CONTAR HISTORIAS
Para pensar en la relación entre el poder y la fuerza en la literatura infantil reviso los modos en que los textos literarios cuentan historias donde se plantean conductas. A veces, se trata de las conductas esperables en la sociedad que implantan una moral social y comunitaria por lo que se subrayan la repetición de roles, la cristalización de ideas, la legibilidad de símbolos.
Dentro de esos roles, ideas y símbolos considero las representaciones de género que se realizan, se sostienen y, por suerte, también se resquebrajan.
La literatura para chicos está atravesada por la problemática del género y la consecuente presencia de las mujeres como sujetos señalados tanto por las prohibiciones y los mandatos como por sus capacidades para construirse en subjetividades. Es decir, las mujeres representadas y las mujeres generadoras de representaciones: narradoras, personajes, escritoras. Las críticas feministas han considerado qué durante mucho tiempo, las escritoras se vieron obligadas a escribir desde un lugar que no le era propio, así, la palabra de la mujer se hacía legible a partir del ‘robo’ de la palabra masculina. Sin embargo, es en esta acción –la de la ‘violencia’ del robo- que las escritoras van constituyendo su universo discursivo, propio y particular, porque: “…al robar palabras del lenguaje, la mujer se conoce y se nombra, apropiándose del poder de autocreación que la cultura patriarcal ha depositado históricamente en las plumas de los hombres. Al hacerlo, cuestiona el derecho de paternidad: la autoridad adánica de la cultura de crear a la mujer y de nombrarla luego según las ficciones del discurso patriarcal…
El poder patriarcal justificado por la supuesta incapacidad para simbolizar y la coercitiva obligación al silencio (‘callar y obedecer’) de las mujeres hacen que estas resulten infantilizadas. Así, las mujeres y la infancia son consideradas como identidades y situaciones desventajosas: ‘In-fala’, es decir, sin capacidad para hablar, impotentes de la palabra.
En su libro Mujercitas ¿eran las de antes? Cabal habla del rol de las escritoras respecto de las historias para niños y reclama: “…nada tiene de extraño que, a quienes escribimos para chicos, mujeres o varones, se nos ubique lejos de las escritoras y los escritores y cerca de las madres y las maestras. Madres y maestras, segundas madres, que trabajan por amor. Y trabajar por amor, ya se sabe, es casi como no trabajar…”
LAS ESCRITORAS
La obra de esta escritora como tantas otras cuestiona el lugar del silencio al que la sociedad patriarcal destinó no solo a las mujeres sino también a los niños. Poder ‘decir’ el mundo es legitimar las voces y las percepciones de ese mundo. El cuestionamiento del poder patriarcal a la hora de ‘ordenar –nombrar- el mundo’ resulta invertido por la literatura de quienes no solo buscan expresar con sus voces –ya no robadas- sino que intentan mostrar otros modos de orden.
Por eso quiero compartir tres posibles lecturas que tiene como protagonistas a chicos y cuyas historias fueron escritas por tres escritoras. La idea es observar cómo desde la perspectiva de género –a veces conscientemente como en el caso de Cabal- se definen poéticas de subversión. Se trata de “El silbato de Mauricio” de Laura Devetach, “Una trenza tan larga” de Elsa Bornemann y Las Rositas de Graciela Cabal. En estas historias, la voz que no puede pronunciarse, la apropiación del cuerpo en clara contravención con las imposiciones externas y el rigor de los espacios definidores de las conductas señalan tres posturas que revelan los modos en que las mujeres y los niños se representan.
“El silbato de Mauricio” de Laura Devetach cuenta acerca de la curiosidad de Mauricio. Movido por ella, el niño, lo llevaba cada día a visitar la estación de trenes. Mi casa quedaba cerca de la estación de trenes y según como soplara el viento, llegaba a mí el silbato grave y lento.
Mauricio iba a la estación y se burlaba del tren y de su sonido. La crueldad de la infancia mostrada en la burla. El nene malo que no repara en la vulnerabilidad de los otros. Después de todo, el tren estaba atado a la rutina de su trabajo y era prisionero de los rieles que le marcaban su camino de allí hasta aquí. Mauricio, en cambio, iba y venía, era libre.
Pero como toda maldad era castigada –por lo menos en esa época eso se creía debía tratar la literatura para chicos- Mauricio sintió un día que un pez de colores se le metió por la boca, pasó por su garganta y le ocupó el espacio de su voz haciendo que la voz humana se transformara en el silbato –el pito- del tren. ¡Qué terrible castigo! ¡Qué la voz de una no fuera escuchada, que nadie entendiera lo que queremos decir! Estar incomunicada por esa incompetencia del código es lo mismo que ser silenciada que, como explica Graciela Cabal en Mujercitas, ¿eran las de antes? no es lo mismo que ser silenciosa; porque ser silenciosa es elegir callar por momentos. Ser silenciada, en cambio, es no poder hablar, es estar obligada a hacer silencio.
La voz del niño transformada en silbato inhumano me permitió reconocer la operación silenciadora como castigo ejemplar al que no solo se sometía a las mujeres sino también a los niños. Cualquier atrevimiento sería castigado, ¿cuál sería el castigo? La palabra vedada y esa burla, desprecio por la palabra propia: la voz transformada en pito. Por supuesto, por tratarse de un cuento para chicos de la década del sesenta, Mauricio hace un mea culpa, el tren lo perdona y el nene recupera su voz: sintió cómo el pez de colores le subía del estómago a la garganta y de la garganta a la boca y de allí se liberaba y lo liberaba al niño de su maldición. La literatura infantil tenía, entonces, un fin moralizador, nos enseñaba a los chicos a no burlarnos de los otros, a ser buenos.
EL ESPACIO DE LOS CHICOS
Sin embargo, de ese bello relato, es imposible olvidar la sensación de ahogo provocada por el pez de colores atascado en la garganta y la voz transformada en otra cosa.
Un elefante ocupa mucho espacio señala la subversión instalada en el mundo, el mundo en el que los chicos pueden probar, experimentar y seguir jugando, tal vez por eso Un elefante ocupa mucho espacio fue prohibido en 1977.
“Una trenza tan larga” es la historia de una chica que tenía un bello y larguísimo pelo negro que ella se atreve a soltar y así, jugarle competencias a la noche porque las estrellas confundidas –o tal vez enamoradas de ese pelo- se desprenden del cielo y se abrigan en la cabellera de la niña.
Margarita, la protagonista, se manifiesta dueña absoluta de su cuerpo, no corta su pelo ni lo quiere hacer y se enfrenta a quienes pretenden obligarla. Ese largo, larguísimo pelo negro se mueve suelto, a diferencia de la melenita castaña que apenas rozaba los hombros de la hermana mayor y los escasos rulitos que se apretaban en coronita rubia de la mediana. Ella es diferente y acepta las diferencias sosteniendo la certeza de que el mundo puede ser transformado por su voluntad: “…Cuando llegaron las vacaciones, sus papás decidieron hacer un viaje en barco.
-¡Tendremos que cortarte el pelo! –volvió a insistir su hermana mayor […]
Pero a Margarita se le ocurrió algo, también en esa oportunidad, y no fue necesario cortarle la trenza.
Durante el viaje en barco la dejó caer desde la borda al agua. Su trenza abrió un caminito negro en el río […] Su trenza negra […] sigue siendo, a veces, un retacito de la misma noche, bordado por los bichitos de luz… o una nube oscura, sobre la que el viento sopla pájaros, libélulas, mariposas, langostas y vaquitas de San Antonio… o simplemente una trenza, una trenza tan larga…”
Por otro lado en Las Rositas de Graciela Cabal (una novela que, como se aclara en la contratapa, está sugerida para lectores a partir de los 11 años: Ello indica que el texto se escribe pensando en un destinatario en particular que es el público infantil) todas las representaciones de género (hija, abuela, nieta, esposa, casadera) se ubican, en un principio, en una organización social y doméstica claramente patriarcal: la casa. Allí se interpela el lugar que las mujeres fueron obligadas a ocupar o que asumieron como propio dentro de una sociedad jerarquizada y desigual.
En Las Rositas se narra la vida de una familia de Buenos Aires en los primeros años del siglo XX. La historia cuenta la necesidad de casar a todas las hijas mujeres y cómo una de ellas, la menor, se niega a obedecer esos mandatos en nombre de sus propios deseos. La hija menor está enamorada de un artista titiritero a quien sus padres no ven como buen marido, capaz de darle las comodidades que su hija se merece y mantenerla como debe ‘hacer todo hombre de bien’.
El espacio de la acción que se privilegia es la casa donde viven la abuela Rosa, sus cuatro hijas: Rosalinda, Rosablanca, Rosana y Rosina; la nieta – huérfana de madre-; el padre de la niña; el abuelo y Felisa, la joven sirvienta. En el texto, los territorios de incumbencia de los personajes determinan y definen los géneros, y así, las relaciones de poder. La casa, entonces, es el ámbito de la familia regido por esa ‘madre’ que es la abuela y que impone un régimen matrifocal observado, incluso, en el orden de los espacios que se ocupan y se usan. En tanto que espacio de referencia femenina es signo en el que se reproducen las condiciones externas del patriarcado; en consecuencia, la distribución espacial de la casa y de sus ambientes como también de los objetos e imágenes que circulan en ella determinan la jerarquía de sus habitantes, de las acciones y de las funciones y roles.
Así, la casa definida por el patriarcado como un territorio femenino, se abre y se considera un espacio de intermediación no solo de sujetos o de símbolos sino de acciones y metáforas donde pueden resignificarse, también, los sujetos.
La casa es un espacio que revaloriza los espacios internos de los que las mujeres son capaces de apropiarse. Por eso, desde una perspectiva femenina, es decir, la mirada plural de las mujeres, una mirada que las tenga como sujetos, esos espacios pueden significar otras cosas: un nomadismo capaz de desestabilizar el imperio hegemónico de los territorios que ‘atan’ a los sujetos.
PODER SER DISCURSO
En Mujercitas, ¿eran las de antes? Cabal hace visible el problema de las representaciones de la feminidad y lo vuelve materia cuestionable respecto del quehacer literario, es decir que no solo reflexiona acerca de cómo se han representado a las mujeres en los textos, tanto ficcionales como escolares, sino las maneras en que ellas mismas lograron inscribir, crear propias, y reproducir ajenas representaciones.
El poder expresado es ‘poder ser discurso’ y el discurso es creador de sujetos; así queda presentada una mujer que, separada de los discursos que hegemonizan las acciones constitutivas de la Historia, ‘narra’ y construye otra historia, la propia.
No se puede hacer Historia de lo invisible; entonces, el discurso debe hacer que las mujeres se ‘empoderen’ tanto en el nivel discursivo como en el de los hechos. Que las mujeres se tornen visibles y tengan la posibilidad de ‘decir’, inscribir enunciados que las legitimen, autorizar para adquirir autoridad.