Brasil el estado más extenso y poblado de Sudamérica con 212 millones de habitantes . Es también el país con mayor número de infectados y muertos. Aunque las cifras son estimativas por falta de adecuados testeos, los infectados superan los 20.000 casos y las víctima fatales los 1.000 muertos.
Aunque Brasil es uno de los BRICS, es decir, una de las cinco naciones con economías emergentes más importantes del planeta, lo cierto es que la realidad socioeconómica y las carencias que presenta el sistema sanitario brasileño hacen difícil la contención de la pandemia del coronavirus.
En enero pasado, Brasil se disponía a dejar atrás la crisis por la que atravesó el país en 2015 y 2016, cuando el PBI se hundió cerca de un 7% en la que fue la peor recesión en las últimas décadas. En 2017 el país comenzó a salir de la parálisis, la economía creció un 1,3%, el mismo porcentaje en 2018, mientras que se contrajo un poco con el 1,2% de 2019. El gran salto debería haber llegado en 2020 cuando se estimaba un crecimiento cercano al 2,4% pero el coronavirus ha sepultado toda esperanza de recuperación económica.
La situación social es igualmente desesperanzadora, aproximadamente, treinta millones de brasileños carecen de agua corriente y cloacas incluyendo a los once millones y medio que viven hacinados en lo que el gobierno denomina “comunidades” o “aglomerados subnormales” pero que el brasileño de a pie llama coloquialmente “favelas”. Espacios urbanos superpobladas donde impera la pobreza extrema, la marginalidad y el delito.
La cantidad de brasileños que viven en esas miserables favelas es superior a la población total de Bolivia, Suecia o Suiza considerados individualmente. A ellos se agrega otro millón de población aborigen dispersa en 305 tribus a lo largo del territorio amazónico de Brasil.
Esto ha llevado al presidente Jair Bolsonaro a considerar que el “modelo sanitario” adoptado por el resto del mundo, que consiste en la suspensión de las clases escolares y universitarias, interrupción de la actividad económica, de vuelos y del transporte terrestre de pasajeros, aislamiento social para la totalidad de la población, testeos masivos de personas con síntomas, separación e internación de las personas afectadas, etc. resultan de imposible aplicación en Brasil y causarían más perjuicios que beneficios.
Al parecer, Bolsonaro llegó a esa curiosa conclusión después de considerar al menos tres aspectos singulares de Brasil.
En principio, que el deficiente sistema sanitario brasileño, con sus crónicos problemas de infraestructura y carencia de insumos era incapaz de detectar y atender a un volumen masiva de afectados cuando estos lleguen a lo que periodísticamente se ha denominado “el pico de la pandemia”.
Por otra parte, la extensión del territorio brasileño, en gran parte agreste y surcado por grandes ríos, hace muy difícil la aplicación de controles a los desplazamientos y estado sanitario de las personas. Además, gran parte de la población se encuentra concentrada en regiones metropolitanas superpobladas como Sâo Paulo, con veintiún millones, o Río de Janeiro con doce millones, de los cuales 1,4 millones de cariocas se hacinan en favelas.
Al momento de escribir estas líneas en la favelas cariocas se han registrado doce muertos por coronavirus. Las autoridades han debido negociar con las bandas de narcotraficantes y la milicias (grupos militares organizados por policías y expolicías) que controlan efectivamente las favelas para que permitan retirar los cuerpos. Estos grupos han llegado a imponer un “toque de queda” informal obligando a los residentes a permanecer por la noche dentro de sus precarias viviendas.
Es decir, que la geografía y la demografía brasileña dificultan la efectividad en la aplicación de las medidas necesarias controles aún con la activa participación del personal de las fuerzas armadas.
Por último, Bolsonaro sin lugar a duda ha considerado que casi la mitad de los brasileños o bien vive al día, realizando tareas ocasionales e informales que suelen denominarse “changas”, o son vendedores callejeros. Incluso buena parte de los profesionales y comerciantes de clase media carecen de ingresos fijos y dependen de su trabajo cotidiano para sobrevivir.
En otras palabras, Bolsonaro, como otros jefes de Estado, especialmente los latinoamericanos, se enfrenta con el dilema de enfrentar los daños humanos que provoca la pandemia o soportar las consecuencias económicas y humanas provocadas por la suspensión de la actividad económica en su país.
El problema es más intenso en Brasil por el volumen de su población marginal y por la existencia de más de cinco mil grupos del crimen organizado y milicias parapoliciales. La combinación de ambos factores deja abierta la posibilidad de que se produzcan desbordes sociales con saqueos de comercios y viviendas.
Todos estos factores parecen haber convencido al presidente Jair Bolsonaro de no aplicar el modelo sanitarista y mantener la economía brasileña en funcionamiento aún a riesgo de expandir la pandemia.
Claro que Bolsonaro no se caracteriza precisamente por trasmitir su decisiones de forma racional y mesurada.
Siguiendo su tradicional y poco ortodoxo sistema de comunicación, Bolsonaro se dedicó a menospreciar la gravedad de la situación. Calificó a la pandemia de “gripezinha” o “resfriadinho” y afirmó que “si los brasileños pueden nadar en las alcantarillas y no les pasa nada, podrán sobrevivir a este resfriado miserables”. “Algunos morirán porque así es la vida” dijo con fatalismo.
Para demostrar su menosprecio a la enfermedad incremento sus actividades públicas, saludó a los vecinos en las calles y visitó “churrasquerías” y panaderías conversando con los trabajadores.
En lugar de intensificar sus esfuerzos para adaptar el sistema médico brasileño para encarar a la pandemia puso sus esperanzas en Dios. “Dios es brasileño. La cura está ahí”.
En un claro mensaje a la comunidad cristiana (evangélica), que en Brasil es muy numerosa e influyente y suele votar por Bolsonaro, convocó al “Ejército de Cristo para la mayor campaña de ayuno y oración vista en la historia de Brasil.”
Los partidos políticos opositores, los altos mandos militares e incluso algunos de sus ministros resisten la política aplicada por el presidente para hacer frente al Covid-19.
Los partidarios de tomar medidas más activas dentro del gobierno son el ministro de Salud Luiz Henrique Mandetta, el ministro de Justicia Sergio Moro, el ministro de Economía Paulo Guedes y el primer ministro de la Casa Civil de Brasil, el general Walter Souza Braga Netto e incluso el vicepresidente general Hamilton Mourao. Bolsonaro y Mandetta han protagonizado incluso polémicas pública. Recientemente el presidente pretendió destituir a su ministro pero encontró la oposición de los altos mando militares.
A ellos se suman Rodrigo Maia y David Alcolumbre, presidentes de la Cámara de Diputados y del Senado, el presidente del Supremo Tribunal Federal, Antonio Días Toffoli y la mayoría de los 27 gobernadores que impusieron la cuarentena en sus respectivos estados.
Entre los sectores políticos que demandan otras medidas sanitarias se encuentran los excandidatos presidenciales Fernando Haddad del Partido de los Trabajadores, Ciro Gómes del Partido Democrático Laborista y Guillermo Boulos del Partido Socialismo y Libertad y especialmente el expresidente Luiz Inácio “Lula” Da Silva quien incluso promueve la destitución del Bolsonaro.
La popularidad del presidente Bolsonaro se ha derrumbado y el 31 de marzo se produjeron cacerolazos con lemas como: “Fuera Bolsonaro” y “Basta Bolsonaro” en las ciudades de São Paulo, Río de janeiro, Brasilia, Belo Horizonte y Recife.
No obstante, según una encuesta de la prestigiosa Datafolha registró que el 59% de los brasileños rechaza la renuncia del mandatario. Además, el 52% cree que el presidente tiene capacidad para liderar el país, ante un 44% que le niega esas condiciones según una encuesta de Folha de São Paulo.
En este contexto, Brasil carece de una política unificada y de una conducción unificada y clara para hacer frente a la expansión del coronavirus. Las fuerzas armadas salen a las calles para realizar medidas sociales de distribución de alimentos, realizar fumigaciones y controlar a la población, pero no hay compras masivas de insumos (barbijos, respiradores, alcohol en gel, etc.) por parte del Estado brasileño ni se preparan instalaciones para contener la expansión de los contagios. Algunos Estados o ciudades han suspendido las clases en las escuelas pero el gobierno nacional no ha tomado ninguna medida al respecto lo mismo ocurre con el aislamiento social.
Mientras tanto, circulan rumores de un golpe blando instrumentado por los militares que alejaría al presidente Jair Bolsonaro del gobierno, pero este sigue al frente del país aunque nadie conoce con certeza quien y hasta donde cumple con sus directivas.
En otras palabras, en Brasil nadie sabe dónde está el piloto.