Ubicado en el corazón de Centroamérica, con bellas costas sobre el Pacífico y un reducido territorio de 21.000 km² (el puesto 152 entre 189 países) densamente poblado por siete millones de habitantes, que lo convierten en el Estado más densamente poblado del continente con 300 habitantes por km², la República de El Salvador se enfrenta hoy a una seria crisis institucional.
Tras doce años de una cruenta guerra civil que costo la vida de más de 75.000 salvadoreños y donde ambos bandos cometieron graves violaciones a los derechos humanos, el país se estabilizó, en 1992, cuando desapareció el Bloque Soviético y la URSS. Sin apoyo internacional, la guerrilla de las Fuerzas Populares de Liberación Farabundo Martín suscribieron un acuerdo de paz con el gobierno y se convirtieron en un partido político legal.
Tras los acuerdos se produjo una alternancia democrática entre la derechista Alianza Republicana Nacionalista -ARENA- y el izquierdista Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional -FMLN-.
La alternancia bipartidista finalizó el 1° de junio de 2019, cuando asumió la presidencia del país el joven alcalde de la ciudad Nuevo Cuscatlán, Nayib Bukele, de tan sólo 37 años, candidato del partido Gran Alianza por la Unidad Nacional -GANA-.
El nuevo presidente encaró la difícil tarea de solucionar los problemas más acuciantes del país. Entre ellos una pobreza extrema que afecta a uno de cada tres salvadoreños y la violencia criminal protagonizada especialmente por las pandillas criminales denominadas “maras”, especialmente la Mara Salvatrucha (MS 13) nacida en los Estados Unidos en la década de 1980.
Las maras son responsables de que anualmente sean asesinadas 50,3 personas de cada cien mil habitantes.
Bukele ha decidido encarar el problema de la violencia generada por las pandillas con una política basad en tres ejes centrales.
El primero, controlando los recursos financieros del crimen organizado, en especial, los provenientes del narcomenudeo, el cobro de protección a los pequeños comerciantes y “peaje” a los vendedores ambulantes.
El segundo eje consiste en controlar los cascos históricos de las grandes ciudades con cámaras de vigilancia y mayores patrullajes de efectivos policiales. Estas áreas son el territorio criminal por excelencia donde las maras llevan a cabo sus principales actividades.
El último eje implica una seria reforma penitenciaria. Debido al gran número de peligrosos “mareros” encarcelados y la difusa estructura de control de la fuerza penitenciaria salvadoreña, los penales se han convertido en un territorio liberado para el crimen organizado. Los internos están armados y controlan el interior de las cárceles, mientras que el personal penitenciario solo mantiene la seguridad de los muros periféricos. Entre los internos solo rige la autoridad de las maras y desde allí se planifican y coordinan sus negocios criminales. Bukele se propone terminar con esa situación instalando para ello inhibidores de señales para evitar el funcionamiento de la telefonía celular y renovando al personal penitenciario eliminando a los funcionarios más corruptos.
Este Plan de Control Territorial, que cuenta con el público respaldo de los altos mandos de las fuerzas armadas y de la Policía Nacional Civil implica realizar importantes inversiones. Para financiar su programa de seguridad el presidente Bukele ha gestionado, en agosto de 2019, un préstamo de 109 millones de dólares por parte del Banco Centroamericano de Integración Económica.
Pero, la Asamblea Legislativa, controlada por la oposición tanto de derecha -ARENA- como de izquierda -FMLN- se negó a discutir la aprobación del préstamo. GANA, el partido oficial solo cuenta con diez de los ochenta y cuatro diputados del parlamento, mientras que la oposición unificada reúne 60 bancas.
A pedido del presidente Bukele, el Consejo de Ministros invocó el artículo 67 de la Constitución de El Salvador que le otorga la potestad de “convocar extraordinariamente a la Asamblea Legislativa, cuando los intereses de la República lo demanden”.
No obstante, los diputados rechazaron la excepcionalidad de la medida y la Asamblea no sesionó por falta de quórum, ya que solo se presentaron veinte legisladores al recinto legislativo.
El domingo 9 de febrero, el presidente Bukele irrumpió en el Salón Azul del edificio de la Asamblea acompañado de efectivos armados de las fuerzas armadas y de la policía. El mandatario intimó a los legisladores a aprobar el préstamo o exponerse a que se invoque el artículo 87 de la Constitución que llama al pueblo a la insurrección.
Los legisladores pertenecientes a ARENA y el FMLN se niegan a aprobar el préstamo aduciendo que el pedido del presidente no consigna claramente en que se invertirán los fondos solicitados ni qué empresas provocaron los nuevos equipos de vigilancia y seguridad.
Mientras que Bukele, quien cuenta con el respaldo total de los mandos militares y policiales y que, luego de siete meses de gestión, goza del respaldo del 80% del electorado salvadoreño, acusa a los legisladores de complicidad con los grupos del crimen organizado y de ceder a las amenazas de las maras.
El presidente Bukele esta muy próxima a los habituales “autogolpes” latinoamericanos en que los presidente disuelven a Congresos que le resultan hostiles. En Argentina, en 1908, el presidente José Figueroa Alcorta fue precursor en la aplicación de esta medida inconstitucional. El presidente peruano Alberto Fujimori hizo algo similar en 1992. Más recientemente otro presidente peruano, Martín Vizcarra, recurrió a la misma práctica el pasado 30 de septiembre.
La disolución inconstitucional de un poder del Estado no es otra cosa que un atentado contra la gobernabilidad democrática, un auténtico “golpe de Estado” y por tanto ninguna razón lo justifica. Es una práctica ilegal, la aplique Nicolás Maduro o Nayib Bukele.