El 23 de septiembre de 1955 prestó juramento el general Eduardo A. Lonardi como presidente provisional de la Nación. En ese entonces la ciudad de Buenos Aires y el país todo presentaba dos caras muy diversas. Algunos expresaban alborozados una gran alegría e inundaban las calles festejando el fin de lo que consideraban “un régimen de oprobio”. Otros, por el contrario, mostraban una profunda congoja y angustia. Con el alejamiento de su líder, presentían el fin de una etapa que para ellos era una suerte de “edad dorada” que presentían no habría de repetirse.
Al grito de ¡Libertad!, ¡Libertad! Se abría una nueva página de la historia argentina y se cerraba todo un ciclo iniciado en 1943 había cambiado totalmente la imagen del país. Parecía que había terminado “el tiempo de Perón”, pronto se descubriría que no era así.
La llegada del general Lonardi a la primera magistratura del país coronó con éxito el cuarto intento militar para desalojar del gobierno al general Juan D. Perón.[i] Este golpe de Estado constituyó el movimiento militar más prolongado y sangriento de la historia argentina llegando a conformar una suerte de “mini guerra civil”, no obstante que se vio circunscripto y que varias unidades militares –supuestamente leales- permanecieron inactivas a la espera de los resultados de la insurrección. Al mismo tiempo, fue el alzamiento que contó con mayor participación civil posiblemente desde los tiempos de la “Revolución del Parque” en 1890.
Eduardo A. Lonardi, era un prestigioso oficial del arma de Artillería, de ideas nacionalistas y fervientemente católico. En su última foja de calificaciones –1950- el ministro General Lucero, expresaba de Lonardi: “Brillante personalidad. Reúne excepcionales condiciones de capacidad y altas prendas morales, complementadas por un carácter firme, profundo amor profesional y tesonero espíritu de trabajo. La amplitud de criterio y elevación de miras que singularizan su gestión han hecho fecunda la acción de la Dirección General de Administración. De iniciativa, clara inteligencia, y siempre animado por un amplio y patriótico espíritu de colaboración”.[ii]
Lonardi, según relata el historiado norteamericano Robert A. Potash, mantenía un viejo diferendo con Perón. “En 1937, -dice Potash- Lonardi reemplazó a Perón como agregado militar en Santiago de Chile. Perón, que había dispuesto una transferencia de materiales en violación a las leyes chilenas de espionaje, dejó encargado a Lonardi que recogiera los datos sin informarle previamente acerca de la naturaleza o ilegalidad de la operación. Lonardi cayó en la trampa que las autoridades chilenas habían preparado a Perón, y aquel fue arrestado y alojado en una comisaría de policía de Santiago hasta que el embajador argentino pudo lograr su libertad. El episodio estuvo a punto de interrumpir la carrera militar de Lonardi, pero se le permitió continuar en parte merced a la intercesión de su amigo y condiscípulo Benjamín Rattenbach, que estaba relacionado con el ministro de Guerra”.[iii]
Este diferendo probablemente haya incidido para que Lonardi no se incorporara al GOU y fue un precoz conspirador contra Perón. En 1951, siendo comandante del Primer Cuerpo de Ejército, con asiento en Rosario, intentó provocar un alzamiento aprovechando el descontento que había creado en los cuadros castrenses el intento de candidatura a vicepresidente de Eva Perón.
Cinco días después del “Cabildo Abierto del Justicialismo”, el 27 de agosto de 1951, Lonardi presentó su nota de retiro expresando que: “Los últimos acontecimientos políticos de pública notoriedad han creado al suscripto un estado espiritual incompatible con la adhesión a los actos de Gobierno, que es señalada al personal militar por las directivas y órdenes generales de V. E. Como condición necesaria para merecer la confianza de la superioridad”.[iv] Finalmente, Lonardi no consiguió el efecto deseado y la jefatura del movimiento recayó en un anciano general de ideas liberales: Benjamín Menéndez quien se rebeló el 28 de septiembre de 1951. Sofocado el movimiento Menéndez terminó en la cárcel con dos centenas de oficiales antiperonistas.
Lonardi no llegó al poder con un espíritu revanchista., como lo demostró en Córdoba al honrar a los soldados de la Escuela de Infantería que habían luchado contra él y al proclamar su adhesión a la consigna de “ni vencedores ni vencidos”, formulada por Justo José de Urquiza después de la batalla de Caseros.
Lonardi se propuso reunificar la sociedad argentina a través de un proceso de reforma y pacificación. De una honestidad sin tacha, pero con escasa perspicacia fue víctima de las pujas en el seno del grupo revolucionario. Los nacionalistas católicos, representados por Lonardi, parecían interesados en rescatar los aspectos más positivos del régimen derrocado, miraban con simpatía la posibilidad de “un peronismo sin Perón”. Con Perón en el exilio, esperaban atraer a sus simpatizantes mediante el mantenimiento de las estructuras del partido Peronista y el establecimiento de acuerdos con los dirigentes de la C.G.T. Por otra parte, los nacionalistas consideraban a los partidos políticos tradicionales como traidores a los verdaderos valores nacionales.
Los liberales en cambio respondían al liderazgo del Comandante en Jefe de la Armada y vicepresidente de la Nación, Almirante Isaac Francisco Rojas. Este grupo pretendía borrar bruscamente todo vestigio de peronismo y restaurar la Argentina anterior a 1943. Su furioso antiperonismo les había ganado el apodo de “gorilas”.[v]
El nuevo gobierno reflejaba el precario balance entre ambos grupos revolucionarios. Al nacionalismo pertenecían Mario Amadeo –Relaciones Exteriores-, Luis Cerutti Costa –Trabajo-, el general Justo L. Bengoa y el influyente asesor presidencial Clemente Villada Achával, cuñado del presidente. Entre los liberales militaban el ministro del Interior Eduardo Busso y el de Marina contralmirante Teodoro Hartung.
Durante los largo años de conspiración, los grupos antiperonistas estuvieron más preocupados por cómo derrocar al régimen que por definir qué harían con el país después de llegar al gobierno. Las disparidades de criterios e ideologías transformaron pues la acción del gobierno en una enconada lucha por conseguir las posiciones dominantes, donde cada acto era sospechado por el grupo contrario.[vi]
Las primeras medidas del gobierno provisional en el orden de las fuerzas armadas estuvieron destinadas a revisar la situación de su personal, decidiendo el futuro de quienes no habían demostrado lealtad hacia los vencedores y estudiando, con vistas a la reincorporación, los casos de los oficiales que habían sido dados de baja o se habían retirado por razones políticas. Se concedió una amplia amnistía a todos los que fueron condenados o procesados por delitos políticos desde el 4 de junio de 1946 a la fecha. El beneficio fue extensible a todo el personal militar en virtud de pronunciamientos de tribunales de calificaciones especial o baja –simple o por rebeldía- de las Fuerzas Armadas. Casi simultáneamente, el gobierno provisional sancionó un decreto que facultaba al poder ejecutivo para que “previo asesoramiento de un tribunal de calificación especial designado al efecto en cada una de las Fuerzas Armadas reincorporara a la situación de revista, grado o antigüedad que para cada caso se determinara, al personal amnistiado, como así también al que encontrándose en situación de retiro conviniese reincorporar al servicio activo”.[vii]
La Armada, a causa de su apoyo casi unánime al levantamiento de septiembre, resultó menos afectada que el Ejército salvo en sus más altos niveles. El consejo especial asesor revolucionario creado el 7 de octubre consideró conveniente recomendar el retiro de sólo 114 oficiales, pero entre ellos figuraban todos los almirantes excepto Isaac F. Rojas y 45 capitanes de navío.
En el Ejército, la depuración del personal cuestionado se inició por el general León Bengoa, el primer ministro de Guerra designado por el presidente Lonardi. En consulta con el presidente, pero sin la participación de un consejo asesor, el general Bengoa concentró su atención en las posiciones más altas del escalafón. Su opinión era que los generales, en virtud de su alta jerarquía, debían haber reaccionado oportunamente ante lo que consideraban “excesos” de Perón y que quienes no habían procedido así ya no merecían pertenecer al servicio activo. Esto determinó el alejamiento de 63 de los 86 generales en servicio. La eliminación de oficiales en los niveles inferiores, que comenzó de manera limitada, se extendió bajo el sucesor de Bengoa en el ministerio de Guerra, el general Osorio Arana, quien resolvió incluir otros doce generales en la lista de retiros. Como resultado de esta política, hasta principios de 1956, aproximadamente un millar de oficiales fueron obligados a pasar a retiro. Los suboficiales, cuya lealtad a Perón era muy conocida, fueron aún más afectados y debieron abandonar el servicio en grandes cantidades.[viii]
Por otra parte, el gobierno provisional decidió compensar a los oficiales antiperonistas por los años pasados en la cárcel, el exilio o en el retiro prematuro, reintegrándoles su condición militar con promociones y sueldos retroactivos. El retorno de unos 170 oficiales, aproximadamente –la mayoría de ellos pertenecientes a los grados de jefe y oficiales superiores-, significó que los militares que habían estado fuera del servicio durante tres o cuatro años, ahora podía ser elegidos para nuevos destinos y promociones ulteriores, en abierta competencia con los oficiales que habían permanecido en el Ejército sin interrupción. Quizá fuera inevitable que estos últimos se resintieran ante las ventajas otorgadas a colegas con menos experiencia profesional, o que quienes regresan consideraran la corrección política más importante en las decisiones personales que la antigüedad en el cargo. Estas diferencias no serían fáciles de superar ni para la sociedad militar ni para la sociedad política.
EL EXILIO DE PERÓN
Una de las más interesantes aventuras políticas de la historia contemporánea de nuestro país fue la protagonizada durante casi dos décadas por Juan D. Perón. En ese tiempo, el creador del peronismo pasó de ser un exdictador prófugo de su país a la reconquista del poder.
Al alejarse del país en octubre de 1955, Perón se encontraba abandonado por sus seguidores, rechazado por la mitad de los argentinos, expulsado de las filas del Ejército, procesado por delitos comunes y obligado a peregrinar buscando el aparo de los regímenes más desprestigiados de América Latina. Dieciocho años más tarde, el exiliado protagoniza un apoteótico regreso a la Argentina…
“El regreso de Perón en 1972 –opina Rosendo Fraga, treinta años más tarde- indica que en la política argentina no hay imposibles. Cuando en 1955 fue derrocado, hubiese sido impensable en un regreso triunfal diecisiete años después, recibido por sus adversarios como una suerte de salvador y en alguna medida convocado por sus más férreos adversarios.”[ix]
Conviene retrotraer nuestro relato a los días de septiembre de 1955, cuando el hidroavión Catalina T-29, de matrícula paraguaya, se alejaba de Buenos Aires llevando al líder justicialista en condición de asilado político.
Al llegar a Asunción, Perón se instaló provisionalmente en la casa de un simpatizante peronista, Ricardo Gayol. Desde un primer momento recibió muestras de afecto del pueblo paraguayo, que se intensificaron el 8 de octubre, cuando cumplió sesenta años. Años después Perón se referiría con sentido agradecimiento esta crítica etapa de su vida. En diálogo con el historiador Enrique Pavón Pereyra dijo: “Considero que en aquella coyuntura hasta mis enemigos hicieron mérito para que el santo nombre de Paraguay permanezca grabado en mi corazón con letras de un metal noble. Ostentaba ya como condecoraciones máximas los títulos de ciudadano de honor y general honorario del Ejército paraguayo, con inclusión de mi nombre en los cuadros activos.”[x] Pocos días después del gobierno del general Alfredo Stroessner lo invitó a instalarse en las cercanías de Villarrica. El general paraguayo retribuía en esa forma el apoyo que pocos años antes le brindara Perón para alcanzar la presidencia de Paraguay.
Mientras tanto en Buenos Aires, en su primer discurso público el general Eduardo Lonardi afirmó: “La victoria no da derechos. En esta lucha no hay ni vencedores ni vencidos”.[xi] Siguiendo esta línea política, se negó a intervenir la CGT y a disolver el Partido Peronista. Desde su punto de vista se trataba de separar a los trabajadores de Perón. Para Lonardi, un nacionalista católico, la intervención de las Fuerzas Armadas debía limitarse a poner fin al poder discrecional de Perón instaurar el Estado de derecho y negociar con algunos dirigentes peronistas para ampliar el consenso de la “Revolución Libertadora”.
El 1º de noviembre un Tribunal de Honor convocado por el gobierno de la Revolución Libertadora para juzgar la actuación de Perón dio a conocer su fallo. El Tribunal estaba compuesto por los Tenientes Generales Carlos von Der Becke, Juan Carlos Bassi, Víctor Jaime Majó, Juan Carlos Sanguinetti y Basilio D. Pertiné.
Según Romero Carranza[xii], quien resume los cargos formulados por el Tribunal, estos son los siguientes cargos:
“1º Sembrar el odio en la familia argentina e incitación a la violencia y al crimen.
2º Ataques a la religión católica. Incendio de iglesias.
3º Quema de la bandera argentina.
4º Incumplimiento del juramento de respetar la Constitución nacional.
5º Deslealtad con la institución militar.
6º Falso adoctrinamiento del personal militar.
7º menosprecio del pasado histórico.
8º Desnaturalización del servicio militar obligatorio.
9º Fastuosidad en el vivir incompatible con la austeridad militar.
10º Haber mantenido relación marital con una menor de 14 años a quien conoció en la Unión de Estudiantes Secundarios.
11º No afrontar la responsabilidad emergente de sus actos, acogiéndose al derecho de asilo.
En el resumen del fallo, el Tribunal expresó: “El incalificable episodio de la quema de la bandera nacional; el sacrílego incendio de las iglesias, con la destrucción de tesoros religiosos, históricos y artísticos; la constante incitación a la violencia; la prédica de odios encaminados a disociar la familia argentina y crear una división de clases, y las reiteradas ofensas a diversos sectores de la vestidura, constituyen algunos de los cargos examinados. A ello se suma que vulneró los principios constitucionales que había jurado respetar; que suprimió arbitrariamente la libertad, bien supremo del individuo y de los pueblos, y que socavó los fundamentos mismos del Ejército introduciendo la política en sus filas; menospreció la disciplina; falseó la ley de conscripción militar con miras a sus conveniencias partidarias, y que descendió, por último, rodeado de una fastuosidad –producto de su enriquecimiento ilícito- a la comisión de un delito privado y penado por el Código Penal ordinario”.
“El tribunal consideró que la actuación de Perón tuvo los agravantes de su elevado grado militar y de haber cometido los hechos cuando ejercía la primera magistratura del país. Finalmente, por unanimidad, el Tribunal resolvió que la conducta del encausado configuraba la descalificación por falta gravísima, resultando incompatible con el honor de la institución armada que el causante ostente el título del grado y el uso del uniforme.
El general Lonardi, mediante decreto que refrendó su ministro de Guerra, general Bengoa, aprobó en todas sus partes el fallo del Tribunal de Honor”. Privado de su grado militar en Argentina, Perón en adelante -para irritar a los militares argentinos- diría que era “general del ejército más glorioso de América: el paraguayo”.
EL PEREGRINAJE DE PERÓN
Perón no habría de permanecer demasiado en tierra paraguaya, pese a sus reiteradas declaraciones en ese sentido. Paraguay estaba demasiado cerca geográfica y políticamente de la Argentina para el agrado del gobierno de la Revolución Libertadora.
Desde el primer momento el gobierno de Asunción recibió presiones de la cancillería argentina para que limitara las actividades políticas de Perón y para que impulsara su traslado a otro país más alejado. En este proceso no faltaron actos de violencia e intentos de atentados protagonizados por agentes de Buenos Aires. Stroessner se encargó hacerle comprender a Perón de que no podía garantizar su seguridad y de que era conveniente su alejamiento. En los primeros días de noviembre se anunció que el expresidente argentino se trasladaría por vía aérea a Nicaragua, donde –se dijo- Anastasio “Tacho” Somoza lo recibiría. La amistad entre ambos caudillos latinoamericanos sobreviviría, sin embargo, al alejamiento de Perón de tierra paraguaya, tal como se haría evidente dieciocho años más tarde.
El avión que conducía al líder justicialista realizó un itinerario caprichoso, aparentemente dirigido a desorientar a posibles agresores, y aterrizó finalmente en Panamá. Perón se instaló en el hotel Washington, de Colón, pero fue conminado poco después a abandonarlo e instaló entonces en un edificio de departamentos de la misma ciudad. Lo acompañaban Víctor Radeglia, su chofer Issac Gilaberte, y el exembajador argentino en el istmo, Carlos Pascali. En la relativa tranquilidad panameña, Perón, adoptó la clásica guayabera que se estila vestir en esas latitudes y dedicó su tiempo a escribir un libro que justificaba su proceder en septiembre de 1955: “La fuerza es el derecho de las bestias”, mientras que comenzaba a implementar mecanismos para reanudar sus contactos con los miembros del “Movimiento Peronista”, que por el momento se debatía en la incertidumbre, proscrito y sin líderes ni autoridades.
EL ALEJAMIENTO DE LONARDI
El gran problema del gobierno provisional era como manejar la herencia de Perón: el movimiento de masas, las instituciones, las políticas implementadas en los últimos doce años. ¿Qué hacer con la C.G.T: el partido peronista, las publicaciones y radioemisoras oficiales? Estos temas y otros muchos servían de justificación para que nacionalistas y liberales rivalizaran por obtener cargos de influencia –cada uno de ellos dispuesto a interpretar cada movimiento de los rivales como un intento de dominar al gobierno-, un desemboque violento era cuestión de tiempo.
El momento fueron los primeros días de noviembre. El clima de confrontación entre los grupos rivales fue caldeándose cada vez más a medida que avanzaban las discusiones las discusiones preliminares sobre un plan de reestructuración gubernamental propuesto y sobre la designación de un secretario de prensa de la presidencia. El plan de reestructuración propuesto aumentaba la autoridad de Villada Achával al otorgarle condición de ministro y situarlo entre el gabinete y el presidente, podía controlar la política decidiendo qué decretos elevados por los ministerios debían ser sometidos al presidente para su firma y proyectando otros decretos por iniciativa propia. “Para el sector liberal –señala Potash- era igualmente riesgoso que el asesor actuara como intérprete del espíritu revolucionario, el guardián ideológico, por así decirlo, de lo que a todas luces era un movimiento heterogéneo”.[xiii]
Aunque el presidente Lonardi –según relata Potash a quien seguimos para reconstruir la caída de Lonardi-, físicamente agotado por las exigencias de su cargo y por la enfermedad, veía en el doctor Villada Achával a un hombre inteligente que podía aliviarlo de muchas de sus responsabilidades, abandonó el plan de reorganización por la oposición del ministro del Interior y Justicia, Eduardo Busso. Algunos interesados hicieron circular una copia entre los sectores liberales de la Marina y la Fuerza Aérea. Pronto circularon también versiones de reuniones entre el general Bengoa, el doctor Villada Achával y el canciller Amadeo tendientes a crear un régimen fascista. El titular de la Casa Militar, Coronel Bernardino Labayru, junto con otros oficiales reincorporados, inició una campaña para desacreditar al ministro del Ejército. Algunos oficiales superiores, haciéndose eco de esas acusaciones, expresaron al presidente Lonardi la necesidad de reemplazar al ministro de Ejército para conservar el orden. Muy a su pesar Lonardi debió aceptar el 8 de noviembre el alejamiento de Bengoa.
Para reemplazar a Bengoa el presidente eligió al coronel (R) Arturo Osorio Arana. Lonardi insistió en Osorio Arana a pesar de la manifiesta preferencia de los oficiales superiores del Ejército por el nombramiento del general Pedro E. Aramburu y desoyendo las advertencias del general nacionalista Uranga quien advirtió al presidente que no podría contar con el respaldo del nuevo ministro en caso de una crisis militar. Más aún, para elevar el rango de Osorio Arana, Lonardi no vaciló en solicitar al general Bengoa, como último acto oficial, firmara un decreto reincorporando a Osorio Arana a la situación de servicio activo y ascendiéndolo al agrado de general de brigada, a pesar de no ser oficial de Estado Mayor.
Al parecer la crisis final que terminó con la gestión de Lonardi fue producto de los intentos del sector nacionalista del Gobierno para compensar su pérdida del ministerio de Guerra situando a uno de sus hombres al frente del ministerio del Interior. Durante algún tiempo se había hablado dentro del Gobierno de la posibilidad de dividir al Ministerio del Interior y Justicia, para dar al manejo de la justicia mayor independencia de la política. Sin embargo, resulto sorpresivo que el 10 de noviembre el presidente Lonardi firmara decretos que no habían sido preparados por el ministerio del Interior, sino por Villada Achával, en los que se solicitaba la creación de dos cargos separados en el gabinete y se designaba ministro del Interior al conocido nacionalista, doctor Luis María de Pablo Pardo.
Aunque de Pablo Pardo había participado, junto a los oficiales navales, activamente en los sucesos del 16 de junio, su fama de militante nacionalista y colaborador de las publicaciones fascistas en las décadas del treinta y cuarenta lo hacían inaceptable como ministro para la Armada, así como para el sector liberal. La reacción de este grupo fue tratar de presionar al presidente para que retirara el nombramiento, pero a pesar de estos esfuerzos, el círculo de sus asesores –inclusive su hijo, el capitán Luis Lonardi, y su edecán, el mayor Juan Guevara- aconsejó al presidente mantenerse firme. Así, el 12 de noviembre, a las 13.30, el presidente tomó juramento al nuevo ministro del Interior, con plena conciencia de la oposición provocada por esa designación. El ministro de Marina, al acceder al pedido del presidente y firmar el decreto de designación, le advirtió: “Señor Presidente, en ese momento que firmo, se inicia la rebelión contra usted”.[xiv]
En realidad, el sector liberal no deseaba la renuncia del presidente le bastaba con que se desprendiera del círculo nacionalista y aceptara llevar a cabo una política de “desperonización” más dura. Sin embargo, pese a las intensas gestiones –donde no faltaron las intrigas, las ingratitudes y las presiones de todo tipo- realizadas por ambas partes no pudo arribarse a un acuerdo. Lonardi dejó su cargo sin renunciar bajo intimidación. Según relata Marta Lonardi: “Ese mediodía del 13 de noviembre, cuando mi padre oyó que Osorio Arana le daba cinco minutos para presentar la renuncia bajo la amenaza de bombardear la residencia de Olivos, mi padre, interrumpido en su sueño, después de la agotadora jornada anterior que se prolongó hasta las siete de la mañana, debió sentirse dolorosamente sorprendido. Su amigo Osorio, junto al cual había combatido al lado de sus hijos y a quien había nombrado ministro del Ejército en un acto de total confianza, el mismo que aprobara calurosamente el comunicado del 12 de noviembre, estaba allí amenazando al jefe de la revolución, como si Lonardi fuera un usurpador aferrado al poder. Cosas que tiene la política”.[xv]
La falta de una renuncia escrita no impidió que el general Pedro E. Aramburu, uno de los halcones del sector liberal, asumiera pocas horas después como segundo presidente de la Revolución Libertadora. Aunque los jefes navales estuvieron de acuerdo en la designación del general Aramburu, estaban resueltos a que las FF. AA. ejercieran un control directo sobre las políticas y designaciones que efectuase el Gobierno provisional. Una veintena de altos oficiales, entre los que se encontraban los generales Aramburu y Lagos, los almirantes Rojas y Hartung y el brigadier Ramón Abrahín firmaron un acuerdo por el cual el nuevo gobierno debía disolver el partido Peronista, la prohibición a sus dirigentes de actuar en cualquier actividad política futura, y el avance de las investigaciones ya iniciadas sobre la corrupción y los excesos cometidos por el gobierno peronista. Pero lo más importante era que el acuerdo exigía la creación de un Consejo Militar Revolucionario que actuaría como control del Poder Ejecutivo, en ausencia del Congreso electo. La aprobación del Consejo Militar era necesaria para todos los decretos ley emitidos por el gobierno en el ejercicio de sus facultades legislativas; para la designación de ministros y de interventores provinciales.
Puesto que el Consejo Militar estaría formado por el vicepresidente y los ministros de cada una de las tres Fuerzas Armadas, la Armada, que contaba con la mitad de los integrantes del nuevo cuerpo, se había asegurado una influencia decisiva en la marcha del gobierno.
Sin embargo, el 22 de noviembre de 1955, el general Aramburu logró fortalecer sus propios poderes al sancionar el decreto 3.440 que transformó al Consejo Militar Revolucionario en una Junta Militar Consultiva, con facultades de consulta más que de decisión. En esta forma el presidente provisional adquiría una mayor independencia con respecto a las Fuerzas Armadas.
[i] GOLPES DE ESTADO CONTRA PERÓN: Los tres anteriores movimientos militares contra Perón fueron los siguientes: 7 de octubre de 1945, protagonizado por el General Ábalos y el acantonamiento de Campo de Mayo, 28 de septiembre de 1951 protagonizado por el General Benjamín Menéndez y el 16 de junio de 1955 el bombardeo de Plaza de Mayo por parte de la aviación naval.
[ii] GENERAL LUCERO: Ministerio de Guerra, Servicio Histórico del Ejército, Legajo Personal Nº 6.935. Citado en RUIZ MORENO, Isidoro J.: “La revolución del 55”. Tomo I: Dictadura y Conspiración. Ed. Emece. 1994. Pág. 43.
[iii] POTASH, Robert A: “El ejército y la política en la Argentina 1945 – 1962”. Ed. Sudamericana. Bs. As. 1981. Páginas 162 y 163. Cita 53.
[iv] LONARDI, Marta: “Mi padre y la revolución del 55”. Bs. As. 1981, pág. 25. Citado en RUIZ MORENO, Isidoro J.: Op. cit. Pág. 44.
[v] GORILAS: El mote de “gorilas” para los antiperonistas provenía de un programa cómico radial denominado “La revista dislocada de Delfor”, donde el libretista Aldo Camarotta realizaba una parodia del film norteamericano “Mogambo”, protagonizado por Clark Gable y Ava Gadner -por ese entonces muy exitoso-. En la parodia, tras un fuerte rugido uno de los cazadores preguntaba con inocencia: ¿Serán los gorilas, serán? Los porteños comenzaron a decir, frente a los rumores de un golpe de Estado antiperonista, lo mismo: ¿Serán los gorilas? Años más tarde el revolucionario Ernesto Che Guevara difundió en Centroamérica el término “gorila” para hacer referencia a personas de ideología anticomunista o reaccionaria.
[vi] FLORIA, Carlos A. Y César A. GARCÍA BELSUNCE: “Historia de los argentinos”, Tomo II, Ed. Larousse. Bs. As. 1992. Pág. 432.
[vii] DECRETO LEY 64, del 27 de septiembre de 1955. Anales de la Legislación Argentina. La Ley. Bs. As. T. XVI-A, Decretos. 1956, Pág. 514. Ampliado por Decreto Ley 690, del 11 de octubre de 1955. Anales: Op. cit. Pág. 515. Citado en RODRÍGUEZ LAMAS, Daniel: “La Revolución Libertadora”. Biblioteca Política Argentina Nº 117. Centro Editor de América Latina. Bs. As. 1985. Pág. 29.
[viii] POTASH, Robert A.: Óp. Cit. Pág. 293.
[ix] FRAGA, Rosendo: “Significado de Perón treinta años de su regreso”. Artículo publicado en http://www.nuevamayoria.com/ES/ANALISIS/fraga/arg/021120.html. Bs. As. 20/11/02
[x] PAVON PEREYRA, Enrique: “Perón tal como fue” Tomo 2. Biblioteca Política Argentina Nº 138. Centro Editor de América Latina. Bs. As. 1986. Pág. 153.
[xi] ALONSO, María E., Roberto ELISALDE y Enrique C. VAZQUEZ: “Historia: La Argentina del Siglo XX”. Ed. Aique. 1997. Pág. 89.
[xii] ROMERO CARRANZA, Ambrosio, Alberto RODRIGUEZ VARELA y Eduardo VENTURA: “Manual de Historia Política y Constitucional Argentina 1776 – 1976” Ed A.Z. Bs. As. 1978. Pág. 345 y 346.
[xiii] POTASH, Robert A.: Op. Cit. Pag. 298.
[xiv] POTASH, Robert A.: Op. Cit. Pág. 302.
[xv] LONARDI, Marta: “Los detractores”. Ediciones Cuenca del Plata. Bs. As. 1981. Pág. 265.