Por Adalberto Agozino
El reciente intento de golpe de Estado en Brasil, con el asalto de las principales instalaciones gubernamentales: el Congreso, el Palacio de Planalto sede de la presidencia y del Tribunal Supremo Federal, en Brasilia, a sólo siete días de la asunción de un nuevo gobierno indica claramente que el gigante sudamericano atraviesa por una muy seria crisis.
¿Se jodió el Brasil?
El nobel de literatura, Mario Vargas Llosa, en su novela “Conversación en la Catedral”, hace que su personaje Santiago Zabala, como una suerte de Hamlet andino, se interrogue sobre ¿En qué momento se jodió el Perú?
La frase fue inmediatamente recordada y aplicada al autogolpe de Estado protagonizado por el expresidente Pedro Castillo. Luego se siguió aplicando al patético gobierno de su sucesora Dina Boluarte, que se mantiene en el poder con el apoyo de la mayoría fujimorista en el Congreso y la represión que los militares realizan en las calles y aeropuertos y que al momento contabiliza 46 muertos en un mes de gestión.
Pero, después del patético intento derechista de realizar una suerte de golpe de Estado, el pasado domingo 8 de enero, muy podemos preguntarnos: ¿En qué momento se jodió el Brasil
A comienzos del 2023, lo que parece estar jodido no es solo el Perú sino toda América Latina. Crisis económicas, demandas sociales insatisfechas, cuestionamientos al orden constitucional, violentas protestas callejeras y crisis de autoridad sacuden a la región.
El presidente Luiz Inacio “Lula” da Silva en la encrucijada.
El 30 de octubre pasado. Luiz Inacio “Lula” da Silva, del Partido de los Trabajadores (PT), logró a los 77 años, concretar la gran hazaña de convertirse en el primer brasileiro que gobernará a su país en tres períodos desde la restauración de la democracia en 1985.
No obstante, Lula se impuso en la segunda ronda electoral por el margen electoral más estrecho de la historia de Brasil: 50.9% frente al 49,1% obtenido por su rival Jair Bolsonaro, tan solo dos millones de votos de diferencia.
Se trató de una elección hiperpolarizada donde medio Brasil voto por otro modelo de país. La mitad del electorado brasileiro sufragó en favor de una opción conservadora y liberal, mientras que el programa que se propone implementar Lula plantea cambios progresistas, políticas de género, protección del medioambiente y de la Amazonia y en defensa de los derechos de las minorías, más impuestos en una economía con fuerte intervención estatal y estructurada en base a la llamada Teoría Monetaria Moderna que apuesta por la expansión monetaria sin preocuparse por la inflación o el gasto fiscal.
Lula enfrentará el dilema tradicional de las izquierdas latinoamericanas como atender las acuciantes demandas sociales postergadas durante décadas sin recursos fiscales para satisfacerlas. Por lo general, los gobiernos populistas cuando no tienen recursos que distribuir terminan fracasando estruendosamente y distribuyendo solo pobreza.
Es que las demandas de la población relegada son demasiado urgentes en América Latina, la región más desigual del mundo después de África, según el coeficiente.
De acuerdo con un informe especial de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) los países de la región se encuentran ante una desaceleración del crecimiento económico, una mayor presión inflacionaria y una recuperación lenta e incompleta de los mercados laborales de las repercusiones de la pandemia de Covid-19.
En consecuencia, aumentarán los niveles de pobreza y la inseguridad alimentaria, según el organismo.
El informe prevé que el crecimiento anual promedio del PIB en 2022 será de un 1,8%, mientras en 2021 todavía era de un 6,3 por ciento. La inflación regional aumentará del 6,6% en 2021 al 8,1% en 2022.
La pobreza aumentaría del 29,8%, en 2018, al 33,7% en 2022, y la pobreza extrema del 10,4 por ciento en 2018 al 14,9 por ciento este año. Esto significa un incremento de la pobreza extrema por sexto año consecutivo.
Ante ese panorama socioeconómico no puede sorprendernos los continuos brotes de inestabilidad política en la región. Potenciada por la existencia de gobiernos que aspiran a ser fundacionales y que en sus primeros actos se dedican a revertir todas las medidas adoptadas por sus predecesores.
El nuevo gobierno enfrenta fuertes resistencias por parte de la oposición bolsonarista que controla las dos cámaras del Congreso y cuenta con el apoyo de gran número de gobernadores, entre ellos los de Estados claves: San Pablo, Minas Gerais y Río de Janeiro.
Además, Bolsonaro conserva gran ascendiente como referente de los intereses de las fuerzas armadas y de seguridad, los empresarios, los sindicatos de transportistas, el sector agrícola y de las poderosas iglesias evangélicas.
Lula debió enfrentar la hostilidad de la oposición desde el mismo momento de su victoria electoral, Jair Bolsonaro se negó a reconocer su derrota e incluso no asistió a la ceremonia de traspaso del mando. Mientras que sus partidarios, vistiendo camisetas amarillas y verdes, paralizaban al país con cortes de ruta y rodeaban los cuarteles de las fuerzas armadas pidiendo un golpe de Estado que impidiera la asunción de Lula.
Indiferente a la beligerancia de la oposición, al asumir la presidencia, Lula declaró desafiante: “El techo al gasto es una estupidez”. Inmediatamente firmó medio centenar de decretos y quince medidas revocatorias de decisiones adoptadas por Bolsonaro. Entre ellas la liberación de la adquisición de armas por parte de la población civil e impidió la creación de nuevos clubes de tiro. Suspendió la privatización de ocho empresas estatales, restableció en Fundo Amazônia que financia actividades contra la deforestación de la Amazonia. Las medidas proteccionistas con respecto a la Amazonia son resistidas por los empresarios de la agroindustria siempre ávidos de nuevas tierras para sus explotaciones.
No obstante, el verdadero broche de oro en las medidas adoptadas por Lula ha sido la eliminación de la exención a los impuestos a la gasolina.
Las nuevas medidas despertaron polémicas y resistencias. La Bolsa cayó en un 5% registrando las empresas brasileras una pérdida de 58.000 millones de dólares en valor de mercado.
Estos hechos en modo alguno justifican el reciente intento de golpe de Estado, pero si lo explican.
La intentona
El domingo 8, desde las primeras horas una multitud de manifestantes de derecha, vistiendo sus camisetas con los colores de la bandera brasileña, marcharon en Brasilia, capital del Brasil, ocupando y saqueando las instalaciones del Congreso, la sede de la presidencia: el Palacio de Planalto prácticamente desierto debido a que el presidente da Silva se encontraba en São Paulo y el Tribunal Supremo Federal.
La ocupación se produjo ante la total pasividad de la policía del Distrito Federal, que se limitaban a observar a los manifestantes cuando no a escoltarlos.
Días antes, cientos de autobuses habían comenzado a llegar a Brasilia desde el interior del país transportando a bolsonaristas, que a través de sus celulares recibían instrucciones detalladas para obtener alojamiento en tiendas de campaña o pensiones y alimentos gratuitos. Esto indica que la movilización no fue espontánea si no muy bien organizada. No faltaron tampoco recursos económicos para asistir a los manifestantes.
La Agencia Brasileña de Inteligencia (ABIN) alertó al presidente Lula sobre la posibilidad de inminentes ataques contra edificios públicos en Brasilia, pero al gobierno recién asumido y con muchos de sus funcionarios aprendiendo que botones tocar para obtener resultados, le faltaron reflejos y no adoptó medidas adicionales de seguridad para proteger esas instalaciones.
El asalto al Palacio de Planalto hizo recordar inmediatamente a la invasión al Capitolio de Washington, el 6 de enero de 2021, después de que el presidente Donald Trump también se negara a reconocer su derrota en las elecciones, alegando también fraude. El paralelo resulta innegable.
En general, el asalto a las instalaciones federales se realizó en tono festivo con manifestantes sacándose selfis o grabando vídeos de como destrozaban y saqueaban impunemente edificios públicos. Lo cual explica que no se hayan producido víctimas fatales, tan solo algunos centenares de contusos y heridos leves.
Las autoridades retomaron el control de las instalaciones recién a altas horas de la noche y comenzaron a realizar arrestos (hasta el momento unas 1.500 personas se encuentran detenidas).
El presidente da Silva aplicó la intervención federal al Distrito Federal. El gobernador de Brasilia, el conservador aliado de Bolsonaro, Ibaneis Rocha, a su vez destituyó a su ministro de Seguridad, Anderson Torres, ex ministro de Justicia de Bolsonaro, que oportunamente se encontraba en Miami durante los incidentes.
¿Fue un golpe?
El ataque a Brasilia si bien es un gravísimo atentado contra el orden constitucional no parece que merezca ser calificado como un “golpe de Estado”.
Faltan algunos elementos esenciales como para que se pueda hablar de “golpe”, tales como un líder (como en la Marcha sobre Roma de 1922) o una junta de gobierno provisoria como en las asonadas militares. Tampoco hay una proclama explicitando la naturaleza del movimiento y sus propósitos. Tampoco existe una convocatoria clara de expandir la insurrección a otros puntos del país.
Más bien la violenta movilización parece tener un carácter intimidatorio hacia el gobierno de Lula como para disuadir al presidente de avanzar con ciertas medidas resistidas por los partidarios y apoyos sectoriales de Bolsonaro. En mi barrio, los muchachos dirían que “le marcaron la cancha”.
Evidentemente, también es un mensaje hacia los mandos de las Fuerzas Armadas advirtiéndoles que tarde o temprano deberán tomar partido e intervenir para definir la situación.
Lo cierto es que cualquiera haya sido el propósito de la intentona, el Brasil se ha jodido. Lo cual es un serio problema para el gobierno kirchnerista de Alberto Fernández. Recordemos que cuando el Brasil estornuda, la Argentina se resfría.