Que la institucionalidad en Europa está en serio peligro es una obviedad. El hecho de que en España esto empieza a ser más intenso que en otros lugares, parece ser evidente. En consecuencia, los conscientes de ello, deberíamos adquirir la obligación colectiva de recuperarla, concitando en esta tarea al mayor número de personas.
No hay que esforzarse mucho, ni ser muy listo para tomar conciencia de su importancia. Lo grave es que todos pasamos de esta tarea cívica, pensando que le corresponde al otro ya que cada uno de nosotros tenemos muchas cosas que hacer. Que lo hagan los políticos que para eso les pagan. Esto puede ser un error con consecuencias.
Ahora bien, en primer lugar, tendríamos que convenir qué entiende cada cual por institucionalidad. Desde un punto de vista teórico serían los valores públicos, los principios colectivos, las relaciones y conductas de una sociedad (en nuestro caso la española y europea). En otra acepción, es el republicanismo, del que tanta gala hacen los franceses. Principios y valores que están por encima de la forma de Estado. Incluso podríamos decir que en el Estado Democrático y de Derecho estos principios están en un plano diferente siendo irrelevante que el máximo representante del Estado sea elegido por los ciudadanos o designado por el principio monárquico. El Rey o el Presidente es una institución más, pero no el paradigma de todas ellas.
Por ello es mejor referirnos a la institucionalidad como la cultura política compartida. En definitiva, aquello que nos une y nos garantiza la convivencia libre entre ciudadanos, teniendo en el respeto a las instituciones democráticas el común denominador.
Ni todos los Abascales, Casados, Arrimadas, Espinosas y Cayetanas que en el mundo existen pueden decir a nadie si es o no es constitucionalista
El debate de investidura ha venido a demostrar algo más grave que la falta de respeto a la cultura democrática española surgida con la Constitución del 78. Es su negación, su entendimiento de manera torticera e interesada y excluyente. Esta vez no se puede ser equidistante, han confluido las dos peores sombras de nuestra identidad, la anárquica y la totalitaria, encarnadas en una derecha a la que es imposible encontrar matices diferenciadores. Las instituciones son las instituciones, esté al frente uno de derechas, izquierdas, ateo, del Opus Dei o comunista.
Sería bueno, lo mismo que el otro día se hizo con VOX, desmontar su maniqueísmo sobre violencia doméstica, emigración, patriotismo y sobre todo su soflama sobre constitucionalismo.
La línea de lo constitucional, sea una ley o una actuación con relevancia jurídica o política, su constitucionalidad o no, solo lo puede decir el Tribunal Constitucional, ningún verborreico diputado o diputada, mientras todo goza de presunción constitucionalidad, como la inocencia. Constitucionalista no es un título que nadie pueda otorgar. Es más, arrogarse esa condición, o negársela otro, es una solemne imbecilidad. El respeto a la Constitución es una obligación y lo contrario sí tiene consecuencias, es decir, si se incumple y afecta a los derechos de otros o vulnera el ordenamiento jurídico. Y ser constitucionalista es también aceptar su procedimiento de reforma. Ni todos los Abascales, Casados, Arrimadas, Espinosas y Cayetanas que en el mundo existen pueden decir a nadie si es o no es constitucionalista.
Dicho esto, cada vez que con tanta bravuconería se reparte incienso constitucional, nos hace pensar que la enfervorizada defensa de la Constitución es la de 1834, que se denominó Estatuto Real. Verdadero baluarte de la institucionalidad reaccionaria española. El pensamiento reaccionario español viene de lejos y tiene muchos nombres, desde Donoso Cortés y Balmes, pasando por Menéndez y Pelayo, Vázquez de Mella o José Antonio Primo de Rivera, hasta llegar a Espinosa de los Monteros. A Casado, el “licenciado exprés”, todo esto le suena como los escritos de Mencio (que era un filósofo chino).
La continua descalificación al Presidente del Gobierno, al Gobierno; el insulto hacia cualquier oponente político con garantía institucional, suponen un deterioro del sistema de convivencia pacífica.
El problema de rebasar determinados límites puede suponer desencadenar una tormenta perfecta de negación permanente del otro y ello tiene muy malas consecuencias.
Las referencias de Espinosa y del eurodiputado de Vox Hermann Tertsch, por cierto antiguo miembro del Partido Comunista, apelando a la intervención de las Fuerzas Armadas para la defensa de la Constitución, contra el gobierno de España, no debe sorprender a nadie, es el discurso rancio de la ultraderecha: desprestigiar la política, negar la legitimación de la izquierda y “calentar” a la ciudadanía con todos los males habidos y por haber.
No tiene por qué sorprender, es la esencia del pensamiento reaccionario. Será alarmante, peligroso y preocupante si no somos capaces de combatir este nacionalismo populista hispano con argumentos solventes y rigurosos. Ahora bien, el hecho de que a ello se sumen PP y los restos de Ciudadanos, lo dota de gravedad haciendo peligrar la institucionalidad democrática en España. ¡No se puede prescindir de la derecha para avanzar en democracia!
La situación política española no es envidiable, es muy delicada. Los populismos nacionalistas, centrales y periféricos, unidos a la inestabilidad de los partidos; los discursos de inmediatez, y sobre todo la falta de criterios claros y asentados sobre cuáles son los principios esenciales de nuestra cultura política democrática, ponen en riesgo la convivencia pacífica con respeto a la pluralidad y a la alternancia.
No está en tener unos u otros estudios para el ejercicio activo de la política, como parece demandar la aspaventosa Arrimadas, está en entender lo que significan los principios básicos del funcionamiento democrático (el respeto al resultado electoral, la dialéctica parlamentaria como medio para el consenso social, …) y si se entienden, que se entienden, no confundir y manipular al ciudadano.
No podemos permitirnos volver atrás, y como decía Machado, a “Este hombre (que) no es de ayer ni es de mañana, sino de nunca; de la cepa hispana no es el fruto maduro ni podrido, es una fruta vana de aquella España que pasó y no ha sido, …”.