Cuando hablamos de violencia nos referimos a cualquier acto intencional, dirigido a dominar, controlar o lastimar a una persona. En los casos de violencia de género la víctima siempre es una mujer y el victimario su pareja estable o eventual.
Esta violencia se puede materializar en forma física o psicológica. El daño provocado por la violencia psicológica, aunque más difícil de detectar, es igualmente nocivo. Suele comprender gestos agresivos, violencia verbal, maltrato, falta de atención y sustento económico, amenazas, etc.
Entre sus efectos dañinos es posible detectar en aquellas mujeres que la padecen sentimientos de vergüenza, desvalorización, depresión, ansiedad, aislamiento, temor, etc.
Esta violencia física en muchos casos puede culminar en la muerte de la mujer agredida transformándose en un femicidio.
En Argentina, por ejemplo, se produjeron en el año 2016, 254 femicidios. Pero, el problema va en incremento. Las víctimas de femicidio, en 2016, fueron 19 más que en 2015 y, en los primeros 43 días de 2017, se cometieron 57 femicidios en el país.
Entre los desencadenantes de la violencia contra las mujeres pueden encontrarse prácticas culturales, problemas de control de impulsos por parte del hombre, el uso excesivo de alcohol y drogas. Tampoco podemos dejar de lado que el agresor padezca ciertas patologías psíquicas que influyan en la manifestación de una conducta agresiva.
Las mujeres víctimas de violencia de género suelen estar atrapadas en una relación tóxica. Se encuentras aferradas en un vínculo de pareja sadomasoquista.
A esto debe agregarse que, en ocasiones, la víctima desarrolla un sentimiento de omnipotencia por el cual cree poder modificar o cambiar a su pareja y controlar su agresividad a través del cariño. Pero esta es una creencia absolutamente errada. Ninguna mujer cambia a un abusador.
Cuando comienza a experimentar el abuso, ya sea verbal o físico aparecen en la víctima el temor y la inseguridad de poder tener independencia emocional y económica, para continuar sola su vida. También surgen sentimientos de culpa por el hecho de romper la familia, alejar a sus hijos del padre o poner en riesgo el sustento de los mismos. La frustración por la pérdida de todos los esfuerzos invertidos en la relación y en el proyecto de construir una familia.
Entre las características más evidentes de los agresores podemos mencionar, la falta de capacidad para dialogar, el haber padecido experiencias infantiles frustrantes y haber desarrollado la creencia que ejercer el poder sobre el otro, es el mejor camino para lograr sus objetivos.
Generalmente son individuos seductores, gentiles, de bajo perfil y aceptados socialmente. Tienen la habilidad de crear a su alrededor la imagen de que no puede ser un maltratador familiar.
Es difícil poder verlos como víctimas, pero realmente son el producto de un aprendizaje infantil basado en escenas de agresiones constantes, tanto físicas como verbales del padre hacia la madre y hasta en ellos mismos. Crecieron sin una puesta de límites, llegando a ser el centro de conflictos de la pareja, vivenciando traumas infantiles jamás superados.
Manifiestan un falso arrepentimiento, volviendo a agredir sin sentir la mínima culpa, ya que no poseen empatía y para ellos la culpa siempre la tiene el otro.
La antropóloga Leonor Walker, en el año 1979, en su libro “Mujeres Maltratadas”, expone el llamado “Ciclo de la Violencia de Género”. El mismo comprende tres etapas.
Etapa de Acumulación de Tensión:
Implica un aumento de conflictos, donde el agresor se torna más susceptible y responde con agresividad y hostilidad, aún sin ser física, encontrando en cualquier situación motivo de discusión. En esta etapa, la víctima trata de alivianar las situaciones evitando hacer todo lo que al otro lo que al otro lo irrita. La tensión va aumentando gradualmente pudiendo llegar a dilatarse por años.
Etapa de Estallido de la Tensión:
La hostilidad entre los miembros de la pareja va incrementándose paulatinamente, se pierde toda comunicación y da paso a la materialización de la violencia. Puede comenzar siendo psicológica, luego verbal y gestual para finalmente tornarse física.
Esta situación recibe la denominación de “crisis emergente”. Este es el momento en que la víctima pide ayuda y suele concretar la denuncia del maltrato que ha recibido de su pareja.
Fase de Arrepentimiento:
Una vez producida la descarga de la tensión a través del acto de agresión física, el hombre trata de reducir los efectos negativos de su acto agresivo, mostrando arrepentimiento, pidiendo perdón, prometiendo no repetir la agresión e incluso, enviando flores o haciendo obsequios.
A esta etapa la antropóloga suele denominarla también como la “luna de miel”. El agresor solicita una nueva oportunidad, convence a la víctima para que retire su denuncia y regrese al hogar, prometiendo un cambio que en realidad no siente ni está dispuesto a cumplir. Se muestra amable, conciliador y cariñoso apelando a sus mejores recursos de seducción.
Esta fase completa el ciclo cuando la “luna de miel” se interrumpe para la acumulación de nuevas tensiones que remiten la situación a la primera etapa y al inicio de un nuevo ciclo de violencia de género.
La mujer queda atrapada en una relación sadomasoquista. En algunos casos la víctima reúne los restos de su autoestima personal, solicita ayuda profesional y logra romper con el “Ciclo de la Violencia de Género”, escapando de esa relación tóxica. En otros casos, lamentablemente, la mujer o bien continúa atrapada en esa pareja patológica o termina muriendo a manos de su agresor.