En la noche del sábado y en los días previos, tanto los amantes del fútbol como quienes no lo son, hemos podido disfrutar de un hecho excepcional para lo que está siendo España, un ejemplo de verdadera concordia y convivencia. Hemos comprobado que el espectáculo está en otro lado.
El fútbol y la política pueden tener muchas semejanzas y una clara y notable diferencia, a priori. Ambos, en principio, tienen su base en una competición dentro de unas reglas que, en principio, son iguales para todos los contendientes. Lo que se desarrolla en el campo de juego es esencial, pero no se podría entender y carecería de sentido si no se tiene en cuenta a los seguidores de uno u otro equipo, ya que son ellos los que justifican el enfrentamiento. Elegimos, optamos por diferentes formas de entender bien la política o el fútbol. El simbolismo, los colores, las banderas son parte del sentido de pertenencia.
Asimismo, la estrategia, tanto en la política como en el fútbol, juega un papel crucial. En la política, los partidos y los políticos diseñan estrategias para alcanzar sus objetivos políticos, ya sea ganar elecciones, influir en la opinión pública o promover cambios normativos y ejecutar acciones para cambiar las cosas. Del mismo modo, en el fútbol, los equipos desarrollan estrategias para ganar partidos, y partido a partido campeonatos, ya sea a través de tácticas defensivas, ofensivas o de contraataque.
En ambos, la afición, los seguidores, los tiffosi, la militancia, son los que arropan a los suyos en la victoria y en la derrota. Estos pueden perder hasta el sentido y la consciencia en el campo de juego, a los seguidores políticos habría que pedirles una cierta racionalidad, pero no vamos a ponernos exquisitos. Eso sí, tanto los políticos y sus estrategas como los futbolistas y entrenadores no pueden hacerlo. Tarde o temprano, si pierden la racionalidad, la derrota es cosa cierta e incluso puede llegar a ser espectacular.
La diferencia sustancial entre fútbol y política es que esta última es “el arte” que se han dotado los humanos para resolver conflictos ciertos en los cuales mucho tiene que ver el presente y el futuro de las personas. El fútbol es, sin duda, el arte del virtuosismo con el balón, es un enfrentamiento entre personas creado artificialmente para entretenimiento y disfrute. En este, ganar o perder es importante, sin duda, pero intranscendente para la vida real de la gente, o así debería ser. La política, en cambio, se basa en enfrentar conflictos reales y darles una solución posible. Por eso, la política importa y debe tomarse en serio, mientras que del fútbol no se debería olvidar su intranscendencia; su trascendencia finaliza cuando termina el partido o, si me apuran, el campeonato.
Les recomiendo a los amantes del fútbol la lectura del ensayo del escritor uruguayo Eduardo Galeano “El fútbol a sol y sombra”. Sería igualmente interesante hacer una reflexión como la que él hace sobre el fútbol con relación a la política. Me quedo ahora con la frase con la que termina su breve prólogo, en el cual explica cómo, a pesar de su afición, entendió que era un desastre para la práctica del deporte rey: la primera razón es que era “un pata dura”, y la segunda, que cuando los rivales hacían una linda jugada, yo iba y los felicitaba, lo cual es un pecado imperdonable según las reglas del fútbol moderno.
Hoy en política, en nuestra política, al rival ni agua; y si es él quien nos la ofrece, aunque estemos muertos de sed, tampoco la tomamos. Bueno, ya saben lo que se cuenta sobre los octavos de final del Mundial del 90, en los que los brasileños acusan a los argentinos de haberles envenenado con agua narcotizada. Todo puede ser.
En política, de un tiempo a esta parte, no se trata tanto de ganar a los contrarios y ser mejores que ellos, ahora hay una nada oculta pretensión de aniquilar al adversario
La Copa del Rey ha pasado por diferentes denominaciones en función del régimen político imperante, ya que la política tiene mucho de nomenclatura: Copa de España, de la República, Generalísimo, del Rey y en algunos años, Copa de la Reina. El campeonato, en todo caso, siempre es el mismo. En su última final, el enfrentamiento entre el RCD Mallorca y el Athletic Club de Bilbao, nos demostró, equipos y aficiones, que el fútbol, como deporte, hoy por hoy está en un estado de superioridad de racionalidad con respecto a la política. Como deporte, digo, pues como gestión política futbolística se asemeja a la política tanto que a veces es imposible diferenciarlos.
La final fue un claro ejemplo de la concordia que se dice buscar en la política. Fue disputada por un equipo emblemático de la “nacionalista Euskadi”, donde, permitidme la broma recurrente, todos sus jugadores son españoles, no habiendo sucumbido el club al mercantilismo futbolístico. Por otro lado, sus dos delanteros más notables son negros españoles. Eso sí es ejemplo de pluralidad. Son hijos de la inmigración africana. Uno de ellos ha decidido jugar en la selección de nacimiento de sus padres (Ghana) desde donde lograron llegar a España atravesando el desierto del Sahara y saltando la valla de Melilla. ¡Toma! El otro luce con orgullo, como el mismo ha confesado, los colores de la selección de fútbol de España.
El otro equipo pertenece a un club modesto de un territorio donde se habla catalán, y el tal Puigdemont y sus puigdemonas reivindican para esa entelequia, salvo a efectos lingüísticos, que son els Països Catalans. Para más, ambos se juntaron en ese lugar donde el castellano se habla con acento andaluz y que siempre está dispuesto a ser un lugar de concordia y encuentro en la plural España. Sevilla fue una fiesta para solaz de hoteleros y restauradores, y sobre todo para unas aficiones dispuestas a disfrutar y desgañitarse animando a su equipo. Ambas sabían que solo uno de los equipos sería el ganador. En política, de un tiempo a esta parte, no se trata tanto de ganar a los contrarios y ser mejores que ellos, ahora hay una nada oculta pretensión de aniquilar al adversario. Escúchenlos y piensen.
El concepto de la democracia está perdiéndose por goleada. Una cuestión nuclear de la democracia es la alternancia, la capacidad de que existan otros (equipos) que tengan la posibilidad de asumir, por decisión ciudadana, el relevo para regir la dirección de los asuntos de la comunidad. Para que exista competencia, hay que respetar al contrincante. El respeto es siempre simétrico y bidireccional o, en caso contrario, es una democracia de apariencia. Sin competencia no hay nada, ni en fútbol ni en democracia. La victoria no es la exclusión, en el franquismo sí.
A la “afición electoral” se la tiene que animar, motivar, ilusionar, poner de nuestra parte para que crean en nosotros, no para que esté permanentemente defendiéndose de la fachosfera o del social-comunismo bolivariano. Apoyan a su equipo por considerar que es el mejor, por ser además de los nuestros, no porque sí. Son los nuestros por su forma de ser y estar. Nunca por miedo a que ganen los otros.
Los nuestros leen mejor el partido que hay que jugar en cada momento y son capaces de hacer las mejores jugadas que llevan al resultado esperado. No solo ganan, lo hacen bonito. Los adversarios no solo reconocen el triunfo del ganador, se empiezan a preparar para ser los mejores en el próximo partido.
En este momento nos encaminamos hacia tres procesos electorales, dos muy importantes para sus propios territorios y otro para todos, pues en el futuro de Europa está el de todos. Sería malo si los diferentes equipos no juegan el campeonato que tienen que jugar y sus estrategias están puestas en otro torneo, uno que no se juega de momento. El insulto y la descalificación son claros signos de impotencia, la propuesta vacía es incapacidad. Yo les lanzo un reto a los electores (vascos, catalanes y resto de españoles): pongan un -1 al que insulta, el que sea, y un -2 al que recite un argumentario de palabras grandilocuentes, admonitorias y categóricas, y propuestas sin ofrecer datos ciertos y compromisos programáticos explícitos. Contabilicen. Después, decidan a quién votar o si votan. El voto es un ejercicio libre y personal, con él decidimos cómo queremos jugar, no quién queremos que no juegue.
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