La literatura para los chicos no es cosa chica
La literatura para chicos está atravesada por todas las problemáticas humanas, entre ellas, las del género y la consecuente presencia de las mujeres como sujetos señalados tanto por las prohibiciones y los mandatos como por sus capacidades para construirse como subjetividades. Por eso quiero compartir los recuerdos de algunas de mis lecturas de infancia donde el género define poéticas de subversión.
Mi madre, aún antes de que yo naciera –eran épocas en las que no existían aparatos tecnológicos que suplantaran la sabiduría de las viejas- sabía (tal vez por ser ella misma una sabia hechicera: era muy joven y hermosa, apenas tenía veinticinco años) que yo sería mujer. Tal vez por ser una joven, hermosa y sabia hechicera, supo que amaría las letras. O tal vez haya sido porque ella misma amaba leer y escribir.
El caso es que por lo que fuera, mi madre había preparado mi primer regalo: un libro.
Claro que ese regalo supe apreciarlo casi entrando en la adolescencia cuando había poco que me entretuviera, no me gustaban –ni me gustan- los juegos de mesa ni las actividades demasiado aventureras. Solo a veces, en casa de mi abuela materna osaba junto a mi primo y alguna vecina a internarme entre los almácigos de verduras de mi tío o el pequeño bosquecito de la casa de enfrente; pero casi siempre prefería escribir. Sí, más que leer, me gustaba escribir. Escribir me permitía armar un mundo feliz que no siempre percibía en mi realidad.
Pero recuerdo, sí, que ya entrando en la adolescencia leí con voracidad aquel regalo abandonado once años atrás y me sumergí en el mundo que Luisa Alcott había inventado para mí, poblándolo con las cuatro hermanas y sus terribles historias.
Las chicas también hacen historia
La historia de Mujercitas parecía la historia propicia para una niña que estaba abandonando la niñez y que, por eso mismo, podía conocer los pesares de la vida. Pero en Mujercitas, yo empecé a vislumbrar un modelo en el que me quería transformar y sobre el que trabajaría duro.
Si había descubierto algo con la lectura de los primeros libros de Poldy Bird era que las madres podían ser escritoras. Eso lo decía ella: su madre había sido escritora, ella también lo era. Lo gritaba a los cuatro vientos o lo escribía en sus libros, aquellos del principio: Cuentos para Verónica, Nuevos cuentos para Verónica, palabras para mi hija adolescente, todos cuentos para leer sin rimmel…
De esas historias, además de la retórica prolija y clásica que utilizaba la escritora donde poco había de ruptura o interpelación a los mandatos librescos (culturales-escriturales) hubo algunas cosas que llamaron mi atención. Como dije, había una mención explícita a un trabajo que yo lo había visto como pura vocación en las Mujercitas de mi última infancia, aquella Jo que deseaba ser escritora. En los libros populares y de lectura masiva de Poldy Bird había un deseo concretado: esa mujer era escritora. Pero, además, era madre; y en esos libros hablaba de su hija, le hablaba a su hija pero desde un lugar donde la maternidad inexorablemente se planteaba desde la escritura.
El trabajo de escribir
Un trabajo de escritora, era lo que me estaba diciendo y eso me gustaba: existía ese trabajo. En los libros no había un trabajo doméstico de la cocina, el planchado o la costura. Había historias que hablaban del amor pero también, del dolor, de la soledad y del abandono.
Lo que algún tiempo después vi en esos textos fue la capacidad de recrear simbólicamente el dolor. Y si las historias obligatoriamente debían leerse sin rimmel para que este no se corriera y nuestro maquillaje quedara desprolijo y si casi proponía una conducta ‘típicamente femenina’: la del llanto o la de una maternidad extrema; en el doblez estaba lo otro: la soledad, el abandono y la muerte como signos visibles de un universo dulce y armónico. Si las costumbres le habían dicho cómo debía ser una casa, cómo una familia, la vida le había demostrado que las cosas, a veces, eran de otra forma. Niña desobediente, al fin, Poldy Bird se había puesto a escribir desde esa nada, desde el vacío y desde allí había reconstruido.
No sé si todas las lectoras, admiradoras por herencia: abuelas, madres e hijas, vieron ese doblez de la historia o se identificaron con el llanto y la ternura. Tal vez les gustaba eso, atadas todavía a un ideal de mujer que los sesenta y los setenta –incluso los ochenta- trataban de mantener.
Yo vi el dolor y la muerte escritas por una mujer.
Y mi madre también nos leía, y después contaba de memoria, un cuento maravilloso de Laura Devetach. “El silbato de Mauricio” (La torre de cubos 1966) llegaba cada noche sin la indignidad de la repetición.
La curiosidad de Mauricio, el niño, lo llevaba cada día a visitar la estación de trenes. Mi casa quedaba cerca de la estación de trenes y según como soplara el viento, llegaba a mí el silbato grave y lento.
Mauricio iba a la estación y se burlaba del tren y de su sonido. La crueldad de la infancia mostrada en la burla. El nene malo que no repara en la vulnerabilidad de los otros. Después de todo, el tren estaba atado a la rutina de su trabajo y era prisionero de los rieles que le marcaban su camino de allí hasta aquí. Mauricio, en cambio, iba y venía, era libre.
Pero como toda maldad era castigada –por lo menos en esa época eso se creía debía tratar la literatura para chicos- Mauricio sintió un día que un pez de colores se le metió por la boca, pasó por su garganta y le ocupó el espacio de su voz haciendo que la voz humana se transformara en el silbato –el pito- del tren. ¡Qué terrible castigo! ¡Que la voz de una no fuera escuchada, que nadie entendiera lo que queremos decir! Estar incomunicada por esa incompetencia del código es lo mismo que ser silenciada que, como explica Graciela Cabal en Mujercitas, ¿eran las de antes? no es lo mismo que ser silenciosa; porque ser silenciosa es elegir callar por momentos. Ser silenciada, en cambio, es no poder hablar, es estar obligada a hacer silencio.
La voz de la infancia
La voz del niño transformada en silbato inhumano me permitió reconocer la operación silenciadora como castigo ejemplar al que no solo se sometía a las mujeres sino también a los niños. Cualquier atrevimiento sería castigado, ¿cuál sería el castigo? La palabra vedada y esa burla, desprecio por la palabra propia: la voz transformada en pito. Por supuesto, por tratarse de un cuento para chicos de la década del sesenta, Mauricio hace un mea culpa, el tren lo perdona y el nene recupera su voz: sintió cómo el pez de colores le subía del estómago a la garganta y de la garganta a la boca y de allí se liberaba y lo liberaba al niño de su maldición. La literatura infantil tenía, entonces, un fin moralizador, nos ensañaba a los chicos a no burlarnos de los otros, ¡bah!, a ser buenos.
Sin embargo, de ese bello relato, lo que no olvido es la sensación de ahogo provocada por el pez de colores atascado en la garganta y la voz transformada en otra cosa.
Ya cuando pude leer, me acerqué al maravilloso –y seguramente por eso mismo peligroso- mundo de Elsa Bornemann. Con El niño envuelto (1º ed. 1981) sentí ese permiso para ser libre, esa barrera que se levantaba para que, como el chico del cuento, pudiera irme a dar vueltas. Él iba en su triciclo para la vida, yo quería hacerlo por la vida.
De Un elefante ocupa mucho espacio (1º ed. 1975), no solo recuerdo al original Gaspar que en un mundo que estaba al revés para poder comprenderlo, aprendió y ejercitó un nuevo modo de caminar: por supuesto, para ver las locas cosas de ese mundo no había otra forma que mirarla a su modo, caminando con las manos y no con los pies.
Pero entre esos relatos había una chica que tenía un bello y largo larguísimo pelo negro que se atrevía a soltarlo y a jugarle competencias a la noche porque las estrellas confundidas –o tal vez enamoradas del perfume a champú de ese pelo- se desprendían del cielo y se abrigaban en una chica. Me gustaba ese cuento. Yo también tenía pelo largo y negro y hubiera querido que las estrellas anidaran en él.
Era una época en la que casi todo se empezaba a tapar. Mucho después supe que Un elefante ocupa mucho espacio había sido prohibido porque había allí mucha imaginación y eso, ya se sabe, para algunos es un arma filosa. A mí, en cambio, esa literatura, la de mi infancia, me marcó la libertad y esas cosas que me gustaron que me dijeran y que me gusta decir.