En esta semana corta de diciembre, los españoles conmemoramos lo que los hispanoamericanos denominan las Fiestas Patrias. Días en los que celebran su independencia de España. La constitución de las Primeras Juntas que suponían el primer órgano de gobierno de los incipientes nuevos países, ellos lo festejan por todo lo alto como un gran día cívico. En gran medida es lo que les da sentido como nación.
En España el día 6 se celebra, aunque a algunos se les viene olvidando salvo para tomarse el puente, la votación por el pueblo español de su Constitución. Norma, que como se nos recuerda reiteradamente, nos ha dado el mayor periodo de estabilidad democrática, bienestar y desarrollo económico que nunca antes tuvimos. No voy a repetir, a riesgo de aburrir, lo que significa como ciudadanos la aprobación de un texto normativo que constituyó nuestro gran momento de independencia.
Con la Carta Magna dejábamos atrás una dictadura de frustración de un pueblo que quería vivir y progresar en paz y libertad. Grandes palabras que solo adquieren pleno sentido cuando no se tienen. En estos momentos, unos descriteriadoshan querido jugar fatuamente con ella (la Constitución) y con los ciudadanos, avivando sentimientos que no tienen destino claro. Han optado por pisotearla en lugar de ser parte de un proceso de reforma que la adapte a un nuevo tiempo, con nuevos ciudadanos, con nuevos y también viejos problemas.
El Presidente del Gobierno dice ahora ufano que él “ha salvado a España”. Uno más a participar en el descriterio. Se ha recuperado la constitucionalidad vulnerada por las reglas contenidas en la propia Constitución. El tan traído y llevado art.155 estaba en la C.E no es que pasara por ahí. A unos les ha parecido mejor y a otros peor, es lo que tiene la ley el caso es que se cumpla.
Hubiera sido más oportuno y patriótico poner en los balcones de nuestras casas un texto de la Constitución y menos banderas pues lo que realmente se pone en peligro es mucho más que un estandarte. El patriotismo moderno es eso y no una pegatina en el reloj.
El olvido es el peor mal que tiene una sociedad. Cada generación tiene sus desafíos y no fue fácil el pasado, como no lo es este presente convulso, y un futuro que nos parece lleno de incertidumbres. Cuando se dice que hay vientos de cambio hay que entender hacia donde soplan, no cabe ni ponerse de frente ni saltar para que nos arrastren más lejos. Interpretar el rumbo adecuado le corresponde a los que lideran o aspiran a liderar una sociedad pero la ciudadanía es quien marca la longitud y la latitud de ese rumbo y no sólo con el voto.
El viento parece ahora más un tifón. Todo parece estar en cuestión, pero creo que la solución no está en la tabla rasa de la historia, ni quedarse parado a ver pasar el tiempo. Nunca fue un buen camino. La elaboración de la Constitución del 78 se produjo sobre el vacio, ahora podemos dudar de cuál es el mejor camino a tomar, no podemos desconocer nuestras etapas anteriores y aprovechar las experiencias obtenidas. Este acervo no es baladí. Que es necesario cambiar y tomar nuevos impulsos parece una obviedad y que ello pasa por una reforma de la Constitución también. Es acertado lo expresado por el grupo de juristas erigidos en “voluntariado cívico” con su documento Ideas para una reforma de la Constitución, diciendo que está aquejada de “fatiga de materiales“.
Reformar la Constitución no es abrir un nuevo proceso constituyente, es modificar lo que se ha visto obsoleto o aquello que hoy no tiene respuesta en una norma requerida de lifting. Pronto llegará el momento en que habrá que poner encima de la mesa el qué modificar. Si se quiere que no sea un simple debate cerrado entre especialistas y políticos lo oportuno es que se vuelva a aprovechar el momento para que la sociedad recupere su aprecio y valoración de aquellos cambios que terminan siendo determinantes en la vida cotidiana de cada uno. Es deseable generalizar ese voluntariado cívico.
Si tiene algo de positivo el proceso catalán puede estar ahí, en que la sociedad despierte del atontamiento que ha sufrido durante años producto de un bienestar mal asumido y una dejación de lo político como algo que les corresponde a “esos”, a “los de los partidos”. Este despertar es válido para la política y para todo aquello que compone la trama de una vida en común.
Dejar en manos del destino o de “otros” la fijación de los destinos colectivos es perder oportunidades que más tarde no se podrán recuperar.
La economía, el mundo laboral, el desarrollo científico y tecnológico, el papel de las mujeres, los jóvenes, la inmigración, la sanidad, las coberturas sociales, la enseñanza…la cultura cívica han variado en estos cuarenta años de forma sustancial. En el 78, los sindicatos habían sido legalizados un año antes; el empresariado venía de una tutela y protección gubernamentales que no se compadecen con los de hoy; los consumidores y el consumo en masa eran algo incipiente; no existía conciencia de contribuyente; la corrupción era un fenómeno que pensábamos lejano a la vida democrática; Europa era un comunidad económica de pocos países. En definitiva, un mundo que para bien, en muchos casos, y para mal en otros, era bastante distinto. Esta panoplia de circunstancias y muchas más que se me escapan creo que deben hacer a los ciudadanos y a los diferentes colectivos en los que se integran, tomar conciencia de que el futuro no podemos consultarlo en ninguna pagina web y que como nada es casual lo bueno que tiene la democracia es la posibilidad de que se cuente con nosotros en el momento de escribirlo.
Una Constitución es el reflejo de una sociedad que se proyecta desde su pasado inmediato a un tiempo venidero que está por llegar y que dependerá de nosotros que lo celebremos como una fiesta refundadora o que sólo se quede en una bandera y en un día de fiesta en el calendario.