más, viviendo en un conflicto interno de Estados frustrados o/y despóticos, lo único que parece ponerles en común (al final) es un objetivo tan ilógico como inútil (terminar con el Estado de Israel). Los palestinos, por su parte, han sido incapaces de solidificar un Estado Palestino, declarado en 2013, consiguiendo sólo un reconocimiento internacional limitado. En los momentos de mayor racionalidad no consiguieron dar una salida a futuro a la Autoridad Nacional Palestina, acordada en Oslo entre la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y el Gobierno de Israel.
En definitiva, no hay razones para olvidarse de los millares de víctimas palestinas o israelitas de todos estos años, todos ellos inútiles. Ni los que se siguen produciendo cada semana y día, muchos de ellos en combate desigual, en inmolaciones de niños inocentes, en manifestaciones absurdas y en tiros a la barriga pues están donde no debían de estar. Es imposible encontrar justificación humana que explique que hay personas que han nacido, vivido y muerto, todo un ciclo vital de la locura, en el interior de campos de refugiados. El que con frecuencia se bombardeen hospitales y colegios “por ser viveros terroristas”. ¿Para qué donar medios para construir infraestructuras básicas para la vida si en una secuencia interminable pasan de edificados a destruidos? Tampoco puede olvidarse que en ese juego macabro en el que viven los palestinos mucho tiene que ver la propia división política, que les hace estar en una guerra civil interna, sin fin, entre la OLP y Hamas.
Los Estados Unidos, por intereses electorales y económicos internos, no han dejado de avivar el fuego. Ni Bush, padre, ni Clinton, ni Obama fueron capaces de resolver la cuestión. Trump ha venido a echar un bidoncito más de gasolina con su embajada. Una reivindicación israelí y del lobby judío norteamericano desde la época de Nixon.
La Unión Europea ha afrontado, a petición de estadounidenses y británicos, la cuestión. Siendo ambos responsables históricos de la misma. Alemania, como potencia europea, sigue manteniendo el estigma del genocidio, reforzado posteriormente con fuertes lazos económicos entre ambos países, con un volumen de negocio superior a los 5 billones de dólares. El resto de los países de la Unión no han tenido voz propia nítida en el tema desde hace años, salvo Francia que mantiene un razonable equilibrio entre las dos partes en conflicto. España hace tiempo que se borró de la escena internacional en su conjunto y de esta cuestión en particular.
Europa tiene en estos momentos, para legitimar la salida de su crisis, una buena oportunidad para que el tema no se olvide, sacándolo de la carpeta “problemas sin solución posible”. Bueno para Europa y bueno para la región e incluso, déjenme soñar, para encontrar vía a otros conflictos. La marcha al monte estadounidense, el Brexit y la necesidad de repensar Europa debería redirigir su foco a “Oriente Medio”. Con una mayor autonomía de los complejos sajones, con mayor coraje que en el pasado.
Federica Mogherini, Alta representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, una socialdemócrata convencida y comprometida de una Europa Unida e Integrada puede ser una pieza clave en la búsqueda de la racionalidad en la cuestión. El gobierno alemán con un socialdemócrata al frente de la política internacional (Heiko Maas) y en Francia con otro experimentado socialista (Jean-Yves Le Drian) ocupando el Quai d’Orsay pueden ser baluartes ideológicos y políticos para la política italiana.
No se trata de incluir el tema en la agenda, está ya, es comenzar a trabajar con determinación en una solución, por difícil que esta sea. Humanidad obliga.