Existe una leyenda andina que viene a decir que un espíritu maligno castigaba a sus víctimas a que su tiempo se parara. Algún ignorante se felicitaba, “si no se pasa el tiempo: es la eterna juventud”, el quipucamayoc, que junto a los números guardaba las palabras, les explicaba que no es lo mismo parar que no pasar: “si se para, el futuro nunca llega y el presente placentero se diluye. Si no hay nada por venir, no hay sueños ni esperanzas y el ser humano se convierte en un ser insustancial que finaliza en la idiotez”.
España, ese país que ahora llena los balcones de banderas y se autoanima con gritos de “¡oé, oé, a por ellos!” u otros del mismo cariz intelectual, creo que está sufriendo del maligno hechizo en el tránsito de los últimos años.
Como el estratega del cuento de Mutis nuestros estrategas, ni en otra vida, ni en otro tiempo, ni en otro espacio han dejado atrás la mortecina desazón existencial. Eso sí, seguimos creyendo en la valentía, en la batalla, no se renuncia a la aventura hasta el hastío, a la actitud heroica y arriesgada, nada de ello parece responder a la fe en una causa, sino al escepticismo vital de nuestra identidad. Ese no es el camino y cuando reparemos en ello igual es demasiado tarde. Que cabezonería esta de vivir parados en el tiempo.
Cataluña, los catalanes, deben recuperar ese ser emprendedor y pactista que ha sido envidiado y muchas emulado por otros españoles, que les ha permitido proyectar una gran capacidad económica y generar y distribuir bienestar. El espectáculo de la deslocalización de empresas es propio de la comedia del absurdo. El provocarlo no es de locos, es de tontos.
Todos saben que la salida a este problema (el catalán) pasa, sí y solo sí, por un nuevo y oxigenado Parlament que proponga un nuevo Estatut donde todos quepan y que su refrendo por los ciudadanos catalanes signifique el verdadero “derecho a decidir” sobre cómo se replantea un nuevo pacto de convivencia entre España y Cataluña.
Todos saben que ese proceso debe caminar paralelo y de la mano de una reforma constitucional que signifique un nuevo pacto también entre los españoles y los territorios y entre las identidades plurales que por suerte nos configuran. Ello, sin duda, es un proceloso y gravoso camino pero si los diferentes líderes políticos asumen la transcendencia y mortalidad de su existencia y en lugar de avivar viejas e irreconciliables pasiones, generan confianza en un pueblo que aspira a la tranquilidad y a la seguridad, el recorrido será, además de posible, no tan tortuoso como ahora les parece a algunos.
Para ello, habrá que reinventar figuras históricas que miraron al futuro y no se quedaron parados en el pasado, como el viejo Tarradellas. Igualmente, habrá que superar una visión de España monolítica y centrípeta, que ha pretendido fundamentar un nacionalismo patrio parado en un tiempo pasado y que ve a la otra España como lugares donde hacer negocios o ir de vacaciones.
Lo malo es que los liderazgos no se improvisan y a los medios de comunicación les gusta proyectar y recrearse en lo más abrupto y lo más chancro de lo que se dice o hace, en lugar de enfatizar la templanza y la sensatez. Abrir la mentalidad de los ciudadanos hacia una concepción plural y no estereotipada de la identidad española está muy lejos del “yo soy español, español, español” del momento. Habría que comenzar por preguntarse qué es ser español.
El lugar donde se cruzan los caminos, donde el mar no se puede concebir, los pájaros visitan al psiquiatra y las estrellas se olvidan de salir, como dice Sabina, ese lugar lleva generando desde hace mucho tiempo una concepción de España que no sólo ha supuesto un elemento de tensión con Cataluña, sino con Andalucía, cuando dirigentes capitalinos dicen con desdén “los madrileños están pagando la sanidad y la educación de los andaluces” o “los madrileños pagan los impuestos y los andaluces y extremeños se llevan el dinero” y centenares de ejemplos de los que dan cuenta las hemerotecas. Versión castiza del: España nos roba.
Hay que hacer un gran esfuerzo de pedagogía política para poder ponerse a andar de nuevo hacia adelante. Explicando a los ciudadanos catalanes que no hay que confundir las opciones políticas con los sentimientos cívicos. Que no es una cuestión de lengua, ni de historia, ni de competencias; es una cuestión ideológica y política y que en cuarenta años de democracia en Cataluña y España se ha ejercido en las urnas multitud de veces el derecho a decidir y la democracia tiene eso, unas veces se hace bien y otras mal. Una parte de los catalanes ha creído que con la independencia podría mover el reloj y es cierto, pero para atrás. Con la independencia, además de otras cosas, ese nacionalismo, en español, que les oprime lo empezará a hacer sólo en catalán.
España debe romper este cofre de cristal que nos ahoga, pero sabiendo interpretar en las urnas los caminos de futuro. La Constitución Española, que quieren los gobernantes catalanes ignorar, ha sido la que ha impedido que una derecha neoliberal en lo económico y nacional católica en lo ideológico haya construido una España a su exclusiva, y excluyente imagen y semejanza. Todas las visiones suman: la vasca, la andaluza, la castellana… y, como decía antes, la catalana. Lo necesario es saber encauzarlas en sumatorio positivo. Este, tal vez sea el tiempo de hacerlo, ahora el paralelo pasa por Barcelona y por Madrid, no sólo por sus gobiernos, también por sus sociedades. En Madrid es imprescindible que nazca una nueva época, donde el concepto de España sea plural, el de patria compartido, la simbología accesoria y lo que impere sea el anhelo de vivir en una democracia avanzada donde el bienestar colectivo esté garantizado por la ley. Una España de la ciudadanía viviendo en el tiempo que estamos y no parada en él.