Pancho Villa era un curioso personaje histórico que había pasado más de la mitad de su vida adulta, diecisiete de los treinta años que vivió antes de sumarse a una revolución, fuera de la ley; había sido un prófugo de la ley, bandolero, ladrón, asaltante de caminos, cuatrero. Quizá por eso las opiniones sobre el Centauro del Norte son tan diversas. Para algunos -en especial para los estadounidenses- es un ladrón, asesino y hasta terrorista. Para otros, en especial la mayoría de los mejicanos, es un héroe y un patriota revolucionario.
Doroteo Arnango, nombre real de Pancho Villa, era un hombre lleno de particularidades y contradicciones. Por ejemplo, se sentía incómodo teniendo la cabeza descubierta. De las 217 fotografía que se conservan de Pancho Villa, solo aparece en veinte sin sombrero (y en muchos casos se trataba de situaciones que hacían de la ausencia de cubrecabezas una obligación: en una está nadando, en otras cuatro asiste a funerales, en varias más se encuentra muerto y el sombrero debe haberse caído en el tiroteo.
Un hombre que vivió en tiempos de la Gran Guerra europea y de la Gripe Española y que fue contemporáneo de Lenin, Stalin, Freud, Kafka, de Houdini, de Modigliani, de Isadora Duncan, de Gandhi, de Hitler y de Mussolini, pero nunca oyó hablar de ellos, y si lo hizo, porque a veces le leían el diario, no pareció concederles ninguna importancia, ni a porque eran ajenos al territorio que para Villa lo era todo: una pequeña franja del planeta que va desde las ciudades fronterizas texanas hasta la Capital de México, ciudad que por cierto no le gustaba.
Un hombre que se había casado, o mantenido estrechas relaciones cuasi maritales, veintisiete veces sin divorciarse nunca y tuvo al menos veintiséis hijos, pero al que no parecían gustarle en exceso las bodas y los curas, sino más bien las fiestas, el baile y, sobre todo, los compadres.
Un personaje al que Hollywood ha dado imagen de alcohólico y que sin embargo apenas probó el alcohol en toda su vida, condenó a muerte a sus oficiales borrachos, destruyó botellas de bebidas alcohólicas en varias ciudades que capturo en sus campañas (dejó las calles de Ciudad Juárez apestando a licor cuando ordenó la destrucción de la bebida en las tabernas).
Curiosamente su debilidad eran las malteadas de fresa. Además le gustaban las paletas de maní, el queso asado, los espárragos en lata, y la carne cocinada a las brasas hasta que quedara seca como una suela de zapato.
Una persona que apenas sabía leer y escribir, pero que cuando fue gobernador del estado de Chihuahua fundó en un mes cincuenta escuelas.
Un hombre que, en la era de las ametralladoras, la guerra de trincheras y los gases tóxicos, empleó magistralmente las cargas de caballería y las combinó en los ataques nocturnos, con los aviones y el ferrocarril. Aún queda memoria en México de los penachos de humo del centenar de trenes de la División del Norte avanzando hacia Zacatecas.
Un individuo que a pesar de definirse a sí mismo como un hombre simple, adoraba la tecnología de su tiempo: las máquinas de coser y para escribir, las motocicletas, los aviones y los tractores.
Un revolucionario con mentalidad de asaltabancos, que siendo general de una división de treinta mil hombres, se daba tiempo para esconder tesoros en dólares, oro y plata en cuevas y sótanos, en entierros clandestinos. Tesoros con los que luego compraba municiones para su ejército, en un país en guerra civil que no fabricaba proyectiles.
Un personaje que a partir del robo organizado de vacas creó la más espectacular red de contrabando al servicio de una revolución.
El único mexicano -y latinoamericano- que invadió a los Estados Unidos, que fue jinete de un caballo mágico llamado “Siete Leguas” (que en realidad era una yegua) y que se fugó de la prisión militar de Tlatelolco.
Un hombre al que temían tanto que para matarlo le dispararon ciento cincuenta balazos el coche en que viajaba; al que tres años después de asesinarlo le robaron la cabeza: y que ha logrado engañar a sus perseguidores hasta después de muerto, porque oficialmente se dice que reposa en el Monumento a la Revolución, de la ciudad de México, pero en realidad se encuentra enterrado en la ciudad de Parral.
Veamos como fueron sus últimos momentos.
EL ATENTADO
El 14 de julio de 1924, Doroteo Arango de 46 años, se encontraba retirado de la vida pública y vivía con su escolta de cincuenta hombres (sus famosos “Dorados”) en la hacienda de “El Canitullo”. Ese día partió hacia la ciudad de Hidalgo del Parral, para realizar gestiones bancarias y traer del banco el dinero para pagar los salarios del personal de la hacienda. Pancho también aprovecharía la oportunidad para pasar unos días como Manuela Casas, una de sus esposas, madre de su hijo Trinidad, que vivía en la calle Zaragoza, de esa ciudad de Chihuahua.
En la mañana del 20 de julio después de cumplir sus tareas en Parral decidió retornar a El Canutillo. Se levantó temprano, tomó un baño de tina y se afeitó. Desayunó huevos estrellados, un chile verde con queso, porotos, tortillas de maíz y café. Al salir de la vivienda de Manuela Casas vestía pantalón recto color gris, camisa a rayas verdes y guayabera color beige, bridge de color cuero natural, llevaba en la cintura su revolver Smith & Wesson, calibre 44, con cañón de seis pulgadas y cachas de nácar y una daga.
Villa tomó el volante de su Dodge Brother de cinco asientos. Colocó el maletín con el dinero de los salarios del Canutillo en el piso, en el sitio del copiloto, y lo cubrieron con un abrigo de mujer y un sombrero de niño. En el automóvil viajaban con él seis hombres de su custodia. Miguel Trillo, su secretario y contador, se sentó a su lado, Rosalío Rosales, el chófer, viajará en el estribo, que era muy ancho, tomado de la parte superior del parabrisas, en el asiento trasero el capitán Ramón Contreras, jefe de la escolta, Daniel Tamayo, Claro Hurtado y el mayor Antonio Medrano en el otro estribo.
A las 7.50 de la mañana el Dodge conducido por Villa pasó por la calle Juárez y un poco delante de la esquina del callejón de Meza, Uno de los asesinos, Juan López Sáenz vio aproximarse a Villa al volante del automóvil y se quitó el sombrero para indicar al resto de los atacantes que Pancho Villa era quién manejaba. Algunos dicen que, al paso del vehículo, gritó: “¡Viva Villa!”.
Cuando el coche inició el giro hacia la derecha para tomar la calle Gabino Barreda, iba muy despacio, porque el camino estaba totalmente embarrado. El agua impedía ver una zanja que había en el lugar y las ruedas delanteras se atascaron. Villa ordenó a sus escoltas que se bajaran a empujar el automóvil y tras unos instantes de esfuerzo lograron sacarlo. Villa permaneció al volante hasta que la escolta se acomodó nuevamente en los asientos traseros y en el estribo. Estaban a menos de diez metros de donde los esperaba una emboscada.
Villa piso el clutch, metió el cambio y viró hacia la derecha para continuar el recorrido, al mismo tiempo Librado Martínez, Ruperto Vera y José Sáenz Pardo abrieron las puertas de la casa 7 y 9 de la calle Gabino Barreda y comenzaron a disparar. Los primeros disparos destrozaron el parabrisas y acribillaron a Villa, que quedó con partes del pulmón y el corazón expuestos, el lado derecho del rostro apoyado en el respaldo, no le había dado tiempo de sacar el revolver. Recibió doce impactos, Trillo intentó incorporarse para sacar el revolver y en eso lo hirieron en el pulmón, hizo un extraño arco y quedó con el cuerpo colgando de la ventanilla del coche, con una pierna atrapada bajo el muslo de Villa y la columna vertebral destrozada por las balas. Rosalío Rosales fue derribado del estribo por un disparo que impactó en su frente.
El coche se detuvo al chocar con un poste de telégrafos, rebotó y quedó a mitad de la calle. Desde la casa seguía la balacera. Salas disparó la carga de su rifle 30-30 dos veces (doce proyectiles) y tres veces las siete balas de su pistola Colt 1911, calibre 45.
Daniel Tamayo, en el asiento trasero, recibió trece proyectiles, muchos de ellos antes habían perforado a Villa, quedó con el rifle entre las piernas y el cigarrillo encendido en la mano. Los tres supervivientes salieron del automóvil. Claro Hurtado, herido en el estómago por una bala expansiva, logró alejarse llegó al puente y se sentó frente a una casa. Ramón Contreras, herido en un brazo, pudo sacar la pistola y respondió disparando dos veces y matando a Ramón Guerra. Los asesinos lo metieron en uno de los cuartos tirando de sus piernas. Melitón Lozoya le disparó a Contreras sin acertar, y Ramón se ocultó herido bajo los árboles del puente.
Juan López Sáenz, el hombre que había marcado la llegado del automóvil conducido por Villa, avanzó disparando con la pistola Colt 45 contra la parte de atrás del coche. Martínez había disparado las seis cargas del rifle dos veces, doce proyectiles y luego tres cargas de pistola, un total de veintiún proyectiles calibre 45 más.
A Rafael Antonio Medrano lo alcanzaron los disparos en la calle y gravemente herido se metió bajo el coche y simuló estar muerto.
A Jesús Salas Barraza se le encasquilló el rifle, tomo la pistola, avanzó hacia el auto y disparó el tiro de gracia en la cabeza del Centauro del Norte, el impacto número trece.
La sangre goteaba del piso del automóvil. La balacera había durado mucho. Se habían disparado contra el automóvil ciento cincuenta proyectiles los sicarios habían recargado varias veces sus armas.
El grupo de asesinos, con toda calma salió de los cuartos y tomaron sus caballos atados a cincuenta metros de la casa. Del grupo de nueve sicarios, uno resultó muerto, y el organizador, el diputado provincial Jesús Salas Barraza, se quedó en Parral. Los siete restantes regresaron a sus ranchos a ocultarse. Días más tarde recibieron un pago de trescientos pasos. Nadie los molestó nunca.
El general Enríquez, Gobernador de Chihuahua, se negó a que Villa, tal como él había dispuesto, fuera enterrado en la cripta que había comprado en la capital del Estado, y al día siguiente del asesinato, el sábado 21 de julio de 1923, luego de una misa, a las 18.30 se armó un enorme cortejo fúnebre, que llevó los restos al Panteón de Dolores de Parral.
El gobierno del presidente Álvaro Obregón prometió una investigación que nunca se llevó a cabo. Obregón había perdido un brazo peleando contra las fuerzas villistas en la batalla de Celaya. Aunque todos los indicios señalan como responsable del complot contra Villa al por entonces candidato presidencial Plutarco Elías Calles como instigador del crimen.
Tiempo después Salas Barraza publicó una carta confesando ser el autor del crimen. Fue condenado a 20 años de prisión. Pero, solo cumplió ocho meses de cárcel, el gobernador Enríquez lo indultó el 4 de abril de 1925.
Pero, la tragedia de Pancho Villa no había terminado el 3 de febrero de 1926, el coronel Francisco Durazo Ruiz, por orden del presidente general Álvaro Obregón, comisionó al capitán José Elpidio Garcilazo para que sustrajera la cabeza del cadáver de Pancho Villa del cementerio de Hidalgo del Parral.
Al parecer un millonario estadounidense ofrecía una gran suma de dinero por el cráneo del revolucionario mexicano. Oficialmente, la cabeza de Pancho Villa sigue desaparecido. Sin embargo, en los últimos años a cobrado importancia la versión de que la sociedad secreta “Skull and Bones” formada por millonarios egresados de Yale tendrían la cabeza en la colección de cráneos que poseería esta fraternidad estudiantil en “The Tomb”, enfrente de la Yale University Art Gallery. De ser cierta esa versión, posiblemente allí también se encuentren las manos del general Juan D. Perón, perdidas desde que fueron sustraídas de su cadáver sepultado en la bóveda familiar de los Perón, en el cementerio de la Chacarita, el 29 de junio de 1987.
Finalmente, el 17 de julio de 1928, también el general Álvaro Obregón resultó muerto en el restaurante La Bombilla por un cristerio. Pero esa es otra historia.