A Carmelo, José, Miguel Ángel, Jesús María, Jesús, Andrés José, José Joaquín, Santiago, Antonio, Javier, Miguel y Juan Ignacio y a sus padres
No iré por la M-30. Mejor por Costa Rica, giro en la plaza de la República Dominicana y bajo por Príncipe de Vergara; desde ahí de tirón hasta O’Donnell, a las ocho menos veinte de la mañana y en verano sin colegios en Madrid hay poco tráfico.
Estaría de nuevo en la maternidad en diez minutos, no más. Después de dejar a los abuelos en casa, tenía la necesidad de dar un nuevo beso a esa personilla que había llegado a mi vida, apenas cuatro horas antes.
“Ahora sí que tienes que ser responsable” dijo la matrona al depositarlo sobre mis brazos. Lo dejaría para el día siguiente; apreté el acelerador, giré como una exhalación en la plaza, ni siquiera vi que ponían en el Cine Roma que me gustaba hacerlo, vi a algún tipo en la parada del autobús y poco más. Aproveche el verde los semáforos para acelerar aún más la marcha. En unos segundo oí una fuerte explosión tras de mí. Me llegó un pensamiento malo. Había una fuerza extraña en España que nunca nos dejaba quitarnos el miedo. ¡Era tan difícil vivir sin dictadores!
Aquel día ha sido uno de los más felices de mi vida. Para doce padres y madres se convirtió en el más desdichado, mi hijo llegaba al mundo y a los suyos se los arrebataban. Morían en la Plaza de la República Dominicana, o en los días subsiguientes, por la metralla y hierros del furgón que los llevaba a hacer algo tan grave como practicar la conducción de motocicleta para ser algo tan antisocial como miembro de la Unidad de Trafico de la Guardia Civil. El menor 18 años, 25 el mayor. No reparé que por minutos pude unir mi destino al suyo, no fui consciente de ello. Siempre he pensado, eso sí, en que la sensación vital que yo acababa de estrenar en esos instantes, tener un hijo, había sido truncada para 12 de familias. La náusea se me agarró al pecho y miraba a mi hijo pensando de lo que sería yo capaz de hacer si alguien me lo arrebataba.
Antes de aquellos hubo muchos muertos, después muchos más, apenas un año después 21 en los sótanos de un supermercado lleno de padres y de hijos. Cuando oí decir: “eran víctimas inocentes”, no lo entendí. Víctimas inocentes eran todas, han sido todas. Tan inocentes como inútiles. Es tan doloroso e ingenuo oír decir después de un atentado que: “mi hijo, hija, mujer, hombre, padre, madre sea el último”.
Años después tuve la oportunidad y el honor de tener a mi cargo a una unidad de la Guardia Civil compuesta por chicos y chicas (la primera promoción) jóvenes llenos de ilusión y compromiso. Mujeres y hombres de una pieza que nunca pensaron, ni piensan, ni en el riesgo ni en la ingratitud de su labor. Cada uno de ellos se me figuraba los de aquel fatídico 14 de julio de 1986. Pero no hace falta tenerles a tus órdenes con esos ruidosos taconazos cuando dan novedades. Están presentes en nuestra vida ciudadana cotidiana: en el aeropuerto cuando llegas a tu país, en la carretera, en un incendio, en un largo etcétera de nuestro pasear día a día por las calles. Calles que desde hace unos días también transita, sintiéndose protegida por la misma Guardia Civil, Idoia López Riaño, una de las terroristas, declarada culpable por la justicia, de aquella masacre. Una liberticida que obtiene la libertad por acogerse a las medidas de la llamada “Vía Nanclares” de arrepentimiento.
Pienso esta historia lleno de sentimientos encontrados: En la inútil vida de la Tigresa y de todos sus correligionarios que han vivido circunstancias parecidas. En la sinceridad o no de su arrepentimiento. En el mundo de hoy que nadie se arrepiente, sinceramente, de nada pues todos estamos en posesión de la verdad sobre todo. Pienso en muchos que están aún dispuestos a matar indiscriminadamente por nada e incluso a morir; en ideologías enfermas… pero sobre todo pienso después de 31 años, que el sacrificio de aquellas 12 familias y la muerte, siempre inútil, de aquellos doce jóvenes guardias han hecho más fuerte a España; más duros a sus ciudadanos que han sabido levantarse con el trabajo, la tolerancia y el respeto. Un país que, a pesar de mangantes, charlatanes y filibusteros ha encontrado el sentido de que solo la ley nos garantiza la libertad y la convivencia.
Por ello, si volviera a cruzar mi camino con la Tigresa y sus arrepentidos o no, compañeros de sangría solo podría decirles: Aquellos no fueron tus víctimas, fueron los arquitectos de mi libertad y de la tuya, imbécil, hoy paseas la calle gracias a ellos.
Mi tolerancia me permite perdonar a los asesinos, mi dignidad me impide olvidar a mis héroes.