Finalmente los estadounidenses lo hicieron. Pusieron fin -al menos por los próximos cuatro años- a la era Trump. Aunque para ello debieron elegir al presidente de mayor edad en la historia del país. Al mismo tiempo, los demócratas han cumplido con otro sueño: el colocar en la Casa Blanca a una mujer y además afroasiática. Aunque sea como vicepresidenta, posiblemente también por el momento.
La elección de presidencial de 2020 deja sin embargo muchos interrogantes y temores. El primero de ello es la profunda división que parece dividir más que nunca en los últimos ciento cincuenta años a los estadounidenses.
Según un estudio realizado por la consultora de análisis político Pew, sólo el 9% de los electores cambian de partido de una elección a otra. Pero, lo más graves es que ese mismo estudio también reveló que cuatro de cada diez estadounidenses no tienen un solo amigo cercano que vote a candidatos distintos de los que ellos apoyan. Es decir, que la grieta político-ideológica es más profunda de lo que se percibe a simple vista.
El tono de los discursos de campaña también es un indicador del alto grado de antagonismo existente en la sociedad estadounidense. Trump fue calificado de neofascista, de aprendiz de tirano, de populista y sus partidarios han tachado a Biden de senil, corrupto y socialista, un término que en los Estados Unidos se entiende como comunista y autoritario. Trump incluso lo bautizó despectivamente “Sleepy Joe” (Joe, el dormilón).
Otra prueba de la importancia de la grieta es la elevada participación electoral. En un país donde el voto es voluntario y usualmente no alcanza al 60% de electorado (55,6% en 2016), el pasado 4 de noviembre votaron cien millones de nuevos electores superando el 70% de participación. En este esquema el voto por correo se constituyó en el gran protagonista. De los ciento cincuenta millones de electores que sufragaron en los comicios, cien emitieron su voto a través del correo.
No es extraño entonces que muchos observadores califiquen a esta lección como la más trascendente desde la Segunda Guerra Mundial. En perspectiva, las elecciones entre Nixon y Kennedy, en 1960, o entre Carter y Reagan, en 1980. Fueron igualmente importantes.
Los cierto es que la victoria demócrata fue muy ajustada. Si bien Biden obtuvo 73,9 millones de votos, convirtiéndose en el candidato más votado de la historia estadounidense, Donald Trump no lo hizo tan mal. Setenta millones de estadounidenses votaron por él, seis millones de votos más que los logrados en 2016 cuando se convirtió en presidente.
Indudablemente, la pandemia del covid 19 con sus efectos sobre la economía de los países erosiona considerablemente el apoyo electoral de los gobernantes. El malhumor social y la recesión suelen convertirse en un voto castigo en las urnas para el gobierno de turno.
En el caso estadounidense, los republicanos perdieron el gobierno pero están muy lejos de batirse en retirada. Los republicanos conservan grandes factores de poder. Mantienen la mayoría en el senado y han recuperado escaños en la Cámara de Representantes, donde cuentan con una sólida minoría (191 demócratas a 183 republicanos), además los republicanos gobiernan en 26 de los 50 estados de la Unión. Han instalado una mayoría conservadora (6 a 3) entre los jueces de la Corte Suprema de Justicia. Donald Trump, también designó durante su gestión a doscientos jueces jóvenes de derecha en cargos vitalicios. La mayoría de los juristas designados son miembros de la Sociedad Federalista, una agrupación conservadora de abogados que colabora estrechamente con el Partido Republicano.
Por último, hay que considerar que los movimientos extremistas que han crecido durante la era Trump (los supremacistas blancos y los adeptos a las teorías conspirativas) continuarán prosperando en la resistencia a un gobierno que califican de izquierda y donde una mujer afroasiática ocupará un papel relevante.
En términos generales, Joe Biden es un político demócrata moderado. Se inició a los 239 años como senador y se mantuvo en el Senado entre 1973 y 2009, fue vicepresidente en dos períodos y compitió tres veces por la presidencia. Su mayor limitación es la edad.
A los 78 años, Joe Biden es un hombre con la salud quebrada, lento en sus desplazamientos y en sus reacciones. Un hombre que ha atravesado por serias tragedias personales: perdió a su primera esposa y su pequeña hija en un accidente de tránsito en 1972, en 1988 sufrió un aneurisma cerebral que requirió de varias operaciones en el cerebro para ser curado, luego, en 2013 perdió a su hijo mayor Beau debido a un tumor cerebral. También debió soportar una acusación de abuso sexual por parte de una antigua asistente del Capitolio llamada Tara Reade y de otras mujeres que se quejaron de su tendencia a “invadir el espacio personal” de los demás.
En este contexto, todos los observadores están expectantes sobre el papel que ocupará en el nuevo esquema de poder la dinámica y ambiciosa vicepresidente Kamala Harris de 56 años. Una aguerrida representante del ala izquierda del partido demócrata que impulsa una agenda orientada a instalar mayores controles en la venta de armas de fuego a civiles, la lucha contra el racismo y los grupos supremacistas, protección y legalización de los inmigrantes (especialmente a los siete millones de “dreamers”), la restauración del “Obamacare” o un plan sanitario de similares características, la legalización del aborto, el matrimonio gay y el reforzamiento de los vínculos con el Estado de Israel.
Difícilmente, Harris podrán lograr importantes avances en su agenda con la presente correlación de fuerzas en el Congreso y el rechazo que la misma despierta en gran sector de la sociedad estadounidense tal como se ha visto en los últimos años y al mismo tiempo luchar contra la pandemia y los problemas de la economía.
Todo hace prever que el gobierno demócrata que sumirá en enero de 2021 deberá enfrentar una situación interna sumamente compleja.