Desgarradora descripción de Miguel Henrique Otero sobre los mecanismo del terrorismo de Estado que practica el gobierno chavista de Nicolás Maduro en Venezuela.
Hay un modelo de poder -el Estado policial- que tiene su punto de partida en el momento en que se produjo la creación de la policía política en la Rusia comunista, ordenada por Lenin en 1917. Con la llegada de Stalin al poder en 1922 y hasta su muerte en 1953 -más de tres décadas-, la entidad de la policía política creció hasta constituirse en el núcleo mismo del poder.
La idea que predominó durante el zarismo, de que la policía -la famosa Ojrana- era un mero instrumento en manos del zar o de sus ministros, fue desechada y reemplazada por los comunistas, por otro concepto: la de un poder de naturaleza policial. ¿Y qué es un poder de naturaleza policial? Un poder que piensa, planifica, toma decisiones y ejecuta operaciones sobre la tesis de que toda persona es, por definición, sospechosa. En concreto, sospechosa de ser un enemigo político, un enemigo del régimen, por lo tanto, una persona que debe ser vigilada, amenazada, coaccionada. Una persona convertida en expediente. Una persona que, en tanto que enemiga, puede ser detenida, enjuiciada, torturada, desaparecida o abiertamente asesinada. Sin que haya cometido delito alguno. Sin que haya razón que lo explique o justifique.
Es con Stalin que la policía política adquiere la categoría de poder omnipresente, de poder total e ilimitado, estructuralmente impune, regido por criterios de arbitrariedad, unilateralidad, uso de fuerza desproporcionada, secretismo y opacidad. Es con Stalin que la policía política se fusiona con el Estado, que el Estado adquiere las proporciones de Estado policial, de Estado de terror. Es con Stalin que esa policía política, fusionada con el partido y con el resto del Estado, alcanzó etapas de delirio, en las ocasiones en que recibió la orden de cumplir cuotas de detenidos, enjuiciados y ejecutados. Cuotas de muerte -metas- que generaban competencia entre las distintas unidades policiales: los grupos cazaban a cualquiera con el objetivo de alcanzar y superar las metas, para así asegurarse el halago y premio del asesino en jefe.
Ese Estado, con las variantes y matices que han tenido lugar en más de siete décadas, es el Estado de terror que hoy gobierna Rusia, bajo el mandato del criminal político y criminal de guerra Vladimir Putin. Y es ese modelo el que se reprodujo en los países comunistas de Europa del Este, y que engendró monstruos como la Securitate en Rumania, la Stassi en la desaparecida -por fortuna- Alemania Oriental o el Servicio de Seguridad de Polonia, y que a comienzos de los años sesenta se proyectó hacia Cuba -donde se mantiene hasta hoy con la ferocidad que es su marca de fábrica-, y es el modelo que, con indiscutible éxito, se ha proyectado hacia Venezuela y hacia Nicaragua.
El Estado policial venezolano, como el cubano y el nicaragüense, es, además, militarista. Son constantes las escenas donde militares y policías actúan juntos, y está demostrado que en sus métodos hay patrones comunes: Dgcim, Sebin, FAES, Conas, unidades de la Guardia Nacional, PNB y más: unos y otros han sido entrenados para perseguir, secuestrar, detener, enjuiciar y torturar hasta la muerte. Que compartan procedimientos es previsible: trabajan para un mismo patrón, son agentes del mismo proyecto, tienen el mismo encargo: establecer el terror.
Pero el terror -esto es fundamental- no solo se propaga, no solo se impone ejerciendo la violencia de Estado, ilegal y ampliamente, sino difundiendo su existencia y bestialidad. El terror no solo se ejerce, también se comunica. Y debe comunicarse en todos sus extremos: mostrar la arbitrariedad, el sadismo, la saña, la perversidad del trato que se da a los ciudadanos. El poder debe mostrar, a los propios funcionarios y a las víctimas que, no importa cuán descabellada y atroz sea una actuación, nada les ocurrirá a sus responsables. Al poder le corresponde ventilar, exhibir la impunidad. Solo así sumirá a los ciudadanos en un ánimo de impotencia. Solo así se diseminará el sentimiento de que todos vivimos en peligro. Solo así se impondrá la convicción de que quien denuncie o proteste, será inevitablemente castigado por el poder.
Y es que la nación venezolana es un territorio ocupado por unidades militares o policiales o paramilitares o por miembros de colectivos o civiles dedicados al espionaje, por grupos que escuchan las llamadas telefónicas, por informantes, por redes de vigilancia y denuncia, por sapos que observan y cuentan a los funcionarios supervisores cualquier hecho que pueda interpretarse como contrario al interés de la dictadura.
¿Cuán efectivo ha sido en Venezuela el establecimiento de un Estado de terror, en el que -que nadie lo olvide- todos los poderes públicos son elementos constitutivos del mismo? ¿Pesa en la vida cotidiana? ¿Lo sienten los ciudadanos en su desenvolvimiento diario? ¿Limita su libre accionar? ¿Les impide ejercer derechos esenciales como el derecho a expresarse, a informar e informarse, a opinar, a protestar, a circular libremente, a detenerse en una calle a observar lo que ocurre? ¿Impide a cualquier venezolano aproximarse a una playa a constatar a simple vista cuánto combustible ha sido derramado en un espacio natural del que es un legítimo habitante? ¿Les impide fotografiar o filmar los hechos que ocurren en unas alcabalas distribuidas en todo el territorio, donde detienen arbitrariamente a los ciudadanos, donde los roban, los golpean, los siembran de drogas o los matraquean? ¿Les impide reunirse y protestar? ¿Les impide acudir a concentraciones convocadas por la oposición? ¿Les impide saludar a María Corina Machado, a Andrés Velásquez o Freddy Superlano cuando caminan por cualquier calle o se detienen a tomar un café en cualquier rincón del país?
De eso trata el Estado de terror en Venezuela: del miedo, de la impotencia ciudadana, de la imposibilidad de ejercer los derechos constitucionales, del pavor a que, en el momento más inesperado (el terror venezolano tiene un rango de dos horas de su preferencia, entre las 2:00 y las 4:00 am, que es, en su visión del mundo, el momento adecuado de llegar a un hogar donde todos duermen, y derribar la puerta a patadas), un comando de encapuchados, con armas largas, vociferando y robando, sin orden de detención, llegue, te arrastre, te sustraiga de la familia y del mundo, brutal escena que da comienzo a la peor pesadilla.
Miguel Henrique Otero, director de El Nacional de Venezuela.